La estrella sobre el bosque
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Stefan Zweig
Austria: 1881-1942
Un
día, cuando el diligente y apuesto camarero François se inclinó sobre el hombro
de la bella condesa polaca Ostrovska, sucedió algo extraño. Sólo duró un
segundo y no fue un estremecimiento o un sobresalto, un temblor o una emoción.
Y, sin embargo, fue uno de esos segundos que abarcan miles de horas y de días
llenos de júbilo y tormento, como el vigor vehemente de los grandes y
fragorosos robles con todas sus ramas que se mecen y sus copas que se inclinan
está contenido en un solo granito de semilla. En ese segundo no sucedió nada
visible. François, el dúctil camarero del gran hotel de la Riviera se inclinó
aún más, para presentar con mayor comodidad la fuente al cuchillo indeciso de
la condesa. Pero su rostro descansó ese momento a pocos centímetros de las
ondas dulcemente rizadas y perfumadas de su cabeza, y, cuando instintivamente
alzó la mirada devota, sus ojos turbados vieron la suave y luminosa línea
blanca con la que su cuello surgía de esa marea oscura y se perdía en el
vestido rojo oscuro abullonado. Una llamarada color púrpura lo invadió. Y el
cuchillo vibró suavemente en la fuente, presa de un imperceptible temblor.
Aunque en ese segundo François intuyó las graves consecuencias de este
repentino hechizo, dominó hábilmente su agitación y siguió sirviendo con el
entusiasmo reservado y un poco galante de un garçon de buen gusto. Alargó la
fuente con movimiento medido al acompañante habitual de la condesa, un
aristócrata maduro dotado de una imperturbable elegancia, que relataba cosas
indiferentes con entonación refinadamente acentuada y en un francés cristalino.
Luego se apartó de la mesa sin alterar su mirada y su gesto.
Estos
minutos fueron el comienzo de un estado de ensueño muy extraño y ferviente, de
un sentimiento tan impetuoso y exaltado que apenas le corresponde el término
grave y noble de amor. Era ese amor, de fidelidad canina y desprovisto de
deseos, que los seres humanos generalmente no experimentan en la flor de su
vida, que sólo sienten las personas muy jóvenes o muy ancianas. Un amor sin
reflexión, que sólo sueña y no piensa. Olvidó por completo ese injusto y, sin
embargo, inalterable desprecio que incluso personas inteligentes y
circunspectas manifiestan hacia seres humanos que visten el frac de camarero;
no especuló sobre posibilidades y casualidades, sino que aumentó en su sangre
esa extraña inclinación hasta que su profundidad escapó a toda burla y crítica.
Su ternura no era la de las miradas secretamente alusivas y al acecho, la
temeridad de los gestos atrevidos que de repente se desata, la pasión sin
sentido de labios sedientos y manos temblorosas; era una aplicación silenciosa,
un prevalecer de aquellos pequeños servicios que son tanto más excelsos y
sagrados en su modestia cuanto que permanecen a sabiendas ocultos. Después de
la cena alisaba las arrugas del mantel delante de la silla de la condesa con
dedos tan tiernos y dulces como quien acaricia las manos queridas y plácidas de
una mujer; colocaba las cosas en su proximidad con simetría devota, como si las
dispusiera para una fiesta. Con el mayor cuidado llevaba las copas que habían
tocado sus labios a su estrecha y poco aireada buhardilla y de noche las dejaba
relucir a la luz perlada de la luna como si fueran joyas preciosas.
Constantemente era, desde cualquier rincón, el secreto observador de sus
movimientos y actividades. Bebía sus palabras como quien paladea lascivamente
un vino dulce y de perfume embriagador. Y recogía las palabras y las órdenes
ávido como los niños la rápida pelota en el juego. Así su alma embelesada
introdujo en su pobre e indiferente vida un brillo cambiante y opulento. Nunca
se le ocurrió la sabia necesidad de trasponer todo el episodio a las palabras
frías y destructivas de la realidad de que el miserable camarero François amaba
a una condesa exótica y eternamente inalcanzable. Porque él no la sentía como
realidad, sino como algo excelso, muy lejano, que bastaba con su reflejo de la
vida. Amaba el imperioso orgullo de sus órdenes, el ángulo dominante de sus
cejas negras que casi se tocaban, el pliegue indómito alrededor de la boca
fina, la gracia segura de sus gestos. La sumisión le parecía a François algo
natural y sentía como dicha la proximidad humillante del servicio modesto,
porque gracias a ella podía entrar tan a menudo en el círculo seductor que
rodeaba a su amada.
Así
despertó de repente en la vida de un hombre sencillo un sueño, como una flor de
jardín noble y cuidadosamente criada, que florece en una carretera donde el
polvo de los caminantes ahoga todos los brotes. Era el vértigo de un ser
sencillo, un sueño embriagador y narcótico en medio de una vida fría y
monótona. Y los sueños de seres como él son como barcas sin timón, que van a la
deriva presas de una voluptuosidad fluctuante sobre aguas silenciosas y
espejeantes, hasta que de pronto su quilla choca con una sacudida seca en una
orilla desconocida.
La
realidad, sin embargo, es más fuerte y sólida que todos los sueños. Una noche
el corpulento portero procedente del Waadtland le dijo a François al pasar: «La
Ostrovska se marcha mañana en el tren de las ocho». Y luego añadió otros
nombres sin importancia que él apenas escuchó. Porque esas palabras se habían
transformado en su cerebro en un confuso remolino tumultuoso. Varias veces se pasó
los dedos mecánicamente por la frente afligida, como si quisiera apartar un
sedimento pesado, que allí reposaba y obnubilaba la razón. Dio unos pasos
titubeantes. Inseguro y atemorizado cruzó delante de un alto espejo de marco
dorado, del que le salió al encuentro un rostro mortalmente pálido y extraño.
Los pensamientos no acudían a su mente, estaban por así decir aprisionados tras
un muro oscuro y nebuloso. Casi inconsciente, descendió, agarrándose a la
balaustrada, la amplia escalera hacia el jardín sumido en sombras, en el que
los altos pinos se erguían solitarios como pensamientos sombríos. Su silueta
intranquila dio unos inciertos pasos más, como el vuelo bajo y tambaleante de
un ave nocturna enorme y oscura, y por fin se dejó caer en un banco, apoyando
la cabeza en su frío respaldo. El silencio era absoluto. A su espalda, entre
los arbustos redondeados, relucía el mar. Luces suaves y trémulas chispeaban
sobre su superficie, y en el silencio se perdía la monótona cantinela
murmurante de lejanos rompientes.
Y
de pronto todo estaba claro, muy claro. Tan dolorosamente claro que François
casi sonrió. Todo había acabado, sencillamente. La condesa Ostrovska se marcha
a casa y el camarero François queda atrás en su puesto. ¿Acaso era tan raro?
¿No se marchaban al cabo de dos, tres o cuatro semanas todos los extranjeros
que venían? Qué tontería no haberlo pensado antes. Porque todo estaba tan claro
como para reír o llorar. Y sus pensamientos bullían y bullían. Mañana por la
noche, en el tren de las ocho en dirección a Varsovia. A Varsovia..., horas y
horas a través de bosques y valles, a través de colinas y montañas, a través de
estepas y ríos y dinámicas ciudades. ¡Varsovia! ¡Qué lejos quedaba! No podía
siquiera imaginar, aunque sí sentir en lo más profundo, esa palabra orgullosa y
amenazadora, dura y lejana: Varsovia. Y él...
Durante
un segundo aleteó una pequeña y fantástica esperanza. Podía seguirla. Y buscar
empleo allí como criado, escribiente, cochero, esclavo; estar allí en la calle
como mendigo, todo menos estar tan horriblemente lejos; al menos respirar el
aliento de la misma ciudad, verla quizá pasar, ver su sombra, al menos, su
vestido y su cabello negro. Ya surgían precipitadas visiones. Pero el momento
era duro e implacable. François vio lo inalcanzable desnudo y claro. Calculó:
cien o doscientos francos ahorrados, en el mejor de los casos. No bastaban ni
para la mitad del camino. Y entonces ¿qué? Como a través de un velo desgarrado
vio de pronto su vida, presintió lo pobre, miserable y fea que indefectiblemente
sería de ahora en adelante. Años vacíos ejerciendo su profesión de camarero,
torturado por un insensato deseo, esa ridiculez iba a ser su futuro. Lo
recorrió un escalofrío. Y de pronto todas las cadenas de pensamientos
confluyeron arrebatadas e imparables. Había únicamente una posibilidad.
Las
copas de los árboles se mecían en una brisa apenas perceptible. La noche oscura
y negra se alzaba amenazadora ante él. Entonces se alzó, seguro y sereno, del
banco y se dirigió por la grava crujiente hacia el gran edificio que dormía en
blanco silencio. Debajo de una de sus ventanas hizo un alto. Estaba ciega y sin
un signo brillante de luz en el que se hubiera podido encender el deseo
soñador. Ahora su sangre circulaba con latidos tranquilos, y se alejó como
alguien al que ya nada confunde y engaña. En su cuarto se echó sin agitación
alguna sobre la cama y durmió con un sueño denso y sin imágenes hasta la señal
matutina del despertar.
Al
día siguiente, su comportamiento se ciñó por completo a los límites de la
deliberación meticulosamente definida y de la calma forzada. Con fría
indiferencia cumplió con sus obligaciones, y sus gestos tenían una seguridad
tan absoluta y tan despreocupada, que nadie hubiera imaginado detrás de la
máscara falaz la amarga decisión. Poco antes de la hora de la cena, acudió con
sus pequeños ahorros a la floristería más selecta y compró flores exquisitas
que en su espléndido colorido le sugerían palabras: tulipanes del color del oro
fogoso, que eran como la pasión; crisantemos blancos de amplia corola, como
sueños luminosos y exóticos; finas orquídeas, las imágenes estilizadas del
deseo, y unas soberbias rosas embriagadoras. Y luego compró un valioso jarrón
de cristal con destellos opalescentes. Los pocos francos que aún le quedaban se
los regaló al pasar, con un gesto rápido y distraído, a un niño que pedía
limosna. Luego volvió al hotel. Con solemnidad melancólica colocó el jarrón con
las flores delante del cubierto de la condesa, que dispuso por última vez con
voluptuoso y minucioso esmero.
Llegó
el momento de la cena. François sirvió la mesa como siempre: reservado,
silencioso y competente, sin alzar los ojos. Sólo al final envolvió la silueta
cimbreante y orgullosa de la condesa con una mirada infinita, que ella no
percibió. Nunca le había parecido tan bella como en esta mirada última y libre
de todo deseo. Luego se apartó con serenidad de la mesa, sin gesto alguno de
despedida, y abandonó la sala. Como un huésped ante el que se inclinan los
criados, atravesó los pasillos y descendió la elegante escalera de recepción
hasta la calle: era evidente que en ese momento dejaba atrás su pasado. Delante
del hotel se detuvo un segundo, indeciso; entonces empezó a caminar, bordeando
iluminadas villas y amplios jardines, siempre adelante como un paseante
ensimismado, sin saber adónde se dirigía.
Así
vagó inciertamente hasta el anochecer en un estado de enajenación ensoñada. Ya
no pensaba más en las cosas. Ni en las pasadas ni en las inevitables. Ya no le
daba vueltas a la idea de la muerte, como sin duda en los últimos momentos el
suicida circunspecto sopesa en la mano el brillante y amenazador revólver de
profundo ojo y lo vuelve a dejar en la mesa. Hacía tiempo que se había
sentenciado a sí mismo. Por su mente sólo pasaban imágenes en raudo vuelo, como
golondrinas de viaje. Primero, los días de la juventud hasta aquella fatal hora
de clase cuando una estúpida aventura lo propulsó violentamente desde la
perspectiva de un futuro prometedor a la confusión del mundo. Luego los viajes
incesantes, las dificultades por el sueldo, los proyectos, una y otra vez
fracasados, hasta que la gran oleada negra, que llamamos el destino, quebró su
orgullo y lo dejó abandonado en un puesto indigno. Muchos recuerdos
multicolores pasaron revoloteando por su mente. Por fin relució el suave
reflejo de los últimos días en sus sueños despiertos; y de nuevo abrieron
violentamente la oscura puerta de la realidad que debía traspasar. Recordó que
deseaba morir en ese mismo día.
Durante
un rato recapacitó sobre los muchos caminos que conducen a la muerte, y comparó
su respectiva amargura y su definitiva prontitud. Hasta que lo traspasó un
pensamiento. En su sombría cavilación se le ocurrió un funesto símbolo: así
como la condesa había arrasado inconsciente y destructivamente su vida, así
debía arrollar también su cuerpo. Ella misma lo llevaría a cabo. Ella misma
consumaría su obra. Y ahora sus pensamientos se aceleraron con increíble
seguridad. En algo menos de una hora, a las ocho, salía el expreso que la
llevaba a su encuentro. Se arrojaría debajo de sus ruedas, se dejaría destrozar
por la misma fuerza arrebatadora que le arrancaba a la mujer de sus sueños. Se
desangraría debajo de sus pies. Los pensamientos galopaban y se perseguían
jubilosos. François ya conocía el lugar. Más arriba, al borde del bosque, donde
las copas frondosas de los árboles oscurecían la última vista sobre la cercana
bahía. Miró el reloj: los segundos y los latidos de su sangre casi marcaban el
mismo ritmo. Era hora de ponerse en camino. Y ahora, de repente, sus pasos
cansinos se volvieron elásticos y decididos, con ese ritmo duro y precipitado
que el sueño mata en su avance. Agitado se precipitó en el esplendoroso
crepúsculo del anochecer meridional hacia el lugar en el que, entre lejanas
colinas cubiertas de bosque, el cielo aparecía incrustado como una línea color
púrpura. Y corrió hasta llegar a las vías del tren, que relucían como dos
líneas plateadas y le mostraban el camino. Lo condujeron por una ruta sinuosa
hacia la altura, a través de perfumados y profundos valles, cuyos velos de
niebla atenuaban plateados la luz cansina de la luna; lo condujeron ascendiendo
a las colinas, desde las que se veía lo lejos que el mar vasto y nocturno
refulgía con sus brillantes luces costeras. Y le mostraron por fin el profundo
bosque mecido por el inquieto viento, que sumergió las vías en las sombras que
se cernían.
Ya
era tarde cuando François llegó con respiración entrecortada a la ladera oscura
del bosque. Los árboles lo rodeaban lúgubres y negros. Sólo arriba, entre las
copas transparentes, asomaba la luz temblorosa y pálida de la luna entre las
ramas, que se quejaban cuando la ligera brisa de la noche las tomaba en sus
brazos. De vez en cuando resonaban extrañas llamadas de lejanos pájaros
nocturnos en el apretado silencio. Los pensamientos se le paralizaron por
completo en esa aprensiva soledad. François sólo esperaba, esperaba y miraba
fijamente si allá abajo, en la curva de la primera serpentina ascendente,
asomaba la luz roja del tren. De vez en cuando consultaba nervioso el reloj y
contaba los segundos. Luego volvía a prestar atención al lejano grito del tren.
Pero era imaginación suya. El silencio era total. El tiempo parecía haberse
congelado.
Por
fin brilló allá abajo la luz. En ese segundo François sintió una sacudida en el
corazón, aunque no hubiera podido decir si de temor o de alegría. Con un
movimiento impetuoso se tiró sobre las vías. Al principio sólo sintió un
instante el agradable frío de los raíles de hierro en su sien. Luego aguzó el
oído. El tren aún estaba lejos. Podía tardar algunos minutos. Ahora no se oía
nada excepto el susurro de los árboles en el viento. Los pensamientos saltaban
confusos. Y, de pronto, uno que permaneció clavado como una dolorosa flecha en
su corazón: que él moría por ella y que ella nunca lo sabría. Que ni la más
pequeña ola de su vida encrespada había tocado la de ella. Que ella nunca
sabría que una vida ajena había venerado la suya y se había destrozado contra
ella.
Apenas
perceptible y muy lejano se oía jadear por el aire casi quieto el golpeteo
rítmico de la máquina que remontaba la pendiente. Pero el pensamiento seguía
quemando con igual fuerza y atormentaba los últimos minutos del moribundo. El
tren se aproximaba más y más con su estrépito metálico. Y entonces François
abrió una vez más los ojos. Sobre él se extendía un cielo mudo de un azul casi
negro y las copas intranquilas de unos árboles. Y sobre el bosque resplandecía
una estrella blanca. Una estrella solitaria sobre el bosque... Los raíles
empezaron a vibrar suavemente y a zumbar bajo su cabeza. Pero el pensamiento
ardía como fuego en su corazón y en la mirada que abarcaba toda la intensidad y
la desesperación de su amor. Todo el deseo y esta última dolorosa pregunta se
volcaron en la estrella blanca y reluciente, que miraba benignamente sobre él.
