Eugenio Rey Huerta
Finalista - Sigüeiro-Oroso (La Coruña)
Mi abuela Rosario aprendió a leer y a escribir para poder cartearse con Ángel, el que llegaría a ser su primer marido, el padre de su Angelín del alma. Los dos ángeles morirían demasiado pronto, dejándola viuda antes de cumplir los treinta y huérfana de su querido hijo apenas cumplidos los treinta y dos. Rosario apenas sabía escribir, pero era muy habladora, le encantaba contarte de todo; lo que le faltaba de escribidora lo suplía de sobra con su lengüecilla charlatana. Yo la recuerdo relatándome mil y una historias, pero mi paupérrima memoria me deja entrever sólo páginas sueltas de sus narraciones. De cuando la guerra… De su Angelín, «¡Oyyy, mi Angelín Dios mío!»… De su primer marido, Ángel, el carnicero… Del otro, Manuel, el marido que no lo fue, el padre de mi madre… De la Fuente Vieja de su Almonacid querido… De cuando me perdí, «Que me quitaste media vida, galán.»… De... Pero, por entonces, yo era un mocoso y aunque la escuchaba con la mejor intención del mundo, mi atención estaba en otras cosas más urgentes pero menos importantes; mucho menos. Ahora me doy cuenta de ello cuando trato de arañar en mi alma, sin éxito, las historias que me contaba. Me quedan retazos que entreveo por alguna rendija, pedacitos de vida que de vez en cuando asoman por debajo de esa alfombra que lo cubre todo y que ahora vuelvo a rescatar con cariño. Pero no son suficientes... Quiero más. Ella se lo merece. Por eso acudo a mi madre…
—Mira aquí su niño, cuando estaba sirviendo en San Sebastián. No se separaba de él ni un minuto —me dice mientras me enseña la fotografía—. Dice que le decía: «Mamá, ¿verdad que aquí parezco un principito?». Mira qué guapo está… ¡Pobrecico! ¡Qué pena más grande le dejaría a mi madre! Primero su marido y luego su niño. «Mis dos ángeles», como ella decía.
Mientras contemplo la fotografía…
…Vedá que aquí padezco un pincipito, mamá?
—Sí galán, que te quiero más que a mi vida.
—¿Ce la mandaz a papá?
—Sí, vida mía. Para que diga: «mira mi niño, si parece un principito».
—¿Esquibes a papá?
—Sí, que me está costando Dios y ayuda.
—¡Qué dedechitas haces las letas!
—Porque me fijo por los periódicos.
—¿Pedo poné mi nome a papá?
—Pero, galán, si todavía no sabes.
—Pedo me zujetaz la mano pada que no me tueza.
—¡Qué ermoso que eres! ¡Ay, Dios mío!, ¡qué bendición de Dios! Ven, que vamos a poner tu nombre a papá… Annnn…
—Annnn…
—geeee…
—geeee…
—líii…
—líii…
—lín.
—lín.
—¿Ves, qué bien?
—Zi… ¿Pone ahí Gelín?
—Sí, galán.
—¿Y po qué lo zabez?
—Porque es lo primerico que aprendí a escribir: An-ge-lín. Mira, esta de aquí es la a de Almonacid de Zorita, el pueblo de mamá.
—La a de Monací, el pebo de mamá.
—Ésta es la n de niño, como mi niño.
—La n de niño, como yo.
—Ésta es la g de guapura y de galán, como tú.
—La g de gapuda y de gadán…, como yo.
—Ésta es la e de ermoso como mi Angelín.
—La e de emoso como yo.
—Ésta es la l de lindeza como mi ángel.
—La l de… ¿qué es lindeza, mamá?
—Mi niño precioso.
—La l de pezoso como yo.
—¡Te comía!... Esta es la i de inteligencia a más no poder, como mi hijo.
—La i de teligencia a más no podé como yo.
—Y ésta es la misma de antes, la n de niño.
—Como yo.
—¿Ves, qué bien?
—¿Mamá?
—¿Qué?, vida mía.
—Quedo poné “papá”.
—A ver…, trae la manita… Ésta es la p de papá.
—La p de papá.
—Esta es la a de…
—De Almonací, el pebo de mamá.
—¡Pero qué listo que eres, galán!… Esta es la p de principito.
—La p de pincipito... ¿Mamá?
—¿Qué?, cariño mío.
—¿Cándo vamo a Madí? Quedo vé a papá.
—Pronto, galán; al terminar el verano.
Pero ese verano no se acabaría nunca para Rosario. Le duraría toda la vida. Una semana antes de recibir la carta de su esposa, Ángel, el padre del principito, moriría sin cumplir los treinta. El niño, apenas estaría con ella unos meses más.
A partir de entonces, Rosario, nunca más escribiría derechito.
—Y ésta es otra vez la a de Almonacid.
—La a de Almonací.
—¿Ves qué bien lo ha hecho mi niño?
—Sí, pedo ezta a se me ha tocío un poquito.
—Fue por mi culpa, ¡vida mía! Te apreté mucho la mano. ¡Es que te quiero tanto…!
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