- ¡Toni! ¡Toni!
Cuando llego a Santa Isabel, tomo conciencia de que llevan un buen rato gritando a mi espalda, aunque el tal o la tal Toni no se haya dado aún por enterado. Son voces femeninas, risueñas y burlonas, como si se dirigieran a alguien que les divierte, pero a quien desdeñan en el fondo. Voces en cualquier caso muy incómodas, para andar con ellas pegadas a la espalda. Doblo la esquina, confiando en que se queden atrás, y tuerzo hacia abajo, por la estrecha bocacalle donde vive mi tía.
Mi tía es una mujer mezquina con la que mi propia madre, que era su única hermana, nunca quiso trato. Al final sin embargo, en su lecho de muerte, nos encomendó encarecidamente que nos ocupásemos de ella. "Id a visitarla", susurró sin fuerzas. "Por todas las veces que no he ido yo."
Los tres nos miramos en silencio, dudando si la habríamos entendido. "¡Pero mamá!" estalló por fin Manolo. "¿Cómo puedes pedirnos eso? ¿No nos has contado mil veces que te robó la herencia del abuelo, que iba diciendo que papá era un borracho...?"
Paloma le dio un codazo para que se callara, porque no le parecía apropiado recordar esas cosas delante de una moribunda. Mi madre alargó la mano y cogió la mía, que era la que le quedaba más cercana. "Id a verla", suplicó con el último aliento.
Desde entonces, hace doce años ya, yo voy a verla un miércoles de cada dos a su piso de Lavapiés, en un antiguo caserón que hoy está en ruinas.
-¡Toni!- llaman de nuevo a mis espaldas, entre risas.
Creía que las había dejado atrás, pero lo visto también Toni ha elegido este callejón destartalado.
Delante de mí baja la cuesta un chico negro, que silba una canción, una pareja de turistas, que hacen fotos a todos los rincones, y una mujer muy peripuesta, que cuida de no engancharse los tacones en los salientes del adoquinado. Ninguno de ellos se vuelve a la llamada, así que ésta debe de dirigirse a alguien que vendrá detrás de mí, y que será sordo o no querrá contestar. Aminoro el paso a ver si me adelanta el perseguido, y con él sus perseguidoras, y me libro de ellos de una vez.
La calle donde vive mi tía huele a cerrado y está llena de mugre, como si fuera una antesala de su propia casa. Desde mi primera visita, siempre que llego, tras haber salvado la ruinosa escalera de peldaños mordidos por el tiempo, me sale a recibir con la caja de galletas con mantequilla, la misma de doce años atrás.
-Coge una. Son muy buenas.
Yo agradezco la oferta y la rechazo, y ella entonces tapa la caja de nuevo y la guarda cuidadosamente en el aparador, para la próxima vez. Es una especie de ritual, porque las galletas están ya momificadas y exhalan una peste a rancio que se queda flotando sobre los densos olores de la vivienda. Pero sirven para iniciar la conversación. Mi tía echa la llave sobre ellas como sobre un tesoro, se la guarda en el bolsillo de la bata, se sienta frente a mí en una silla torcida y quejumbrosa, que se parece un poco a ella, y empieza a lamentarse de que mi madre le quitó la herencia que mi abuelo le había dejado, y de que mi padre era un borracho, que se gastó el fruto del robo en las tabernas.
Mientras la escucho a medias me hago el propósito de no volver.
Pero sigo yendo, porque era yo quien estaba más cerca de la cama cuando mi madre extendió la mano suplicante, así que fue la mía la que cogió, y creo que es mi deber cumplir su último encargo. Lo que no me explico es el porqué de ese encargo, que más bien parece una venganza contra quien lo tiene que llevar a cabo. A veces, durante
la visita, se me ocurre que, pese a las apariencias, las dos hermanas estaban compinchadas para amargarme a mí un miércoles sí y uno no.
