Era un rojo atardecer veneciano. El sol, bola de fuego, caía lentamente por el horizonte para esconderse en lo más profundo del mar.
El pintor, en pie, observaba con detalle los cambios de tonalidad del cielo y del agua que, mecida por una suave brisa, a veces parecía oro líquido y, otras, la sangre derramada por los miles de soldados muertos en las incontables batallas que se fraguaron en aquel lugar. Por fin el sol cayó, y un chisporroteo de fuegos de colores saltó del agua hasta casi tocar el cielo. Un escalofrío de solitario placer recorrió el cuerpo del joven. Ni Onán con sus manos lo logró mayor.
Corrió al estudio a través de estrechas callejuelas, de cruzar varios puentes sobre el Gran Canal. Aquella explosión de luces, contraluces, colores y formas desdibujadas debían pasar a la tela. Sin pérdida de tiempo, una vez llegado a su destino, preparó los lienzos alineándolos en la gran pared del taller. A continuación mezcló los óleos y dio comienzo a su obra. De manera febril iba de una a otra tela, plasmando en ellas no sólo sus sensaciones visuales recientes, sino dando forma y color a sus propios sentimientos, al alma entera, si es que aquello era posible. Trabajó día y noche. No descansó hasta verla terminada.
A pesar de su espíritu crítico y destructivo le pareció genial. Tenía algo que no sabía definir pero que, al contemplarlo, le embotaba los sentidos, le llenaba de autocomplacencia y le hacía audaz. Aunque eufórico, se sintió muy cansado. ¿Durante cuánto tiempo pintó? Ni él mismo podía precisarlo. El sueño le rindió finalmente.
Una vez despierto y relajado, tras dos días de descanso, se percató que habían transcurrido más de dos largas semanas desde que, aquel rojo atardecer, le trastornara. Observó nuevamente y con detalle su obra. Llegó a la conclusión que aquellos cuadros debían ser expuestos, salir a la luz, era lo mejor que había hecho en años. Conocía a la persona idónea y que podría ayudarle, si es que no continuaba enfadada con él. Pensó en telefonear, mas decidió arreglarse y presentarse en la galería de arte.
El camino se le hizo corto. Algo le daba aquel extraño empuje tan inusual en él. Se propuso tomar las riendas en esta nueva situación. Si antes había sido ella la fuerte, quien tomaba las decisiones, su mayor crítica y destructora, ahora todo eso iba a terminar. En el fondo el pintor sabía que a ella le habría gustado ser dominada por él, sentirse, en algún momento de la relación, el sexo mal llamado débil.
Atravesó la galería de arte con paso firme. Entró en el despacho, cogiéndola por sorpresa. Sin darle tiempo a hablar le espetó:
- He venido para que me acompañes.
- Decidimos dejarlo. ¿No lo recuerdas? -Respondió ella con voz fría y cortante.
- No estoy aquí para continuar nada. Cierra la galería y ven conmigo.
Su tono autoritario la desarmó. El acero de sus ojos se transformó en curiosidad. Le acompañó sin rechistar, como un autómata. Una vez en el taller, admiró la obra del joven. Al contemplarla los recuerdos volvieron a su mente, pero los desechó de inmediato. Estaba allí como crítica. Jamás como mujer. El pintor aguardaba, expectante, su opinión. Después de un minucioso estudio de todos y cada uno de los lienzos, la galerista dijo con una admiración que le era imposible disimular:
- Has querido, como Caco, disfrutar tú sólo de la luz, de las formas, de los contrastes, guardando en el taller tu particular rapiña -después de un tenso silencio le anunció-: antes de un mes todo esto quedará expuesto, conseguirás hacerte famoso.
A la semana siguiente ya estaban preparadas las invitaciones, enviados a los periódicos los anuncios de la exposición que tendría lugar en breve. Los cuadros fueron sacados del taller. Una vez en la galería los colocaron e iluminaron con gran destreza, aportando nuevo colorido a la antigua sala, rejuveneciéndola.
Llegó el gran día. El joven pintor obtuvo un éxito sin precedentes. Los críticos alabaron su genialidad, su buen hacer con los pinceles y el gran dominio en las mezclas e invención de tonos y colores. Todos ellos llegaron también a una misma conclusión:
- Era una muestra magnífica, estremecedora e inquietante.
Después de contemplar aquellas telas, los invitados, visitantes y curiosos habían sentido internamente cómo afloraban deseos y secretos ocultos. Algunos llegaron a admitir que les invadió la concupiscencia, a otros la gula, a otros la envidia por no poder realizar una obra parecida, a otros la audacia... Pero aquellos fuegos se apagaron poco después de contemplar la muestra y verse inmersos en sus vidas cotidianas.
De nuevo, un rojo atardecer caía sobre Venecia, dando lugar a una explosión de gozo y sensualidad dentro de una vieja galería de arte, ya cerrada al público. En ella tan sólo estaban los cuadros, pero también el autor y la galerista que recomenzaban algo dejado tiempo atrás, pero nunca olvidado del todo. Tras el fuego siempre quedan rescoldos listos para producir un incendio nuevo, a veces incluso más intenso.