Adriana-Cecilia Salcedo Jaramillo
2º premio, ex aequo, en el IV Concurso de Relato Breve “José Luis Gallego”
Su llegada fue realmente cómica, no se percató del pequeño peldaño de la entrada, y al tropezar con él se desparramó por el piso. Mis compañeros y yo soltamos risas maliciosas. Se levantó con agilidad e indiferente a las burlas; eran sus papeles regados los que importaban, tomándose no se cuanto tiempo en recogerlos, hoja por hoja, hasta juntarlos todos.
-Busco al Sr. José Luis.
Para entonces mi risa se había borrado, su personalidad me impuso respeto. Me presenté ante él algo más acogedor, como para borrar mi mofa. Con un apretón de manos tomamos asiento; al preguntarle en qué lo podía ayudar, me llamó aún más la atención, detrás de esos lentes de botella percibí dos chispazos que no cesaban de palpitar.
-Tal vez usted pueda poner en orden estas páginas... Son tres historias entrelazadas en una... eh... yo soy el autor, y... no cuento con mucho dinero, sólo quisiera un pequeño tiraje en blanco y negro.
Tomé esas doscientas veinte páginas, leí algo entre líneas y supe que lo que tenía en mis manos era un tesoro; absorto en su lenguaje le dije casi sin mirarlo.
-Déjemelas para echarles un vistazo... ¡ah! anota algún teléfono en la recepción -le ofrecí mi mano... él me la tomó con las dos, y se fue.
Esa mañana con su tarde y parte de la noche confirmé su validez, cada historia me guiaba a la otra sin respiro, ¡cuánta vida expresada en palabras silenciosas!... En canto y en verso narraba toda una vida, como si fuese la tierra adormecida, quien lo conducía al alma humana.
Al llegar al final, estaba su firma y su nombre, Raúl Andrade. Tenía sólo veintiocho años.
Esas páginas hicieron que el diseño del libro apareciera en mi imaginación sin trabajo alguno... Usaría tres colores en la portada, la que sería de tapa dura, el papel ahuesado…
Cuando llegué a casa con aquella obra en la mano, casi sin respirar se lo contaba a mi esposa, ella no la soltó hasta la mañana siguiente. Con el asombro dibujado en su piel quiso conocer aquel hombre, necesitaba conversar, dialogar sus palabras... ¡Invítalo a la casa, por favor!
Fue así como Raúl llegó un fin de semana a nuestra casa. Lo esperamos con una exquisita cazuela, devoró el plato sin levantar la cabeza ¡tenía hambre! Poco le importaba disimularlo, era despreocupado de tantas trivialidades; ya en el segundo plato empezamos a conversar.
Cuando terminamos de almorzar le di sus páginas transformadas en libro, sus inquietas manos lo tomaron como creyendo que era de otra persona, al mirarlo aludió a su elegancia, y al detenerse en el título "Tres historias en Una" de Raúl Andrade, el mundo se detuvo. Lentamente reaccionaba frente a la realización de su sueño, llevándoselo al pecho dijo: no puedo pagar esto amigos. Isabel respondió, no se puede pagar porque la creación no tiene precio, entre ellas este tomo; por lo menos acepta el regalo de ponerlo a la altura de tan magistral trabajo. Inclinando la cabeza su pelo largo rozó sus manos. ¡No tengo palabras!, ni siquiera me conocen, puedo ser hasta un delincuente y ustedes me acogen como a un caballero.
La tarde y la noche fueron nuestras, pusimos el alma enfrente de cada uno. Supimos que Raúl vivía o sobrevivía en la clandestinidad; nosotros, no sé por qué motivo, en esos largos años no fuimos dañados.
Era hijo único y sus padres trabajaban en el Sur. En varios encuentros conocimos a su pareja, ambos componían una misma melodía.
Tuve que parar el tiraje de "Tres historias en Una". Un desconocido me entregó un pequeño papel que decía: “Amigo mío aún no es tiempo. Raúl”.
Aquella nota me produjo una profunda angustia por mi ya hermano; pero estaba obligado a callar y a esperar.
Pasaron algunas semanas, había terminado mi jornada..., en la calle escuché a mis espaldas ¡no de te des vuelta, te veo en el bar "El Quijote" a cinco cuadras!...y desapareció. Era Raúl.
Ya en el establecimiento nos pudimos abrazar casi sin soltarnos. Su larga cabellera fue cambiada por un corte tajante y sus ropas desatentas por un terno avejentado. ¡Eran tiempos terribles!
"El Quijote" era un lugar seguro para ambos y para otros; el toque de queda nos pilló sin apuro. Simplemente cerraron las puertas, con nosotros adentro, y unos pocos más; en ese momento el bar fue nuestro hogar. Se apagaron las luces del local y unas tenues velas fueron testigos de toda una noche de hermandad. Con Raúl se podía reír, llorar, me cobijaba su mirada siempre palpitante. El vino hizo su trabajo y nosotros recitábamos versos de vida, de muerte, de intimidades nunca contadas. Nos desnudamos por completo.
El amanecer golpeó la puerta. Debíamos despedirnos, pasarían algunas semanas para reencontrarnos. Con la quietud por lo compartido apretamos nuestras manos, y en silencio nos abrazamos, sin palabra alguna lo vi alejarse... Al gran artista en su disfraz envejecido.
Pasaron las semanas,…y algunos años. Raúl no llegaba a tocar mi espalda; lo esperé sin descanso, hasta que un día... lo vi. ¡Dios mío!... En el pecho de una madre encanecida, sus senos generosos recostaban la foto de Raúl con su larga cabellera y sus ojos palpitantes detrás de sus lentes de botella. Aquella fotografía decía: ¡Mi Hijo! Raúl Andrade ¡Detenido desaparecido! Seguí por horas a esa madre ¡La mujer del Sur! Toqué su espalda... al darse vuelta vi en sus ojos a mi amigo hermano...No pude sacar palabras de mi garganta acalambrada... le di mi tarjeta y la abracé.
Tiempo atrás "Tres historias en una" habían tomado rumbo propio, fueron dos mil ejemplares, para luego repetir otros dos mil y seguir con más.
La madre del Sur llegó con la tarjeta algo gastada a mi oficina una tarde de lluvia, con la dignidad de los que sufren a carne abierta. Esta vez me salieron algunas palabras y con ellas pude contar pedazos de nuestra inseparable amistad, tomé sus manos y deposité la obra, el libro del hijo que había parido, y un sobre que contenía el dinero generado de la venta de tantos ejemplares y subrayo ejemplares, porque la obra, era Raúl ¡Amigo Hermano!.
Hasta entonces el misterio de no haber sido tocado por los terribles años me alcanzó y me sentí parte de los ¡Desaparecidos!, de las voces que aúllan por siempre su ausencia.
Fue un domingo cuando caminábamos con Isabel, en el parque Forestal. Callados..., con los rostros caídos. El cielo rompió sin aviso y la lluvia lloró con nosotros nuestra rabia, odio. Porque el odio se clava en las carnes y agrietan lo vivido, sin permitir el olvido.
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