Catorce pies
|
Imagen obtenida en Internet |
Alexandr Grin
I
-¿Así que ella les dio
calabaza a los dos? -dijo el dueño de la posada a modo de despedida-. ¿Y
ustedes qué dijeron?
Rod levantó el sombrero
sin pronunciar una palabra y salió; lo mismo hizo Crist. Los dos mineros se
sentían molestos por haber hablado demasiado la noche anterior bajo los efectos
del alcohol. Ahora el posadero se estaba riendo de ellos; al menos esta última
pregunta no ocultaba la intención de su burla. Cuando la posada quedó detrás
del recodo del camino, Rod dijo con una risita incómoda:
-Fue idea tuya lo de
tomar vodka. Si no fuera por eso Kate no tendría que sonrojarse de pena por
nuestra conversación, y eso que la muchacha está a dos mil millas de aquí.
Qué le importa a este tiburón...
-Si no le dijimos nada
importante -contestó Crist enfadado-. Bueno... tú te enamoraste, yo me
enamoré... nos enamoramos de la misma. A ella le da lo mismo... Total, era una
conversación sobre las mujeres.
-Es que tú no entiendes
-dijo Rod-. No estuvo bien mencionar su nombre en este... en un mostrador.
Bueno, que no se hable más de esto.
Aunque la muchacha
estaba bien instalada en el corazón de cada uno de ellos, siguieron siendo
amigos. Era difícil decir qué hubiera pasado de haber preferido a uno. El
infortunio sentimental los acercó más todavía; en sus pensamientos estaban
mirando a Kate por un telescopio, y no existen almas tan cercanas como las de
los astrónomos. Por esta razón sus relaciones no se habían afectado. Como había
dicho Crist: “a Kate le daba lo mismo”. Pero no del todo. Sin embargo ella
callaba.
II
“El que ama llega hasta
el final.” Cuando los dos hombres -Rod y Crist- habían llegado para despedirse,
ella pensó que el de sentimiento más sólido y fuerte regresaría para
repetir su declaración de amor. Aunque quizás un poco cruel, éste era el
razonamiento de una Salomón con faldas de dieciocho años. Entre tanto, a la
muchacha le gustaban los dos. No entendía cómo ellos podrían separarse de ella
a más de veinticuatro millas sin el deseo de regresar dentro de veinticuatro
horas. Sin embargo, el aspecto serio de los mineros, sus mochilas bien
amarradas y las palabras que se dicen solamente en una verdadera despedida, la
enfadaron un poco. Sintió un peso en el alma y se vengó.
-Vayan -dijo Kate-. El
mundo es grande. No van a pasar toda la vida pegados a la misma ventana.
Al decir esto ella
pensaba que pronto, muy pronto, volvería el alegre y simpático Crist. Después,
cuando había pasado un mes, la solidez de este período la llevó a pensar en
Rod, con quien ella siempre se había sentido más natural. Rod era cabezón,
forzudo y de pocas palabras, pero la miraba de una forma tan mansa que ella un
día le dijo: "¡Pío, pío, pío!"
III
Para llegar a las
Canteras del Sol por el camino más corto había que atravesar las montañas, una
rama de la cordillera que cruzaba el bosque. De los senderos que pasaban
por allá, de su sentido y conexiones, los viajeros se enteraron en el hotel.
Todo el día caminaron siguiendo la ruta correcta, pero al caer la tarde
empezaron a confundirse. El error más grande lo cometieron al lado de la Piedra
Plana, un pedazo de roca derribado por un terremoto. Por culpa del cansancio la
memoria los había traicionado y empezaron a ascender cuando había que caminar
una milla y media a la izquierda y sólo después subir.
A la caída del sol,
después de salir de una espesura casi impenetrable, los mineros se encontraron
frente a una grieta. El ancho del precipicio era bastante significativo, pero
parecía estar al alcance del salto de un caballo. Al verse perdidos los mineros
se separaron: uno fue a la izquierda y otro a la derecha; Crist llegó a un
abismo infranqueable y regresó; dentro de media hora regresó también Rod, había
llegado al lugar donde la grieta se dividía en dos corrientes de agua que caían
al precipicio.
Los caminantes se
encontraron en el mismo lugar donde habían visto la grieta por primera vez.
IV
El otro lado del
precipicio parecía estar tan cerca, al alcance de un puente corto. Crist,
enojado, dio una patada en el suelo y se rascó la nuca. El otro lado del
precipicio estaba bastante inclinado y cubierto de gravilla, pero entre todos
los lugares que recorrieron para encontrar un atajo éste era el más estrecho.
