Llevaba algo más de tres meses aparcado, abandonado en la calle, ignorado por propios y extraños, y la dejadez empezaba a delatarse en la suciedad que cubría la descolorida chapa. Su antiguo propietario, Don Ramón, aquel anciano que por motivos de salud apenas salía a la calle, había fallecido hacía dos semanas, también consumido y sumido en un abandono mayúsculo. Igual que el auto. Casualidades de esos tiempos, que trata por igual a personas y artilugios. Ignoro si almacenaba más calendarios aquel hombre de encorvado caminar, o el desangelado automóvil que estaba siendo retirado.
Este debió ser, en su origen, de un metalizado azul intenso, aunque los años borraron su patina, y aquel añil reluciente se convirtió en un desmejorado y pálido color entre blanco y azulino mate. Algunas veces, a petición del dueño, la vecina del entresuelo lo arrancaba y daba un par de vueltas por las calles circundantes. Era la única manera que conservara cierto brío y no se amuermaran pistones y bielas. Al dueño le pasaba igual. De tarde en tarde bajaba a la calle, solo por el hecho de estirar las piernas, y pasear por el barrio donde había vivido todo su existir, pues todo el día en casa acababa por acartonarle el cuerpo.
Años atrás, en vida de la esposa de Don Ramón, cuando era más vital, más joven, con más nervio, solían coger el vehículo y desplazarse a no pocos horizontes. En verano, playa. En invierno, la montaña. También el auto, de nuevo, tenía una impronta que fue perdiendo con el pasar de los días. Al igual que su propietario, fue amontonando años, y de la misma manera que el titular se jubiló, al coche le pasó lo mismo. Apenas lo utilizaba.
La vitalidad de antaño, la de Ramón, había menguado, y sus fuerzas ya no eran las de antes. También al vehículo, un Renault-12, de los genuinos, de los de humareda al acelerar y ruido ronco, le tosían las fuerzas y su agilidad, pese a no tener ni dirección asistida, en nada se parecía a la de su estreno.
Tampoco estaba asistido aquel abuelo, que pasaba no pocos días sin visita alguna. Con los hijos viviendo en la distancia, tuvo suerte de gastar buena salud, que le mantuvo activo hasta hace bien poco. Igual que el carro, de los de antes, de plancha recia y motor de hierro. Nunca se quejaba. Su dueño, tampoco. Con una revisión de mecánico el primero, y un chequeo anual el segundo, tenían cubiertos los mínimos para capear otra temporada, aunque el jubilado últimamente tuvo que ir más a menudo al mecánico, perdón al ambulatorio, pues su salud menguaba de manera alarmante.
De tarde en tarde, el anciano espaciaba las cortinas de su piso e intentaba observar, desde la ventana, la ubicación del vehículo y comprobar que seguía allá donde lo había aparcado. En otra época, tras los cristales, se veían hasta los campos del extrarradio. Al crecer el barrio, ahora solo se vislumbraba asfalto y cemento. Cosas de esos tiempos, tan cambiantes, tan ajenos.
……….
También Don Ramón había cambiado y ya no gastaba el empaque de antaño. Algo parecido a lo de su auto que, de nuevo, era el más admirado y reluciente del vecindario. Pero el tiempo, cruel, quiso que a uno empezaran a salirle canas, y al otro un hilo de oxido en el guardabarros. “Nada grave” según el mecánico. La misma expresión que recibió del médico de cabecera, ante aquella consulta sobre el dolor que tenía en el brazo. Ambos, pese a esos achaques, salían airosos de las acometidas que la vida les iba dando. Hasta ese invierno.
La última I.T.V. pasada por Don Ramón, perdón, por el Renault, quedó patente que lo que le quedaba para estar en circulación, era propina. También el chequeo al que se sometió su propietario delató que la edad no pasaba en balde, y los días que le podían quedar eran un regalo. Su corazón latía a menor intensidad de la necesaria, y la energía de su titular empezaba a flaquear. Literalmente, ambos subsistían “de prestado”, como gustaba llamarlo el anciano. Sin embargo el buen cuidado externo de ambos, era suficiente prueba de que aún gozaban, aparentemente, de cierto margen. Y eso era un logro en ese mundo donde todo tiene que ser nuevo, pues lo viejo, y los viejos, son desterrados donde no sean estorbo.
El último invierno, sin embargo, torció la salud de aquel hombre, que ya apenas salía de casa. Casi igual quedó el carro, que yacía aparcado al final de la calle. Un resfriado dejó en cama durante más de dos semanas al propietario. La recuperación fue lenta, y pasó factura al cuerpo del afectado. También el automóvil quedó varado, sin que nadie lo arrancara ni para dar una vuelta y desentumecer rodamientos y poleas. El cacharro quedó esos días a expensas del frio y de la lluvia. En el barrio, con las prisas cotidianas de cada uno, nadie reparó en ello. Ni tan siquiera la vecina acertó a ponerle aquella protección impermeable que lo cubría en épocas invernales. Ni ella, ni nadie, se acordaron del vetusto coche, ni tampoco del anciano dueño.
Ahora, el viejo Renault estaba sucio. El último aguacero hizo que se colara agua en el motor de arranque, y una rueda delataba un alarmante bajón en el nivel de presión. Casi tanto como el que le detectó el médico cuando visitó, de urgencias, al anciano.
Por motivos parejos, ambos languidecían. Uno, inmóvil, llevaba aparcado desde hacía no pocos días. El otro, asentado en su cama, enfermo, y digiriendo días repetidos en la soledad más absoluta. En una de las pocas ocasiones que se levantó para ir al aseo, no pudo evitar el correr las cortinas para observar desde la lejanía a su pequeña joya, muda, derrotada, que también se consumía irremediablemente a la intemperie.
Inerte, permanecía a la espera de volver a ser puesto en circulación, para demostrar que aún conservaba alguna fuerza en aquel motor que fue envidia de no pocos vecinos. También Don Ramón esperaba recuperarse y volver a tumbar otro año, convencido como estaba que tenía fuerza y voluntad para aguantar otro envite. Extrañaba la rutina de antaño, con sus tertulias de café y sus chácharas con el panadero y la frutera. Quizás ese momento no volvería a producirse, pues su decadencia era más que palpable, al igual que la de su coche. Todo lo viejo es prescindible. Todo lo desechable acaba arrinconado y ... olvidado.
……….
Al día siguiente que la grúa se llevara el viejo coche, varios vecinos comentaron en tertulia improvisada el hecho. Alguien afirmó que su dueño había finado dos semanas antes. Acabó sus días solo, sin el cariño de sus hijos, y olvidado por ajenos y conocidos. Poca gente, pese a ser del barrio de toda la vida, sabía del penar de aquel anciano. El coche, estacionado como estaba entre un flamante deportivo y un portentoso todoterreno, también pasaba desapercibido a ojos de paseantes y moradores, que fijaban sus miradas en los relucientes modelos aparcados a su alrededor. Al viejo auto, nadie le dirigió un gesto, ni tan siquiera de compasión. Al dueño, le pasó igual. Para su desgracia, ambos eran sombra de lo que en su día fueron.
En la informal cháchara, nadie del vecindario supo precisar el destino de ambos. Se daba por hecho que uno iría al desguace y el otro sería residuo de materia, aunque en el corro había serias dudas de cuál de los dos iría a lo primero y cuál a lo segundo.
……….
Curioso tiempo el que nos toca vivir, que trata por igual a personas y artilugios.
Nota.- Los relatos están copiados tal y como llegaron al concurso, sin corrección ortográfica ni estilística. Leído en la emisora de radio Onda Latina (www.ondalatina.es) el miércoles 5-V-2010.
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