Virginia Woolf
Inglaterra: 1882-1941
|
Cuarteto de cuerda - Imagen obtenida en Internet |
El cuarteto de cuerda
Bueno, aquí estamos, y si lanzas una
ojeada a la estancia, advertirás que el ferrocarril subterráneo y los tranvías
y los autobuses, y no pocos automóviles privados, e, incluso me atrevería a
decir, landós con caballos bayos, han estado trabajando para esta reunión,
trazando líneas de un extremo de Londres al otro. Sin embargo, comienzo a
albergar dudas... Sobre si es verdad, tal como dicen, que la Calle Regent está
floreciente, y que el Tratado se ha firmado, y que el tiempo no es frío si
tenemos en cuenta la estación, e incluso que a este precio ya no se consiguen
departamentos, y que el peor momento de la gripe ha pasado; si pienso en que he
olvidado escribir con referencia a la gotera de la despensa, y que me dejé un
guante en el tren; si los vínculos de sangre me obligan, inclinándome al
frente, a aceptar cordialmente la mano que quizá me ofrecen dubitativamente...
-¡Siete años sin vernos!
-La última vez fue en Venecia.
-¿Y dónde vives ahora?
-Bueno, es verdad que prefiero que
sea a última hora de la tarde, si no es pedir demasiado...
-¡Pero yo te he reconocido al
instante!
-La guerra representó una
interrupción...
Si la mente está siendo atravesada
por semejantes dardos, y debido a que la sociedad humana así lo impone, tan
pronto uno de ellos ha sido lanzado, ya hay otro en camino; si esto engendra
calor, y además han encendido la luz eléctrica; si decir una cosa deja detrás,
en tantos casos, la necesidad de mejorar y revisar, provocando además
arrepentimientos, placeres, vanidades y deseos; si todos los hechos a que me he
referido, y los sombreros, y las pieles sobre los hombros, y los fracs de los
caballeros, y las agujas de corbata con perla, es lo que surge a la superficie,
¿qué posibilidades tenemos? ¿De qué? Cada minuto se hace más difícil decir por
qué, a pesar de todo, estoy sentada aquí creyendo que no puedo decir qué, y ni
siquiera recordar la última vez que ocurrió.
-¿Viste la procesión?
-El rey me pareció frío.
-No, no, no. Pero, ¿qué decías?
-Que ha comprado una casa en
Malmesbury.
-¡Vaya suerte encontrarla!
Contrariamente, tengo la fuerte
impresión de que esa mujer, sea quien fuere, ha tenido muy mala suerte, ya que
todo es cuestión de departamentos y de sombreros y de gaviotas, o así parece
ser, para este centenar de personas aquí sentadas, bien vestidas, encerradas
entre paredes, con pieles, repletas, y conste que de nada puedo alardear por
cuanto también yo estoy pasivamente sentada en una dorada silla, limitándome a
dar vueltas y revueltas a un recuerdo enterrado, tal como todos hacemos, por
cuanto hay indicios, si no me equivoco, de que todos estamos recordando algo,
buscando algo furtivamente. ¿Por qué inquietarse? ¿Por qué tanta ansiedad
acerca de la parte de los mantos correspondiente al asiento; y de los guantes,
si abrochar o desabrochar? Y mira ahora esa anciana cara, sobre el fondo del
oscuro lienzo, hace un momento cortés y sonrosada; ahora taciturna y triste,
cual ensombrecida. ¿Ha sido el sonido del segundo violín, siendo afinado en la
antesala? Ahí vienen. Cuatro negras figuras, con sus instrumentos, y se sientan
de cara a los blancos rectángulos bajo el chorro de luz; sitúan los extremos de
sus arcos sobre el atril; con un simultáneo movimiento los levantan; los
colocan suavemente en posición, y, mirando al intérprete situado ante él, el
primer violín cuenta uno, dos, tres... ¡Floreo, fuente, florecer, estallido! El
peral en lo alto de la montaña. Chorros de fuente; gotas descienden. Pero las
aguas del Ródano se deslizan rápidas y hondas, corren bajo los arcos, y
arrastran las hojas caídas al agua, llevándose las sombras sobre el pez de
plata, el pez moteado es arrastrado hacia abajo por las veloces aguas, y ahora
impulsado en este remanso donde -es difícil esto- se aglomeran los peces, todos
en un remanso; saltando, salpicando, arañando con sus agudas aletas; y tal es
el hervor de la corriente que los amarillos guijarros se revuelven y dan
vueltas, vueltas, vueltas, vueltas -ahora liberados-, y van veloces corriente
abajo e incluso, sin que se sepa cómo, ascienden formando exquisitas espirales
en el aire; se curvan como delgadas cortezas bajo la copa de un plátano; y
suben, suben... ¡Cuán bella es la bondad de aquellos que, con paso leve, pasan
sonriendo por el mundo! ¡Y también en las viejas pescaderas alegres, en
cuclillas bajo arcos, viejas obscenas, que ríen tan profundamente y se
estremecen y balancean, al andar, de un lado para otro, ju, ja!
-Mozart de los primeros tiempos,
claro está...
-Pero la melodía, como todas estas
melodías, produce desesperación, quiero decir esperanza. ¿Qué quiero decir?
¡Esto es lo peor de la música! Quiero bailar, reír, comer pasteles de color de
rosa, beber vino leve y con mordiente. O, ahora, un cuento indecente... me gustaría.
A medida que una entra en años, le gusta más la indecencia. ¡Ja, ja! Me río.
¿De qué? No has dicho nada, ni tampoco el anciano caballero de enfrente. Pero
supongamos, supongamos... ¡Silencio!
El melancólico río nos arrastra.
Cuando la luna sale por entre las lánguidas ramas del sauce, veo tu cara, oigo
tu voz, y el canto del pájaro cuando pasamos junto al mimbral. ¿Qué murmuras?
Pena, pena. Alegría, alegría. Entretejidos, como juncos a la luz de la luna.
Entretejidos, sin que se puedan destejer, entremezclados, atados con el dolor,
liados con la pena, ¡choque! La barca se hunde. Alzándose, las figuras
ascienden, pero ahora, delgadas como hojas, afilándose hasta convertirse en un
tenebroso espectro que, coronado de fuego, extrae de mi corazón sus mellizas
pasiones. Para mí canta, abre mi pena, ablanda la compasión, inunda de amor el
mundo sin sol, y tampoco, al cesar, cede en ternura, sino que hábil y
sutilmente va tejiendo y destejiendo, hasta que en esta estructura, esta
consumación, las grietas se unen; ascienden, sollozan, se hunden para
descansar, la pena y la alegría. ¿Por qué apenarse? ¿Qué quieres? ¿Sigues
insatisfecha? Diría que todo ha quedado en reposo. Sí, ha sido dejado en
descanso bajo un cobertor de pétalos de rosa que caen. Caen. Pero, ah, se
detienen. Un pétalo de rosa que cae desde una enorme altura, como un diminuto
paracaídas arrojado desde un globo invisible, da la vuelta sobre sí mismo, se
estremece, vacila. No llegará hasta nosotros.
-No, no, no he notado nada. Esto es
lo peor de la música, esos tontos ensueños. ¿Decías que el segundo violín se ha
retrasado?
Ahí va la vieja señora Munro,
saliendo a tientas. Cada día está más ciega, la pobre. Y con este suelo
resbaladizo. Ciega ancianidad, esfinge de gris cabeza... Ahí está, en la acera,
haciendo señas, tan severamente, al autobús rojo.
-¡Delicioso! ¡Pero qué bien tocan!
¡Qué - qué - qué!
La lengua no es más que un badajo. La
mismísima simplicidad. Las plumas del sombrero contiguo son luminosas y
agradables, como una matraca infantil. La hoja del plátano destella en verde
por la rendija de la cortina. Muy extraño, muy excitante.
-¡Qué - qué - qué! ¡Silencio!
Estos son los enamorados sobre el
césped.
-Señora, si me permite que coja su
mano...
-Señor, hasta mi corazón le
confiaría. Además hemos dejado los cuerpos en la sala del banquete. Y eso que
está sobre el césped son las sombras de nuestras almas.
-Entonces, esto son abrazos de
nuestras almas.
Los limoneros se mueven dando su
asentimiento. El cisne se aparta de la orilla y flota ensoñado hasta el centro
de la corriente.
-Pero, volviendo a lo que hablábamos.
El hombre me siguió por el pasillo y, al llegar al recodo, me pisó los encajes
del viso. ¿Y qué otra cosa podía hacer sino gritar ¡Ah!, pararme y señalar con
el dedo? Y entonces desenvainó la espada, la esgrimió como si con ella diera
muerte a alguien, y gritó: ¡Loco! ¡Loco! ¡Loco! Ante lo cual yo grité, y el
príncipe, que estaba escribiendo en el gran libro de pergamino, junto a la
ventana del mirador, salió con su capelo de terciopelo y sus zapatillas de
piel, arrancó un estoque de la pared -regalo del rey de España, ¿sabe?-, ante
lo cual yo escapé, echándome encima esta capa para ocultar los destrozos de mi
falda, para ocultar... ¡Escuche! ¡Las trompas!
El caballero contesta tan aprisa a la
dama, y la dama sube la escalinata con tal ingenioso intercambio de cumplidos
que ahora culminan con un sollozo de pasión, que no cabe comprender las
palabras a pesar de que su significado es muy claro -amor, risa, huida,
persecución, celestial dicha-, todo ello surgido, como flotando, de las más
alegres ondulaciones de tierno cariño, hasta que el sonido de las trompas de
plata, al principio muy a lo lejos, se hace gradualmente más y más claro, como
si senescales saludaran al alba o anunciaran temiblemente la huida de los
enamorados... El verde jardín, el lago iluminado por la luna, los limoneros,
los enamorados y los peces se disuelven en el cielo opalino, a través del cual,
mientras a las trompas se unen las trompetas, y los clarines les dan apoyo, se
alzan blancos arcos firmemente asentados en columnas de mármol... Marcha y
trompeteo. Metálico clamor y clamoreo. Firme asentamiento. Rápidos cimientos.
Desfile de miríadas. La confusión y el caos bajan a la tierra. Pero esta ciudad
hacia la que viajamos carece de piedra y carece de mármol, pende eternamente,
se alza inconmovible, y tampoco hay rostro, y tampoco hay bandera, que reciba o
dé la bienvenida. Deja pues que tu esperanza perezca; abandono en el desierto
mi alegría; avancemos desnudos. Desnudas están las columnatas, a todos ajenas,
sin proyectar sombras, resplandecientes, severas. Y entonces me vuelvo atrás,
perdido el interés, deseando tan sólo irme, encontrar la calle, fijarme en los
edificios, saludar a la vendedora de manzanas, decir a la doncella que me abre
la puerta: Noche estrellada.
-Buenas noches, buenas noches. ¿Va en
esta dirección?
-Lo siento, voy en la otra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario