Presumo que el arco iris intentó explicarnos con su espectro que la yuxtaposición de los colores no sólo ofrece variedad a nuestro albedrío, sino también la simbiosis para la integración. ¿No forma ese uno acaso parte de un todo, de ese todo que somos cada uno? Las energías solares reflejándose sobre vapores y gases nunca dudan de su necesidad de mimetismo para permitir el paso de la luminiscencia. Y esa naturaleza que también es nuestra es tangible sobre “la Rambla”. Si arribaran extraterrestres con tiempo limitado para informarse sobre todas las razas existentes del planeta, deberían detenerse en “la Rambla”. Aquí apreciarán que la tolerancia es la convicción de la coexistencia de variedades étnicas. Aquí observarán al mundo entero abreviado en una ciudad solidaria y cosmopolita. Pues todos parecen enorgullecerse de la sapiencia del precisarse, de la realidad de la semejanza humana aunque todos seamos diferentes, de la cultura de los sentidos…
Porque lo que digo lo personifican aquellos dos: esos que ya se han unido a pesar de temer fusionarse. Pero lo sé, porque los contemplo; sereno. Ella, tan rubia y atractiva; ofreciendo su arte ecléctico a los paseantes, lo percibe cautivada en cuanto la cruza. Él, un tanto azorado al principio, negando la posible unión entre un africano de color y una escandinava rubia, devolvía la mirada apasionada que ella parecía dedicarle. Y aunque la señorita obsequiara con su encanto a cada transeúnte, bien distinguía yo el cambio de expresión que de su rostro brotaba cada vez que él se avecinaba. La turbación del muchacho nacía en cuanto presuponía la posibilidad del rechazo, ya que en numerosas ocasiones -me descubría yo calculando- creía fortalecerse para por fin hablarle.
Una de esas alegres tardes de mayo fue la elegida por su valentía para declararse. Ella supo comprender ante su aproximación inusual que el día tantas veces esperado, arribaba. Su mirada parecía no querer enfrentar lo que tanto le cautivaba, pero yo estimaba que, a pesar, tenía a todos sus sentidos preparados para la hazaña. Lo demostraba aguardando estoica, pendiente. Y en cuanto él habló, lo escuchó con toda su atención. No lo miraba, tal vez por prudencia, pero una sonrisa exquisita revelaba que estaba encantada. Inspiró todo su ser cuando se pegó a ella y suspiró de gusto al sentirlo cerca. Y sin que él pudiera acotar nada, se lo dijo.
-Te estaba esperando.
Le entregó su mano y dejó que la condujera demostrándole confianza. En cuanto caminaron unos pasos, lo abrazó, y apoyó la cabeza sobre su hombro izquierdo. Él la contemplaba y se conmovía ante tanta belleza. Nunca imaginó algo semejante en este continente que en momentos lo rechazaba por su color. Muchas veces creyó, por su condición, estar privado para el amor. Pero ahora todo era diferente. Él; tan oscuro, ella; tan clara: ellos, se unificaban y se regocijaban. Le retribuyó el abrazo y habló. Le dijo que era preciosa y que hacía mucho tiempo lo creía. Ella le sonreía y repetía para él los mismos elogios. Se gustaban, se buscaban, se besaban, y su pequeño mundo compartido monopolizó el espacio y el tiempo de los circundantes curiosos. Dejaron sus sentidos en manos de la naturaleza y se interrelacionaron con ella.
No podía dejarlos ir, quería seguir comprobando en carne propia que los prejuicios sociales no eran más que desorientaciones culturales. ¿Qué más daba si en algunos se notaba que no compartían esa unión? ¿Qué me importaba que todos los miraran como a seres extraños, si ellos me concedían un claro ejemplo de tolerancia e integración? Yo abandonaba con ellos a los segregacionistas que, en sí, estaban infectados por la incultura de los sentidos corpóreos. Pues las razones de ese alguien que una vez dijo: “blanco mejor que negro; visitante peor que local; sexos por siempre enemistados; diferentes lenguas, religiones y razas no se pueden fusionar”, y otras tantas verdades vistas desde ojos que ven pero que no aprenden, no tienen fondo ante el ejemplo de esta pareja. Yo quería esa verdad; esa paz que ellos padecían porque se columbraban limpios.
