Narau gemía angustiado. Las palabras de la canción salvaje eran ciertas. Él era el cobarde; ya no le restaba más que huir, correr... ir a contar lo sucedido.
miércoles, 30 de mayo de 2012
El diente de ballena: Jack LONDON, relato
El diente de ballena
Jack London
En los primeros días de
las islas Fidji, John Starhurst entró en la casa-misión del pueblecito de Rewa
y anunció su propósito de propagar las enseñanzas de la Biblia a través de todo
el archipiélago de Viti Levu. Viti Levu quiere decir «País grande», y es la
mayor de todas las islas del archipiélago. Aquí y allá, a lo largo de las
costas, viven del modo más precario un grupo de misioneros, mercaderes y
desertores de barcos balleneros. La devoción y la fe progresaban muy poco,
nada, y algunas veces los al parecer convictos arrepentíanse de un modo
lamentable. Jefes que presumían de ser cristianos, y eran por tanto admitidos
en la capilla, tenían la desesperante costumbre de dar al olvido cuanto habían
aprendido para darse el placer de participar del banquete en el que la carne de
algún enemigo servía de alimento. Comer a otro o ser comido por los demás era
la única ley imperante en aquel país, la cual tenía trazas de perdurar
eternamente en aquellas islas. Había jefes como Tanoa, Tuiveikoso y
Tuikilakila, que se habían comido cientos de seres humanos. Pero entre estos
glotones descollaba uno, llamado Ra Undreundre. Vivía en Takiraki, y registraba
cuidadamente sus banquetes. Una hilera de piedras colocadas delante de su casa marcaba
el número de personas que se había comido. La hilera tenía una extensión de
doscientos cincuenta pasos y las piedras sumaban un total de ochocientas
setenta y dos, representando cada una de ellas a una de las víctimas. La hilera
hubiera llegado a ser mayor si no hubiese sucedido el que Ra Undreundre recibió
un estacazo en la cabeza en una ligera escaramuza que hubo en Sorno Sorno, a
continuación de la cual fue servido en la mesa de Naungavuli, cuya mediocre
hilera de piedras alcanzó tan sólo el exiguo total de ochenta y ocho.
Los pobres misioneros,
atacados por la fiebre, trabajaban arduamente esperando que el fuego de
Pentecostés iluminara las almas de los salvajes. Pero los caníbales de Fidji se
resistían a dejarse civilizar mientras tuvieran provisiones abundantes de carne
humana. Por aquella época fue cuando John Starhurst proclamó su intención de
enseñar la Biblia de costa a costa y su propósito de penetrar en las montañas
del interior, al norte de Río Rewa. Los maestros indígenas lloraban silenciosamente.
Sus compañeros misioneros trataron en vano de disuadirlo. El rey de Rewa le advirtió
que seguramente los montañeses le aplicarían en cuanto lo vieran el kaikai
-esto es, que se lo comerían-, y que el rey de Rewa, como cristiano, no tendría
más remedio que declarar la guerra a los montañeses, que lo vencerían, a él se
lo comerían y luego entrarían a saco en Rewa, y por tanto esta guerra costaría
cientos de víctimas. Más tarde, una comisión de jefes indígenas de allí mismo
se entrevistaron con él.
Starhurst los escuchó
pacientemente, pero no cambió un ápice su decisión y modo de pensar. A sus
compañeros los misioneros les dijo que él no tenía vocación de mártir, pero que
estaba seguro de que enseñando la Biblia en todo el Viti Levu no hacía más que cumplir
un mandato divino, y que se creía el escogido por Dios para tal fin. Los
mercaderes apelaron a objeciones y grandes argumentos para disuadirle de la
idea, a todo lo cual él contestó:
-Sus observaciones no
tienen para mí valor alguno, están inspiradas en el temor de los daños que en
sus mercaderías se puedan causar. Ustedes están muy interesados en ganar dinero
y yo en salvar almas. Hay que salvar a los habitantes de estas islas negras.
John Starhurst no era un
fanático. Él hubiera sido el primero en negar esta imputación. Era un hombre
eminentemente sano y práctico, estaba seguro de que su misión iba a ser un gran
éxito, pues tenía la certeza de que la luz divina alumbraría las almas de los
montañeses, provocando una sana revolución espiritual en todas las islas. En
sus suaves ojos grises no había destellos de iluminado, pero sí se veía una
inalterable resolución emanada de la fe que tenía en el Poder Divino, que era
quien le guiaba.
Un hombre tan sólo
aprobó la decisión de Starhurst. Era Ra Vatu, quien lo animaba en secreto y le
ofreció guías hasta las primeras estribaciones de las montañas. El corazón de
Ra Vatu, que había sido uno de los indígenas de peores instintos, comenzaba a
emanar luz y bondad. Ya había hablado en varias ocasiones de querer convertirse
en lotu (cristiano), y hubiera tenido acceso a la pequeña capilla de los
misioneros a no ser por sus cuatro mujeres, a las cuales quería conservar; pero
había asegurado a Starhurst que sería monógamo tan pronto como su primera
mujer, que a la sazón estaba muy enferma, muriese.
