Isabel Fraile Hernando
1er. Premio en el IV Concurso de Relato breve “José Luis Gallego”
Desde la otra acera un hombre ha contemplado el acto. Se arrebuja en su anorak y retoma el camino. En sus oídos aún suena el eco de los últimos aplausos. No es alto ni bajo, ni flaco ni gordo, a todas luces pasa desapercibido, como uno de tantos seres de la gran ciudad. Una sombra más. Cerca de allí, la boca del metro engulle almas sin parar. Ángel Solo se encamina hacia el acceso cálido con una bolsa semivacía entre las manos. Hoy fue más lejos que de costumbre de lo que temporalmente utiliza como hogar. Dentro del vagón repasa la jornada, igual a tantas otras desde que se quedó sin trabajo hace ya… Al principio no se inquietó, en unos meses todo iba a ser normal de nuevo.
-Con el paro y los ahorros podré ir tirando, gracias que no me dio por despilfarrar.
Marzo, abril, mayo…, un mes tras otro y las cosas igual. Terminó el primer año, el segundo…, se acabó el paro, ahora sobrevive con un subsidio exiguo. Cumplir con el alquiler del piso fue más, cada vez más arduo, ¿resultado?, se vio en la calle.
El verano no le preocupa, come dos veces diarias en un comedor social, por las noches, el césped mullido de algún parque le sirve de improvisado colchón. El aseo corporal tampoco le pone en un brete, cuando lo necesita duerme en un hostal, se ducha y afeita, eso ocurre una vez por semana, todo lo que le permite el dinero que cobra. En los despachos parroquiales de Cáritas le solucionan el vestir. Qué paradoja, él, que no cree en Dios.
Ahora en invierno deambula por los andenes del metro, con un periódico de tirada gratuita bajo el brazo, finge tener un destino al que ir. Ángel no quiere renunciar a su dignidad..., la dignidad de hombre. Apenas quedan viajeros en el vagón, cuando la voz metálica anuncia el final de trayecto. Afuera, el aire gélido le provoca un escalofrío. Esa zona también cuenta con los adornos luminosos de las próximas fiestas. Al fondo de la calle, el Hospital, imponente, mastodóntico.
Ángel mira las ventanas. Son como un gran dominó. Se dirige hacia el centro sanitario mientras piensa en qué planta le toca pernoctar hoy. No está en la misma dos noches seguidas, llamaría la atención. En las salas de espera para familiares no hay nadie a esas horas, los acompañantes están a pie de cama junto a sus seres queridos. Discreto, pasa a ser invisible a los ojos de las escasas personas que encuentra en los pasillos. Desde las pequeñas salas no se pueden ver las puertas de las habitaciones, eso da la sensación de no estar en un lugar donde reina el dolor y la enfermedad.
-En cierto modo soy un enfermo, un apestado, alguien que no contribuye en la sociedad, el no ser útil, también se considera un mal.
El sillón de escay negro le abraza acogedor. Por primera vez en mucho tiempo se siente desfallecer.
-Son estas malditas fiestas.
Reposa la cabeza en el respaldo y se queda dormido.
-Señor, señor.
La vocecilla va acompañada de un leve tirón de manga. Al abrir los ojos se encuentra con otros ojos cerca de su rostro. Da un leve respingo y se incorpora.
-Señor, ronca usted muy fuerte.
El dueño de la vocecilla es un niño de unos ocho años. Viste el pijama típico de hospital. Sin querer, esa noche Ángel se ha instalado en la planta infantil.
-¿Qué haces aquí solo, no hay nadie contigo? -Es lo primero que se le ocurre preguntar al niño.
-Mi mamá se quedó dormida en la habitación, como tú, pero ella no ronca. Me he despertado, no tengo sueño, y como me encuentro ya bien, salí a dar un paseo. ¿Sabes? Me han operado de la barriga, tengo una cicatriz, la vi hoy cuando han venido a curarme. El médico le dijo a mamá que mañana nos podíamos ir a casa, me puse muy contento porque va a ser pronto Navidad. Me gusta mucho la Navidad, en casa ponemos un belén pequeñito, no tenemos muchas figuras todavía. Y tú… ¿Por qué estás aquí? ¿Quién tienes malo?
Hubiera contestado que el alma, pero el niño no lo habría entendido. Eso fue lo que le empujó a mentir para salvar la dignidad otra vez.
-Yo..., bueno, sí…, tengo una niña…, mi hija que está malita. Su mamá está con ella, por eso me quedo aquí durmiendo, no quiero dejar solas a ninguna de las dos -Se escuchaba… Sí, la historia parecía creíble.
-Ah, tu hija tiene suerte, yo no tengo papá... Se marchó al cielo cuando yo era pequeño. Ahora cuido de mamá, dice que soy el hombre de la casa.
Ángel sonríe, aquella criatura cuenta con más responsabilidad que él.
-Bueno, señor, me tengo que ir. Si se despierta mi madre, y no me ve, se puede asustar. Tal vez piense que le dejé sola… Usted no se preocupe, su niña se pondrá buena como yo porque pronto va a ser Navidad.
Ángel se queda mirando al pequeño mientras desaparece por el recodo del pasillo. Por un momento se ha sentido padre de una niña ingresada allí. Por un momento se sintió parte del engranaje. Eso, por un momento, porque mañana, a pesar de las cercanas fiestas, seguirá sosteniendo su dignidad con un periódico bajo el brazo, mientras vaga por los andenes del metro.