-¡Toni! ¡Toni! - insisten las voces a mi espalda, jubilosas.
Entre tanto el joven negro se ha metido en un portal, los turistas han torcido por una bocacalle hacia la iglesia, y la mujer emperifollada se pierde cuesta abajo sobre sus difíciles tacones. Me vuelvo con fastidio, y me sorprendo al no encontrar a nadie tras de mí, más que a las dueñas de las voces: dos chicas, que alzan las manos en señal de saludo, y un niño, que las sigue a saltitos.
Es evidente que me han confundido con alguien, aunque ahora, que me han visto la cara, se darán cuenta de su error. Conque reanudo mi camino.
-¡Pero Toni!- exclama una de ellas, que parece realmente sorprendida.
-¡Qué despiste lleva!- comenta la otra, con una pizca de desprecio.
No hay nadie más a lo largo de la calle, así que deben de referirse a mí. Es decir, no a mí, sino a alguien que se me parece mucho, porque yo no soy Toni.
-¡A ver si voy a ser Toni!- me digo con ironía.
La simple cuestión, por absurdo que resulte, me llena de vértigo, y sigo andando con paso inseguro hacia el portal de mi tía, que está muy cerca ya. Tengo la costumbre de adivinarlo sin mirar, guiándome por el olor a pis de gato que sale de su interior. Aminoro el paso, olfateando, y las chicas se detienen también. Lo mejor es que les haga comprender que se han equivocado de persona, así que me encaro con ellas.
-¡Menos mal que por fin te has dado cuenta, hombre!- exclama la más alta.
-¿Es que no nos oías?- pregunta llena de suspicacia la otra, que lleva una inquietante bufanda amarilla, colgada al cuello con forma de interrogación.
-¡Toni! ¡Toni!- salta el niño, abalanzándose sobre mí.
-¡Pero es que yo no soy Toni!- protesto.
La bajita tira pasmada de su bufanda, que se convierte en un signo de exclamación, y la otra picotea el aire con su nariz de pájaro.
-¡Anda éste!- exclama divertida.
-¿"Éste"? ¿Cómo que "éste"?- replico ofendida. Es cierto que llevo el pelo muy corto y no me he puesto pendientes, pero nunca hasta hoy me habían confundido con un hombre. De todos modos decido rápidamente que a partir de ahora usaré falda más a menudo. -Soy "ésta", por si no te has dado cuenta- le aclaro con frialdad. -Y no os conozco de nada. Y ahora, si no os importa, voy a casa de mi tía- añado, aunque no sé por qué tengo que dar explicaciones, ni por qué estas explicaciones van a convencerlas de mi identidad, ni qué me importa a mí que se convenzan.
-¡Pero Toni...!- exclaman al unísono, asombradas.
Sin hacer caso de su perplejidad, avanzo los dos pasos que me separan del portal, y a pesar de que siempre está abierto, toco el timbre.
-¿Quién es?- pregunta mi tía al instante.
-Yo- contesto bien alto, porque es para eso para lo que he llamado, para afirmar esa evidencia. -Soy yo- repito para cerciorarme. Y sí, que soy yo, ya lo sé, pero mis perseguidoras me clavan los ojos incrédulas, convencidas de que tienen delante al tal Toni haciéndose pasar por mí.
Mi tía, que no se fía del portero automático, sale al balcón a comprobar que de verdad soy yo. Aunque parezca una estupidez, por un momento temo que no me reconozca, pero alza el brazo en un saludo que me reconcilia con la realidad. ¡Que se enteren estas imbéciles! En la otra mano lleva ya la caja de galletas preparada, y por una vez me reconforta distinguir desde aquí ese gesto tan suyo, que normalmente aborrezco, de meter una uña debajo la tapa para hacer presión y abrirla.
-¡Entra, Toni!- dice a voces. -¡Sube, hijo!
Nota.- Los relatos están copiados tal y como llegaron al concurso, sin corrección ortográfica ni estilística.
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