Protegedme de la sabiduría que no llora, de la filosofía que no ríe
somos ese quimérico museo de formas inconstantes,
ese montón de espejos rotos.
Jorge Luis Borges
La rectangular consulta estaba decorada por centenares de libros rancios, aglutinados entre los innumerables anaqueles de madera que rodeaban la sala. Tras un barroco buró francés estaba sentado un viejo doctor de mirada cansada, que con gesto rutinario tomaba papel y bolígrafo, al tiempo que con talante tranquilo se colocaba las lentes.
-Efectivamente doctor, he venido obligado a su consulta por el simple hecho de que no soporto las navidades ¡No creo que sea un hecho tan inusual en los tiempos que estamos! El otro motivo es que…bueno, me da vergüenza confesarlo, pero lo cierto es que no me gustan tampoco las personas de color-.
- ¿Quiere usted decir que se considera racista?-.
- Pues…a groso modo podría parecerlo... ¡Yo los acepto y respeto por supuesto! No hay nada que yo valore más que la solidaridad y la tolerancia a todo el género humano. Es solamente que hay algo en ellos que me hace desconfiar y no entiendo a qué se debe. ¿Usted considera que sufro alguna patología?-.
-No puedo diagnosticar nada así de pronto, pero una técnica que solemos emplear en el psicoanálisis es retroceder en el tiempo, y ver si podemos encontrar algún vestigio que tenga relación. Comenzaremos hablando de su infancia-.
Tuve que hacer algo que no recordaba haber hecho en años, y era apagar el teléfono. Me recosté en el dichoso diván mientras me maldecía por haber cedido a las peticiones de mi esposa. Al cabo de un rato comencé a contarle a aquel anciano desconocido toda la ristra de amigos, juegos y demás detalles que componían los elementos esenciales de mi infancia. Yo, un importante hombre de negocios, con un centenar de personas a mi cargo y una multiplicidad de decisiones arriesgadas que debía solventar cada día, estaba allí relatando las trampas que hacía mi amigo Juan cuando jugábamos a las canicas, o cuando Ana la niña más guapa de la escuela me llamaba empollón.
Después de estar una hora navegando en las aguas transparentes de mi puericia conseguí rescatar en mi memoria una imagen que había estado enterrada en las profundidades de mi ser. De repente abrí mis párpados para clavar mis húmedas pupilas en las del doctor. Guardé silencio por unos minutos que parecieron eternos. El reloj pendular que colgaba en la pared de enfrente marcaba su constante y rítmico tic tac en mitad de una sala bañada por la penumbra. Casi sin poder controlar el temblor de mis labios dije abruptamente:
-¡Lo siento Doctor, pero no puedo continuar!-.
El viejo psicólogo se inclinó de su vetusto asiento claramente intrigado por mi extraño proceder, y quitándose las gafas me dijo suavemente casi en susurros:
-Hijo, ésta es la mejor manera para que llegue la calma a esa mar embravecida que lucha en tu interior ¡Saca a flote tus recuerdos, no permitas que te hagan naufragar! ¡Dime! ¿Qué fue lo que viste?-.
Respiré hondo y apretando mis párpados para rastrear en las huellas perdidas de mi conciencia comencé a decir:
-Era la víspera de reyes, y aquel año había pedido un scalextric impresionante que disponía del más mínimo detalle. Antes de marcharme a la cama coloqué sobre la mesa de la cocina tres vasos de leche y una bandeja con bizcochos para los Reyes Magos. Recuerdo que aquella noche apenas era capaz de dormir pensando en el conjunto de luces, vagones y raíles que ascenderían por pequeñas colinas verdes, para finalizar bajando y atravesando túneles en un campo diminuto cargado de ensueños. De repente me acordé que debía de poner en el patio tres cubos con agua para los camellos, así que decidido me levanté de la cama, pero cuando bajaba por las escaleras ¡lo vi todo! Mis ojos no podían creerlo…-
Volví a callar por unos minutos. Sentía mi garganta completamente seca, por lo que me incorporé para tomar un poco de agua. Notaba la mirada expectante del doctor que tenía su atención concentrada tanto en mis palabras como en mis silencios. Me tendí y un rayo pálido de sol se coló por una de las vidrieras acariciándome el rostro con su calor. Intenté relajarme para proseguir narrando la desagradable anécdota.
-Pues bien doctor, como le iba diciendo, estaba bajando las escaleras cuando inesperadamente observé que justo al lado de la chimenea, entre el conjunto variopinto de golosinas y regalos estaba… ¡El Rey Baltasar besando apasionadamente a mi madre! ¡No podía creerlo! Subí rápidamente las escaleras hasta mi cuarto por temor de que me descubrieran. A la mañana siguiente tenía el deseado scalextric, pero ya no tenía ganas de jugar con él. No podía dejar de mirar a mi madre de reojo, sin comprender cómo podía seguir siendo tan cariñosa con mi padre después de su insólito comportamiento la noche anterior. ¡Era sorprendente lo bien que sabía fingir! Yo estaba completamente desconcertado por aquel beso entre ella y el Rey Baltasar que para colmo había sido siempre mi preferido al ser el único de los tres que venía a visitarme cada madrugada de Reyes. Siendo incapaz de admitir que un Rey Mago se aprovechara de la confianza ofrecida por mi madre, decidí borrarlo de mi mente. Creo doctor que finalmente hemos encontrado la clave, supongo que ahora me dirá que ya soy un hombre maduro y que si quiero cambiar mi actitud debería no darle más importancia a aquel beso y resignarme a aceptar el pasado-.
El doctor con mirada perpleja se inclinó aún más de su asiento y me preguntó:
-¿Está usted diciéndome que todavía cree que existen los Reyes Magos? ¿Piensa que son reales?-
A lo que respondí sin el menor atisbo de dudas.
- ¡Por supuesto! ¿Usted No?
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