El tren se aproximaba más y más. Y el moribundo envolvió una vez más con una
última e inefable mirada la estrella sobre el bosque. Luego cerró los ojos. Los
raíles temblaron y vibraron, la marcha estrepitosa del presuroso tren se
acercaba más y más y el bosque resonaba como grandes y martilleantes campanas.
La tierra pareció tambalearse. Aún un aturdidor chirrido, un estruendo
arremolinado, luego un estridente pitido, el grito de animal asustado del
silbato del tren y la queja disonante de un freno inútil.
La
bella condesa Ostrovska ocupaba en el tren un compartimiento reservado. Desde
el inicio del viaje leía una novela francesa, mecida suavemente por el balanceo
del vagón. El aire del estrecho habitáculo era sofocante y estaba cargado del
denso perfume de muchas flores a punto de marchitarse. En las magníficas cestas
de despedida los racimos de lilas blancas ya dejaban caer la cabeza, cansinas
como frutas excesivamente maduras, las flores colgaban flácidas de sus tallos,
y los cálices pesados y dilatados de las rosas parecían consumirse en la nube
caliente de los aromas embriagadores. Un atosigante bochorno calentaba las
pesadas oleadas de perfume, suspendidas perezosas incluso en la presteza
acelerada del tren.
De
pronto, la condesa dejó caer el libro con dedos fatigados. Ni ella misma sabía
por qué. Una sensación misteriosa la invadió. Sintió una presión sorda y
dolorosa. Un dolor repentino, inexplicable y angustioso se apoderó de su
corazón. Creyó que iba a asfixiarse en el vaho turbador y cálido de las flores.
Y ese aterrador dolor no cedía, sentía cada vibración de las ruedas veloces, la
ciega marcha hacia delante la martirizaba indeciblemente La asaltó un deseo
fulminante de parar el impulso acelerado del tren, de detenerlo ante el oscuro
dolor hacia el que se precipitaba. Nunca en su vida había sentido su corazón
atenazado por algo tan horrible, invisible y cruel como en esos segundos de
dolor inconcebible y miedo inexplicable. Y esa sensación se hizo más y más acuciante,
y más apretada la presión alrededor de su garganta. Como una plegaria surgió en
ella el deseo de que el tren parara.
Ahí,
de repente, un estridente silbato, el grito salvaje de aviso del tren y el
quejido de los frenos con su lamentable chirrido. Y el ritmo ralentizado de las
ruedas aladas, más y más lento, luego un tartamudeo mecánico y un golpe brusco.
Con dificultad se acercó a la ventanilla para aspirar a bocanadas el aire
fresco. El cristal descendió ruidosamente. Afuera siluetas negras, corriendo...
Palabras al vuelo de múltiples voces: un suicida... Bajo las ruedas...
Muerto... En pleno campo...
La
condesa se estremece. Instintivamente su mirada se alza hacia el cielo alto y
silencioso y hacia los árboles negros mecidos por el viento. Y sobre ellos una
estrella solitaria sobre el bosque. La condesa siente su mirada como una
lágrima refulgente. La contempla y de pronto siente una tristeza como nunca la
ha sentido. Una tristeza llena de fuego y deseo, como nunca existió en su
vida...
El
tren reanuda lentamente su marcha. La condesa se reclina en la esquina de su
butaca y lágrimas silenciosas se deslizan por sus mejillas. La angustia sorda
ha desaparecido, ya sólo siente un profundo y extraño dolor, cuyo origen busca
explicarse en vano. Un dolor como el que tienen los niños asustados, cuando
despiertan en la noche oscura e impenetrable y sienten que están por completo
solos...
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Nota.- Este relato será comentado por los alumnos en el taller literario, así como en el "Salón de Lectura" que llevaremos a cabo en Onda Latina, de 19 a 20 horas, el próximo lunes 25 de febrero. Podéis escucharnos en el enlace: www.ondalatina.com.es
Podéis dejar vuestros comentarios aquí, en el blog para ser leídos; en el correo del taller: plumaytintero@yahoo.es o participar en directo por la radio.
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