-¿Funciona?
El viejo asintió pasando una mano por la cabeza del chico, que seguía observando minuciosamente el billete que tenía entre sus dedos.
-Pero está roto –dijo señalando a su abuelo una de las esquinas-, ¿vale así?
El anciano abrió la boca para decir algo pero no llegó a pronunciar vocablo, los padres del niño habían irrumpido en la sala; él, con una enorme bolsa de tela colgada de uno de sus hombros y ella, con las manos en el voluminoso vientre que lucía.
-Hasta luego, campeón, pronto tendrás una hermanita con la que jugar –aseguró el tipo a su hijo antes de volverse al viejo-, os llamamos en cuanto lleguemos.
Y tan rápido como aparecieron, se esfumaron. El niño volvió a mirar a su abuelo y éste se encogió de hombros.
-A esperar.
A esperar, todo quedaba en eso, en esperar. Su madre había engordado hasta casi no poder andar y ahora su padre prácticamente la empujaba para que corriera y él tuviera una hermanita. Eso era lo único que había sacado en claro, que tendría una hermana. Eso, y que un billete con una de sus puntas rotas “funcionaba”. Dos grandes misterios, sin duda. Para el primero aún tendría que esperar, ¿cómo sería tener una hermana? Esperar era, por lo visto, la solución. Pero resolver el segundo enigma podía ser mucho más rápido.
-Son seis con veinte –señaló el delgaducho dependiente de “Chuches y más”. El viejo entregó la compra al niño y sacó del interior de su abrigo el demacrado billete y un par de monedas. El tipo recogió el dinero, lo examinó ante la expectante mirada del chico y lo introdujo en la caja registradora.
Los vio partir y, de nuevo solo en la tienda, se dejó caer en la silla que tenía tras el mostrador. Aquel local que odiaba y al que estaba encadenado era lo único que tenía. Y viendo las ventas que hacía últimamente no era mucho. Sólo esos pocos metros cuadrados y él, nadie más. Y no sabía si eso se debía a que no había buscado bien o si había disimulado mal que no quería estar atado a nadie. Miró sus manos y las encontró arrugadas como pasas, ¿en que momento habían decidido volverse así? Una caja de chicles y varias tabletas de chocolate se colaron en su campo de visión al posarse en el mostrador.
-Hola.
Una voz femenina le sacó del letargo. Levantó la mirada y observó a una mujer morena de tez blanca y grandes ojos oscuros. La situó alrededor de los treinta años.
-Ocho euros –dijo tras calcular mentalmente el valor de la compra.
La mujer le entregó un billete de diez euros y guardó lo recién adquirido en el bolso. Después, tomó la vuelta de la arrugada mano del dependiente, que la observaba desde, creyó, cierta timidez.
Subió las escaleras hasta la primera planta del edificio de dos en dos. Abrió la puerta con un giro rápido de muñeca y encendió el ordenador. Su rostro se iluminó, tenía otro e-mail de él. Era corto pero conciso: Nos vemos luego, te quiero. ¡Sólo quedan dos días! Sus labios volvieron a ensancharse al imaginarle escribir aquello, parecían dos adolescentes. Se habían conocido hacía meses en Internet y por fin se acercaba el momento de verse en persona, de poderse regalar una caricia. Dos días, volvió a leer.
Acercó una silla a la mesa y se sentó frente al ordenador. Le contestó: ¡Sí, sólo dos días! ¡Qué lento corre el reloj! Esta noche te veré por aquí, sin poderte tocar, que remedio :(
Pulsó sobre “enviar” y fue entonces cuando se percató de que aún llevaba el abrigo puesto. Se lo quitó y telefoneó a un restaurante chino. Media hora después llamaron a su puerta y, al abrir, encontró a un joven de sonrisa y ojos rasgados. El tipo levantó las manos sujetando una bolsita blanca, que se contoneaba entre ellos como un péndulo.
-Son tlese con die.
La chica tomó la bolsa y vio la cuenta grapada cerca de una de las asas.
Apenas un minuto más tarde, el tipo bajó las escaleras. Una jornada laboral más, finalizada. En la puerta del portal esperaba la moto del restaurante. Presionó un interruptor cercano a una columna del recibidor y la puerta emitió un silbido. Tras aquello, tiró del pomo, el viento volvió a darle en la cara y una figura se le echó encima. En un abrir y cerrar de ojos se vio en el suelo con unas rodillas presionándole el pecho y un frío recorriéndole la garganta.
-¿Vendiste muchos rollitos de primavera? Yo me encargo de la recaudación.
La figura mantenía su identidad oculta con un pañuelo palestino.
-¡Vamos! –gritó quitándole la navaja del cuello para colocarla frente a sus ojos.
El oriental asintió y sacó de un bolsillo del chaleco que vestía varios billetes y algunas monedas.
Salió del portal lo más aprisa que sus piernas le dejaron. Dejó atrás a su víctima y a la moto, testigo silenciosa de la escena, y al doblar la esquina descubrió su rostro. Miró hacía atrás, nadie seguía su estela. Cruzó un par de calles, dobló varias esquinas más y finalmente entró en un bar.
-Hola guapa, ¿qué te pongo? –le dijo el camarero tras encontrar sitio en la barra, de espaldas a la puerta.
-Cerveza, un tercio –contestó ella echando una mirada a la calle por encima del hombro.
El camarero, un tipo orondo ataviado con un reseñable mostacho, le puso ante ella lo solicitado y ésta sacó lo sustraído. Le llamó la atención un billete de cinco euros roto por una de sus esquinas.
-Cóbrate –dijo entregándoselo.
El hombre asintió. Aquella chica le recordaba, con veinte años menos, a la mujer que había sido su esposa hasta que, hace cuatro meses, decidió cambiar drásticamente de vida empezando por él. Suspiró y dejó caer una lágrima tan intensa como invisible y muda para los parroquianos que llenaban el bar. Aquella noche cerró tarde, pero eso no le impidió madrugar. Salir de casa le ayudaba a olvidar.
El sol del domingo le calentó el ánimo y marchó hacía el campo de fútbol del barrio. Ver a chavales detrás de un balón le hacía retroceder a su juventud. Por el camino, se detuvo en el quiosco de prensa.
-¿Lo de todos los días? –Inquirió el “periodista”, que era como conocían al quiosquero. Pronto cumpliría treinta años entre diarios y revistas. Tras atender al dueño del bar se fijó que la mirada de un niño le atravesaba. A su lado, un anciano.
-Me ha dicho un pajarito que has tenido una hermanita.
El niño rió y cogió varios cuadernos para colorear.
-Se los voy a regalar. Seguro que le gustan.
-¿No es algo pequeña aún para estas cosas?
El anciano sonrió y le tendió un billete de diez euros. El niño se limitó a encoger los hombros. Nieto y abuelo se alejaron para tomar un taxi que les llevara al hospital.
-Vamos a ver cómo ha pasado Evita su primera noche –señaló el viejo observando una de las esquinas del billete que el “periodista” le había entregado con la vuelta, estaba rota. Frunció el ceño y se lo tendió a su nieto.
-Mira, ¿crees que funcionará?
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