Consuelo Gómez González
3er. Premio – Madrid
Marina tiene seis años cuando suceden los acontecimientos que hoy nos cuenta y, mucho después, sigue siendo el primer recuerdo de su infancia que le viene siempre a la cabeza.
Nació en el inicio de los 60, en un pueblo pequeño de Extremadura cuyos habitantes vivían del campo. Eran tiempos muy difíciles para los campesinos. Muchas familias se vieron obligadas a emigrar a la capital en busca de trabajo y un porvenir para sus hijos. Este era el caso de su familia y así vivió Marina el traslado, o así al menos es como lo recuerda.
En la mesa camilla de la cocina, frente a la chimenea donde se reúnen para comer, su padre ha puesto un montón de golosinas, chocolates envueltos en papeles de colores y dulces con forma de muñecos que ha traído para ellos de su viaje. A la vez que les ayuda a desenvolver los paquetitos les cuenta que en unos días se irán todos a vivir a una ciudad mucho mejor, donde asistirán al colegio y tendrán muchos amigos. Marina y su hermano son muy pequeños y se olvidan de todo con la misma facilidad con que se fueron acabando las golosinas. Pero llegó el día y su madre le dijo:
- Hoy nos vamos a vivir a Madrid como os hemos contado, ve a despedirte de tus amigas y pídele las señas para escribirles cuando estemos allí.
Marina sale a la calle contenta porque la novedad –especialmente con la inocencia de un niño- es siempre una ilusión y también con tristeza, no entiende por qué se van ellos solos, sin sus amigas, ni los abuelos, ni los vecinos, ni la casa... Algunas de sus amigas se habían ido con sus padres poco antes, pero ella pensó que se iban porque eran pobres y se preguntaba:
-¿Qué será Madrid?
Ella, por más que se sube al cancho* más alto que encuentra en el campo, donde todos los domingos va la gente a pasear después de misa, por más que alarga la mirada todo lo que puede, solo ve el cielo en la lejanía. Ha oído hablar de España y cree que está en Mérida, un pueblo más grande que el suyo al que le han llevado en la viajera, así le llaman a la furgoneta que sirve para trasladar a los vecinos del pueblo a la Feria y viceversa.
Vive con sus padres y su hermano en su casa de la Calle Nueva. Es una casa grande, soleada, con muchas salas y un pasillo lleno de macetas desde la puerta de la calle hasta el patio. Un paraíso para ella y sus muñecas, donde hay plantas con flores y sillas en las que su madre y sus vecinas cosen. Allí le hacen los vestidos que se pone los domingos y, el día de la Fiesta Grande, que es la Virgen de la Salud, la Patrona del pueblo, siempre estrena uno, blanco con puntilla. En la Plaza le echan fotos que luego su madre regala a su abuela y sus tías.
Piensa que sus padres son ricos porque su casa es las más bonita del pueblo y la más grande y, además, siempre los ve reír. Le compran cosas, hacen dulces y la montan en las voladoras de la feria, por eso está desconcertada:
- ¿Si somos ricos, por qué nos vamos?
Antes de terminar de hacerse esa pregunta ya se ha olvidado de ella y de nuevo se ilusiona pensando en el desconocido Madrid. Se va corriendo a casa de su amiga a contarle todo lo que le ha dicho su madre. Está tranquila porque su madre sí quiere ir y seguro que es bueno.
Con su amiga, su mejor amiga, va a la Escuela de niñas de las Pepinas, -las llaman así porque su padre se llama Pepín-. Desde pequeñita le enseñan a leer, escribir y las cuentas. Se la llevan a su casa y la cuidan cuando su madre tiene que salir. También a la romería de la Virgen de la Salud. Los vecinos del pueblo cargan a la virgen desde la ermita y la llevan en procesión, luego se reúnen todos en el campo para comer y pasar el día. Por la tarde la devuelven a su casa, la Iglesia del Pueblo, románica, muy vieja y muy bonita. Recuerda, esto se lo contó su madre, cuando se fue sola a la Iglesia con cinco años. Quería hacer la primera comunión, que para eso se aprendió el Catecismo enterito. El cura se emocionó mucho y la llevó a casa porque en el pueblo todos se conocen y son amigos. De pronto siente miedo, tampoco el cura estará en Madrid y se hace el firme propósito de no soltar nunca la mano de su madre.