John Starhurst comenzó
su gran empresa por el río Rewa en una de las canoas de Ra Vatu. A distancia,
recortándose la silueta en el cielo, divisábanse las montañas en las que se
veían varias columnitas de humo. Starhurst las contemplaba con cierta
impaciencia. Algunas veces rezaba en silencio, otras uníase a sus rezos un
maestro indígena que lo acompañaba. Narau, que así se llamaba, era lotu desde
hacía siete años, que su alma había sido salvada del infierno por el doctor
James Eliery Brown, el cual lo había conquistado con
unas plantas de tabaco, dos mantas de algodón y una gran botella de un licor
balsámico. A última hora, y después de cerca de veinte horas de solitaria
meditación, Narau había tenido la inspiración de acompañar a Starhurst en su
viaje de predicación por las montañas inhospitalarias.
-Maestro, con toda
seguridad te acompañaré -le había anunciado.
El misionero lo abrazó
con gran alegría; no cabía duda de que Dios estaba con él, ya que con su
ejemplo había decidido a un hombre tan pobre de espíritu como Narau,
obligándolo a seguirle.
-Yo realmente no tengo
valor, soy el más débil de los siervos del Señor -decía Narau durante la
travesía del primer día de viaje en canoa.
-Debes tener fe, mucha
fe -replicaba animándole Starhurst.
Otra canoa remontaba
aquel mismo día el río Rewa, pero con una hora de retraso a la del misionero, y
tomaba grandes precauciones para no ser vista. Iba ocupada por Erirola, primo
mayor de Ra Vatu y su hombre de confianza. En un cestito, y siempre a la mano,
llevaba un diente de ballena. Era un ejemplar magnífico; tenía seis pulgadas de
largo, de bellísimas proporciones, y el marfil, con los años, había adquirido
tonalidades amarillentas y purpúreas. El diente era propiedad de Ra Vatu, y en
Fidji, cuando un diente de esa calidad intervenía en las cosas, éstas salían siempre
a pedir de boca, pues es esta la virtud de los dientes de ballena. Cualquiera
que sea el que acepta este talismán, no puede rehusar lo que se le pida antes o
después de la entrega, y no hay un solo indígena capaz de faltar al compromiso
que al aceptarlo contrae. La petición puede ser desde una vida humana hasta la
más trivial de las alianzas o peticiones. Más allá, río arriba, en el pueblo de
un jefe llamado Mongondro, John Starhurst descansó al final del segundo día de
canoa. A la mañana siguiente y acompañado por Narau, pensaba salir a pie hacia
las humeantes montañas, que ahora, de cerca, eran verdes y aterciopeladas.
Mongondro era viejo y pequeño, de modales afables y aspecto de elefantiasis;
por tanto, ya la guerra con sus turbulencias no le atraía. Recibió al misionero
con cariñosas demostraciones, lo sentó a su mesa y discutió con él de materias
religiosas.
Mongondro tenía espíritu
muy inquisitivo y rogó a Starhurst que le explicase el principio del mundo. Con
verdadera unción y palabra precisa, relatole el misionero el origen del mundo
de acuerdo con el Génesis, y pudo observar que Mongondro estaba muy afectado.
El pequeño y viejo jefe fumaba silenciosamente una pipa y, quitándola de entre
sus labios, movió tristemente la cabeza.
-No puede ser -dijo-.
Yo, Mongondro, en mi juventud era un excelente carpintero, y aun así tardé tres
meses en hacer una canoa, una pequeña canoa, muy pequeña. ¡Y tú dices que toda
la tierra y toda el agua la ha hecho un solo hombre...!
-Ya lo creo; han sido
hechas por Dios, por el único Dios verdadero -interrumpió Starhurst.
-¡Es lo mismo -continuó
Mongondro- que toda la tierra, el agua, los árboles, los peces, los matorrales,
las montañas, el sol, la luna, las estrellas, hayan sido hechos en seis días!
No, no y no. Ya te he dicho que en mi juventud era muy hábil y tardé tres meses
en hacer una pequeña canoa. Esa es una historia para chicos, pero que ningún
hombre puede creer.
-Yo soy un hombre -dijo
el misionero.
-Seguro, tú eres un
hombre; pero mi oscuro entendimiento no puede adivinar lo que tú piensas y
crees.
-Pues yo te aseguro que
creo firmemente que todo fue hecho en seis días.
-Eso dices tú, eso dices
-replicaba humildemente el viejo caníbal.