Rod tiró la soga con una piedra amarrada para medir la distancia: eran casi
catorce pies. Miró a su alrededor: los arbustos secos parecidos a un cepillo
cubrían el altiplano; se ponía el sol. Podían regresar y perder un par de días,
pero allí abajo, a lo lejos, brillaba el fino lazo del río Ascenda, a la
derecha de su curva estaban las Montañas del Sol con sus minas de oro. Cruzando
la grieta ahorrarían unos cinco días de camino. Retroceder y retomar el camino
que los llevaría al río formaba una gran letra “S” que podían cruzar ahora en
línea recta.
-Si hubiera un árbol
-dijo Rod- pero no hay ningún árbol. Nada que poner de puente, tampoco hay
dónde enganchar la soga del otro lado. Hay que saltar.
Crist miró y asintió con
la cabeza. Realmente, el terreno estaba cómodo para coger impulso, ligeramente
inclinado hacía la grieta.
-Tienes que pensar que
es una tela negra -dijo Rod-, eso nada más. Imagínate que no hay precipicio.
-Claro -dijo Crist,
distraído-. Un poco de frío... Como un baño...
Rod se quitó la mochila
y la tiró al otro lado, lo mismo hizo Crist. Ahora no tenían otra salida que
cumplir lo que habían decidido.
-Vamos... -empezó Rod,
pero Crist, que era más nervioso, incapaz de aguantar la espera, lo apartó con
la mano.
-Yo primero, después tú
-dijo-. Es una bobería. Coser y cantar. ¡Mira!
Actuando sin pensar para
prevenir un perdonable ataque de miedo, se apartó, corrió, se impulsó con el
pie, voló hacia su mochila y aterrizó de bruces. En el punto más alto de este
salto desesperado Rod hizo un esfuerzo interior para ayudar al saltador con
todo su ser. Crist se levantó. Estaba un poco pálido.
-Listo -dijo-. Te espero
con el primer correo.
Rod lentamente caminó hacía la parte
elevada, se frotó las manos y con la cabeza baja se echó a
correr hacia el precipicio. Su cuerpo pesado parecía despegar con la fuerza de un ave. Después
que Rod corrió, se impulsó y se separó de la tierra,
Crist, sin esperarlo él mismo, de pronto se lo imaginó cayendo al profundo
abismo. Era un pensamiento maligno, de los que un hombre no puede controlar. Es
posible que el saltador lo percibiera. Rod, dejando la tierra, tuvo la
imprudencia de mirar a Crist... y esto lo sacó de paso.
Cayó en el borde,
enseguida levantó la mano y agarró la de Crist. Todo el vacío de abajo retumbó
dentro de él, pero Crist agarraba duro, después de atraparlo en el último instante.
Un momento más y la mano de Rod se hubiera perdido en el vacío. Crist se acostó
resbalando sobre las pequeñas piedras que caían al precipicio. Su brazo se
estiró y se puso rígido bajo el peso de Rod, pero arañando la tierra con las
piernas y con el brazo libre, con la rabia de sentirse víctima y con la pesada
inspiración del peligro, aguantaba la mano apretada de Rod.
Rod veía bien y
comprendía que Crist estaba resbalando.
-Suéltame -dijo Rod con
una voz tan horrible y fría que Crist gritó pidiendo ayuda, sin saber a
quién-. ¡Te vas a caer, te lo estoy diciendo! –continuó Rod-. Suéltame y no te
olvides, que es a ti a quien ella estaba mirando de forma diferente.
Así Rod había delatado
su secreta y amarga convicción. Crist no contestó.
Estaba callado y
expiando su pensamiento: el pensamiento sobre Rod saltando al vacío. Entonces
Rod sacó la navaja del bolsillo, la abrió con los dientes y la clavó en la mano
de Crist. La mano se abrió... Crist miró abajo: con todas sus fuerzas evitó la
caída, se alejó arrastrándose y vendó la mano con el pañuelo. Pasó un tiempo
sentado, aguantando con las manos el corazón donde estaba tronando; al fin se
acostó, apretó las manos contra la cara y todo su cuerpo empezó a sacudirse en silencio.
En invierno del próximo
año entró al patio de la granja de Carroll un hombre muy bien vestido y antes
de que pudiera mirar a su alrededor, una joven de aspecto independiente, pero
con la cara estirada y tensa, salió corriendo a su encuentro, después de tirar
varias puertas dentro de la casa y asustar a los pollos.
-¿Dónde está Rod?
-preguntó apurada, casi sin saludar-. ¿Usted viene solo, Crist?
“Si ya hiciste tu
elección no te equivocaste” -pensó el visitante.
-Rod... -repitió Kate-.
Ustedes siempre andaban juntos...
Crist tosió, miró a un
lado y se lo contó todo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario