Desperté, aterida, bajo un puente de metro en desuso, en una zona olvidada de San Ignacio de Loyola. Junto a mí, otros cuerpos hediondos, manchados de ceniza, luchaban por seguir durmiendo. Me puse en pié a duras penas, y como una ebria Karenina, atravesé el temporal que me suponía tomar conciencia. Caminé hasta mi casa, haciendo cuentas del dinero que había gastado en droga y alcohol esa noche. El balance no me cuadraba, el libro estaba sucio. No recordaba las cuatro o cinco últimas horas, no sé quienes eran los que yacían junto a mi, y esperaba no volver a verlos nunca más, no reconocer su cara en el metro, no encontrarlos vendiéndome el pan o sirviéndome el café en la cafetería del intercambiador de Aluche, donde cada mañana empezaba el periplo para llegar a mi trabajo.
Cada paso hacia el hogar me dolía, y mi ajado cuerpo exudaba un aroma acre de violencia nocturna.
Silenciosamente, entonaba una queda oración, una plegaría atea para no encontrarme con mi tía, que vivía en Aldeanueva de la Vera, y por supuesto para que mi madre no estuviera ya en casa y me viera llegar en ese estado de profunda indignidad. Una vez no tuve suerte y si que estaba, me dijo: "Hija de puta, me das pena y asco". Al llegar al portal y tras una breve pero intensa pelea con la cerradura, subí los siete pisos temblando de vergüenza. Nadie salvo mi perro estaba allí para reprobarme. Ni para socorrerme. ¡Animalito! desesperado por las horas que había pasado solo, no hizo sino alegrarse por el regreso del fantasma, del despojo de mí que cruzaba el umbral. Encendí el móvil y escuché aterrorizada los mensajes suplicantes de mi madre, que no sabía dónde estaba desde hacia horas, cuántas, demasiadas... los del trabajo, en un tono bien distinto pero igualmente ominosos.. .hice saber que estaba viva, con mensajes escritos porque me faltaba valor para llamar, y entonces, emprendí la caída.
Sentí llegar la nausea, devastadora.
Mi cuerpo queriendo expulsarse de si mismo, mudar el exterior como las serpientes y abandonar para siempre esas escamas perversas. Los estertores del vómito que me tuvo arrodillada un par de horas fueron remitiendo, y me lavé, restregando con saña, me corté las uñas, quise eliminar tanto del exoesqueleto como fuera posible. Limpiar mi memoria iba a ser mucho más difícil. Envuelta en una suave y mullida toalla, salí a la terraza, serían las tres o las cuatro de la mañana. Los aviones del aeroclub de Cuatro Vientos brillaban níveos en la negrura del Campo de la Aviación. Estaban allí, también, días antes, cuando salí prometiendo que no tardaría. Que esta vez no. Y sin embargo tarde tanto como para no saber cuánto.
El final del verano trajo un poco de viento templado a mi terraza, volví la cara hacia él y dejé que me acariciara. Me recordó otras madrugadas de verano, en que no podía dormir por el calor, y mi abuela y yo nos sentábamos en esa misma terraza a comer sandía y espantar los mosquitos.
Compré la casa al morir mi abuela y ella aún habita las esquinas de estos pocos metros de paz.
Vino aquí a vivir antes de que yo naciera, hace más de treinta años, con maletas de cartón y cinco hijas. Aluche entonces no era más que una pequeña semilla en el vivero de barrios periféricos de Madrid, y para ella supuso un cambio monstruoso salir de la corrala de Lavapiés para venir a un barrio que no tenía otro enlace con el centro de la ciudad que no fuera el "Autoaluche".
Eso sí, tenían baño dentro de la casa, y todas las niñas podrían dormir en sus propias habitaciones. La más pequeña ya no tendría que esperar a que las demás se acostaran para extender el sofá cama.
Pasó muchos años en Cuatro Vientos; sus hijas, mis tías, se marcharon a labrar sus propios barrios. Todas ellas, incluida mi madre (primero con marido y luego sin él) volvían como mínimo una vez al año a reunirse en el pequeño salón de la casa, por Navidad, que siempre era lujosa por muy poco dinero que mi abuela tuviera. El día de la Lotería -que nunca le tocó, pese a las fortunas invertidas en el sorteo- salía a la calle con sus gruesas piernas deformadas por la artrosis, para comprar la cena de Nochebuena, balanceándose con su paso lento como un fenomenal barco de guerra. Y cuando se le acababa el dinero, compraba fiado, para que no faltara nada, de lo bueno lo mejor. Mi abuelo nos daba a escondidas el aguinaldo, y luego nos lo daba a escondidas ella, nunca hubo tanto cariño, ni personas mejores en el mundo. Hasta que la muerte, que siempre es inesperada, les sorprendió. Primero a mi abuelo, luego, por último, para mi profunda desesperación.. .a ella. Lo último que vio con sus ojos grandes y acuosos de anciana, con el corazón cansado de latir, fue lo mismo que yo estaba viendo en ese momento, en esa noche aciaga. Ella nunca más oiría el zumbido de los helicópteros, no volvería a ir al mercado de San Ignacio, no habría más mercadillo en Aluche ni más torrijas en Greca. Ningún último baño a las ocho de la tarde en la piscina del polideportivo, ni más décimos de lotería en Las Cancelas. El último aguacate, las últimas fiestas en el Parque, para ella ya habían pasado. Pero yo estaba a tiempo. Y no quise que ese fuera también el último horizonte para mi.
Esta vez sí, esta vez si iba a conseguirlo.
El camino estuvo tachonado de piedras. Empecé por destruir todos los lazos que me unían con el ansia, los teléfonos, las referencias, los círculos dantescos del infierno. No pisaba prácticamente la calle, y luego los lugares dónde me sentía en peligro se fueron acotando. Cuidaba mi cuerpo, jamás llegaba tarde a ninguna parte, sané la relación con mi madre, y la pedí perdón, se lo pedí mil veces, cada noche antes de dormir se lo sigo pidiendo y en el cariño que pongo en todos mis actos está mi arrepentimiento. Nunca olvidaré esas noches, no debo olvidarlas. En mi barrio puedes encontrar droga tan fácilmente como en otros una mercería. Pero ahora yo sé dónde comprar botones. Mi nombre ya no se menciona inmediatamente después de la palabra "fiesta" y sus implicaciones, me levanto cuando sale el sol y no al revés, y dejo que me despierte cada mañana la voz de mi amante.
Porque soy digna de amar, soy libre, recorro la calle orgullosa de vivir y ser vecina, el daño que pretendía inflingirme no fue irreversible, el terreno sembrado de mi alma empezó a dar frutos y ya no tenía miedo de llamar, de decir hola mamá, de que mi voz sonara en todos los rincones.
Estoy preparada para enseñar el barrio a una nueva generación, que se gestará en mi vientre limpio. Que se parecerá a sus madres porque las que vivieron antes están conmigo, y su mera presencia en el mundo, hará de este un lugar mejor. Te espero, querida. Tu madre está lista y su mundo, también. Se bienvenida.
Nota.- Los relatos están copiados tal y como llegaron al concurso, sin corrección ortográfica ni estilística.
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