Y por eso los seguí.
Ella volvió a besarlo, y le confesó que estaba feliz, como hacía mucho tiempo no lo sentía. Él flotaba en los sueños que se habían transformado en carne, y le estrechaba la mano para mantenerse en el ensueño. Caminaron hasta llegar al puerto. Querían estar más abrazados y por eso, supuse, se sentaron. La timidez del muchacho pareció sosegarse porque en realidad quería expresarse libremente. Y esa confianza fortuita era una excusa propicia para las confidencias, y se expresó.
-Y pensar que yo...
Sabía que podría liberarse pero el miedo retornaba. Mas no por la presencia de su alma gemela; no, la culpa la tenía la curiosidad o morbosidad de los andantes cuando no dejaban de mirar absortos ante algo que suponían anormal -aunque algunos rostros lo sentenciaran como amoral-. Pero yo los observaba fijamente exclamando sin palabras que enseñar un amor no es amoral; amoral es espiar a los que se aman.
Él reconquistaba el valor arrebatado y repetía...
-Y pensar que yo... que yo...
-¿Que yo, qué? -Preguntaba con dulzura; ella, tocando con su mano libre el rostro contiguo a su mejilla, como si buscara con el tacto reconocer a su igual-.
-Que yo nunca imaginé que alguien como tú... se fijaría... en alguien como yo...
-¿Por qué dices eso? -Ella seguía estrechándolo, pero algo cambiaba en su mirada. Estaba como ausente; pretendiendo, diría yo, interpretar la vacilación de su compañero-.
Volvió a besarla; sonriendo. Resolvió interiormente que su duda no le pertenecía. No, él creía en la igualdad que, hasta el momento, con la única que le importaba, compartía. ¿Entonces, por qué preocuparse? ¿Por qué no dejarse llevar por la misma naturalidad que su reciente amiga expandía? No hacía falta mencionarlo. Lo obvio era también la mutua atracción, y con eso estaba conforme.
Pero ella insistió, y le recordó su observación...
-¿Por qué alguien como yo no se fijaría en alguien como tú?
-Bueno, es tan evidente... -Creyó que con su risa acobardada resumiría todo. Sin embargo, ella quería saberlo-.
-¿Qué es tan evidente?
-La diferencia de color...
-¿Qué diferencia de color?
Yo sonreía sumergido en la misma ingenuidad que el muchacho, pero, cuán ridículo me sentí -como él- al comprobar la reciente crispación en la bella señorita y no comprenderlo. Él la miraba y gesticulaba muecas inciertas que, creía, explicarían la diferencia. Pero ella no veía lo que él expresaba. Sólo quería que le repitiera -literalmente- lo que dijo.
-¿Qué diferencia de color?
El muchacho dejó de sonreír, otorgándole con la inacción lo requerido. Cogió su delicada mano; pero no pudo besarla. Ella la retiró. Entonces él dijo.
-Que tú eres tan clara, y yo, tan oscuro...
De pronto ella río, pero fue más nerviosismo que conformidad, y por tanto fue su incoherencia la que preguntó.
-¿Pero qué dices? ¿Qué dices?
-Que soy africano de color y tú rubia escandinava...
No lo dejó continuar, extrajo de su bolso un bastón y mientras lo desarticulaba, exclamó.
-¿Un africano de color? ¿Conmigo? ¡Quién me viera!
Se levantó trastabillando, palpando lo que le quedaba del banco para comenzar a tantear con su bastón de ciega algún camino seguro que la eludiera de su pesadilla. De ese modo se marchó.
A las pocas semanas, la hermosa muchacha volvía a sonreír y a obsequiar con su encanto a los paseantes. Pero cuando alguno se le acercaba demasiado, comenzaba a palidecer.
El muchacho, a pesar de la injusticia, supo perdonarla. La observaba de lejos y decía.
“Pobre ciega. Le desperté el sentido de la incultura...”
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