Se vuelve a casa. Ya da la sombra en la acera de su amiga y su madre le dijo que tenía que volver para prepararlo todo antes de las cinco. Cuando llegó se quedó sorprendida y, según recuerda hoy, ese fue el momento en que de verdad se dio cuenta que se iban del pueblo. En la casa vacía sólo quedan las macetas. En la puerta está parado un enorme camión, lleno. Los muebles de su casa están allí. También aguardan unas bolsas de las que usan para ir a comprar al comercio, en las que su madre ha guardado el avituallamiento para el camino, y muchas personas…, las conoce a todas.
Por fin llegó el momento. La despedida fue larga, todos querían besarla y abrazarla. El tío Manuel, el hermano mayor de su padre y el único de la familia que poseía un coche, fue el encargado de llevarlos a Mérida, ese pueblo grande cerca del suyo que tiene una feria gigante y que, seguramente, ahora lo llaman Madrid.
Cuando llegaron a la estación de ferrocarril ya era de noche y lo que ve es mucho movimiento de gente. Todos van y vienen con maletas, corren por el andén para localizar el vagón que les corresponde. Ellos hicieron lo mismo. Se agarró fuerte a la mano de su madre porque pensó que podía perderse.
A este tren le llaman el expreso y tarda toda la noche en llegar a Madrid, por eso van preparados con las bolsas de la comida. Su madre llevaba: tortilla, fruta y dulces. Cenaron por el camino. El tren era un pasillo largo con pequeños departamentos a un lado y ventanas al otro. Cada departamento tiene dos filas de asientos de tablas de madera. Ellos van acomodados en esos bancos pero hay mucha gente en el pasillo hablando y fumando. Su hermano dice que no tienen billete. Esa gente emigraba con lo puesto. La máquina de vapor hace mucho ruido y le asusta pero cuando llevan un rato con el traqueteo se queda dormida envuelta en una manta.
Aún no había amanecido cuando Marina se despertó. Alguien dijo:
- Mirad, aquello que se ve a lo lejos ya es Madrid.
Se pegó a la ventanilla y descubrió lo que tanto le había preocupado, al fin lo vio: Madrid era un cielo llenito de estrellas luminosas. Abrió mucho los ojos para ver todo bien. El tren se fue acercando a su destino y amaneció. Se quedó otra vez sorprendida porque su cielo de estrellas había desaparecido. Le explicaron que lo que vio eran las luces que iluminaban Madrid durante la noche, y que volvería a verlas todas las noches.
Al dejar la estación subieron a un taxi negro con una raya roja que lo atravesaba. En él hizo su primera salida por Madrid y no se perdió ni un detalle. Las casas eran edificios gigantes con muchos pisos, no como las casas de su pueblo que tenían una sola planta y un doblao al que se sube por una escalera estrecha que hay en el pasillo y donde se guardan muebles viejos, cacharros y las provisiones para vivir la familia todo el año. También se veía mucha gente por la calle y muchos coches. Se alegró al ver que no estarían solos como ella creyó cuando se despidieron al salir del pueblo.
El taxi paró en una calle que tenía a un lado y otro bloques de pisos con cinco plantas, todos iguales. Eran de ladrillo rojo con balcones blancos.
–Esta es nuestra casa -le dijo su madre-, ahora tenemos que subir al tercer piso.
Al entrar le pareció tan pequeña como una casita de cuento. Se preguntó dónde meterían los muebles que estaban en el camión y entendió por qué las macetas se habían quedado solas en el pasillo de su casa de la calle Nueva.
Marina se asomó a la terraza y recordó cuando subía al cancho* más alto en el campo de su pueblo y no veía Madrid. Aquí tampoco divisaba su pueblo. Lo que contempló era el gran descampado que iba más lejos de lo que su vista alcanzaba. En él, años después, se levantaría el Barrio de Aluche en el que Marina sigue viviendo hasta el día de hoy.
*Cancho.- Peñasco grande.
1 comentario:
Querida Consuelo. Antes que nada Felicitaciones por tu relato, y con él tu tercer lugar.
Es bello, tierno, y con un sabor a melancolía casi insostenible.
Agradezco, como extranjera, que me llevaras por recovecos donde aún no es pisado. Describes de buena manera los detalles, pues me sentí muy involucrada en ellos.
Con mucho cariño.
Adriana Salcedo
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