Julia Jiménez Echenique
Finalista - Madrid
En ese instante despertó arrebatado. Se sentó en el catre y descubrió, no sin cierto alivio, que continuaba en su celda. Comenzaba a amanecer y varias palomas gorjeaban en el alféizar, cerca de los barrotes.
- Era tan real –susurró para sí.
Bajó al patio con los demás presos, encadenados los pies con grilletes. Las manos se liberaron para picar piedra durante horas. Grandes carros tirados por cuatro caballos se llevaban el elemento molido y regresaban nuevamente vacíos. El trabajo era extenuante, pero él temía cansarse en exceso y dormirse de nuevo para regresar a su horrible experiencia onírica de la noche anterior. Aunque no se puede huir de lo inevitable.
Tres horas más tarde, sus ojos se cerraron cargados de pesadez. Se descubrió caído sobre el barro y las ramas secas, en el mismo bosque donde quedó, en la misma oscuridad. Yacía boca abajo y la sombra tétrica que le había empujado, ahora olisqueaba sus ropas, en un hacer tan animal como humano. Él se quedó inmóvil, fingiendo estar desmayado, o quizás muerto. Su captor le asió entonces por la cintura y se lo cargó al hombro, tendiendo el tronco y la cabeza de él sobre la espalda del hombre-bestia. No le podía ver el rostro pero sí los andrajos que cubrían su cuerpo y las plantas de los pies desnudos, conforme caminaba, negras y ajadas como sueltas. También comprobó que sus muslos eran anchos y fornidos, con una musculatura prominente como la de su lomo. Le llevó hasta una gruta con paredes húmedas y pegajosas, cual boca de ballena. Aún asido por aquel ser, él tocó con su mano débil la textura del lugar, entre la oscuridad, por si podría reconocerlo después y escapar al fin. Fue, por el frío de la roca, que despertó agitado.
El corazón se le salía del pecho, creyó desfallecer por la falta de aire. El carcelero tocó con su llave gruesa el barrote y exclamó:
- ¡Eh, tú! ¡Silencio! O te callas o te vas a la celda de castigo, aquí no se puede gritar así, que tus compañeros tienen que dormir, mañana habrá mucha piedra que picar.
La luz de la laguna se proyectaba en el suelo. Asió su cazo y tomó agua de un cubo que les colocaban en la esquina, el líquido sabía a tierra y polvo pero, aún así, refrescó su garganta en llamas y pareció apaciguar su agitación. Caminó en círculos, dibujó en la pared, ajustó su catre, todo para no caer en su única pesadilla desgarradora. Le pareció que, de cuando en cuando, aún podía percibir el hedor de su captor, lo cual le estremecía sin remedio. Se sentó en el suelo, apoyado el tronco sobre el ladrillo, y tarareó entre susurros su melodía predilecta. No advirtió entonces que semejante hecho acunaría su obnubilación.
Se vio de nuevo en la gruta, ahora las manos atadas con trapos sucios, sin poder sentir llegar la sangre a las yemas de los dedos. Se revolvía desesperado, pero no lograba emitir sonido alguno, una herida supurante en su garganta había acabado con su voz. Su enemigo estaba de espaldas a él, frente a una hoguera encendida en el suelo. Removía algo, una suerte de puchero burbujeante. El pánico le paralizó, se imaginó luchando contra la cocción en un chillido ahogado y deseó despertar. La cárcel le pareció la mejor opción, su celda segura. Se pellizcó con fuerza, pero sólo obtuvo dolor. Abrió los ojos impetuosamente, dándose bofetadas al tiempo. Nada. Seguía en la misma posición, atrapado.
Entonces, como si de una revelación se tratara, se dio cuenta de que no estaba soñando. Aquello era real, la gruta, el asesino. Sólo la cárcel le fue ficticia y ahora era sólo una utopía a la que no podía regresar. El dolor de su tráquea en flor no le permitía conciliar el sueño de nuevo. El perseguidor se puso en pie y por fin mostró su rostro, deforme. Él se dejó hacer, aún admirado de lo que le había tocado vivir y de lo delgada que es la línea entre lo real y lo ficticio.
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