Cuando John Starhurst y
Narau se fueron a dormir, entró en la cabaña Erirola, el cual, después de un
discurso diplomático, entregó el diente de ballena a Mongondro. El jefe lo
examinó; era muy bonito y deseaba poseerlo, pero adivinando lo que le iban a
pedir no quiso aceptarlo y se lo devolvió a Erirola con grandes excusas.
Al amanecer del día
siguiente, Starhurst se dirigió a pie, calzado con sus hermosas botas altas de
una sola pieza, precedido de un guía que le había
proporcionado Mongondro,
hacia las montañas. Seguíale el fiel Narau, y una milla detrás y procurando no
ser visto iba Erirola, siempre con el cesto en el que llevaba guardado el
famoso diente de ballena. Durante dos días fue siguiendo los pasos del
misionero y ofreciendo el diente a todos los jefes de los pueblos por donde
pasaban, pero ninguno quería aceptarlo, pues la oferta era hecha tan
inmediatamente después de la llegada del misionero que, sospechando todos la
petición que les iban a hacer a cambio del diente, rechazaban el magnífico
presente. Íbanse internando demasiado en las montañas, y Erirola optó por
dirigirse, aprovechando pasos secretos y directos, a la residencia del Buli de
Gatoka, rey de las montañas. El Buli no tenía noticias de la llegada del
misionero, y como el diente era un soberbio y bello talismán, fue aceptado con
grandes muestras de júbilo por parte de todos los que lo rodeaban. Los
asistentes estallaron en una especie de aplauso al posesionarse del diente el
Buli y grandes voces cantaban a coro:
-¡A, woi, woi,
woi! ¡A, woi, woi, woi! ¡A tabua levu! ¡Woi, woi! ¡A mudua, mudua, mudua!
-Pronto llegará aquí un
hombre blanco -comenzó a decir Erirola tras una breve pausa-. Es un misionero y
llegará de un momento a otro. A Ra Vatu le gustaría tener sus botas, pues
quiere regalárselas a su buen amigo Mongondro, y también desearía que los pies
se quedasen dentro de las botas, pues Mongondro es un pobre viejo y tiene los
dientes estropeados. Asegúrate, gran Buli, de que los pies se queden dentro. El
resto del misionero se puede quedar aquí.
La alegría del regalo
del diente se aminoró con tal petición, pero ya no había medio de rehusar,
estaba aceptado.
-Una pequeñez como es un
misionero no tiene importancia -replicó Erirola.
-Tienes razón, no tiene
importancia -dijo en alta voz el Buli-. Mongondro, tendrás las botas; vayan
ustedes tres o cuatro y tráiganme al misionero, teniendo cuidado de que las
botas no se estropeen o se vayan a perder.
-Ya es tarde -exclamó
Erirola-. Escuchen, ya viene.
A través de la maleza
espesísima, John Starhurst, seguido de cerca por Narau, apareció. Las famosas
botas se le habían llenado de agua al vadear el río y arrojaban finísimos
surtidores a cada paso que daba. En la mirada del misionero se leía la voluntad
y el deseo de vencer. Tan convencido estaba de que su misión era inspiración
divina, que no tenía ni la más ligera sombra de miedo, a pesar de que sabía que
era el primer hombre blanco que se había atrevido a penetrar en los
inexpugnables dominios de Gatoka. John Starhurst vio al Buli salir de su casa
seguido de su séquito de montañeses.
-Te traigo buenas nuevas
-dijo saludando el misionero.
-¿Quién ha sido el que
te ha enviado? -Preguntó el Buli sorda y pausadamente.
-Dios.
-Ese nombre es nuevo en
Viti Levu -replicó el Buli-. ¿De qué islas, pueblos o chozas es jefe ese que
tú dices?
-Es el jefe de todas las
islas, pueblos, chozas y mares –contestó solemnemente Starhurst-. Es el supremo
dueño y señor de cielo y tierra, y yo he venido aquí a traerte su palabra.
-¿Me envía por tu
conducto dientes de ballena? -Replicó insolentemente el Buli.
-No; pero mucho más
valioso que los dientes de ballena es...
-Entre jefes esa es la
costumbre -interrumpió el Buli-. Tu jefe o es un negro despreciable o tú eres
un gran idiota, por haberte atrevido a venir a estas montañas con las manos
vacías. Mira, fíjate: otro mucho más generoso ha venido a verme antes que tú. Y
diciendo esto, le mostró el diente de ballena que acababa de aceptar de manos
de Erirola. Narau empezó a desfallecer y a sentirse angustiado.
-Es el diente de ballena
de Ra Vatu -le dijo al oído a Starhurst-. Lo conozco muy bien, y ahora sí que
no tenemos salvación.
-Un obsequio muy
estimable -contestó el misionero pasándose la mano por sus largas barbas y
ajustándose las gafas-. Ra Vatu se las ha arreglado de modo que seamos bien
recibidos.
Pero Narau no las tenía
todas consigo y disimuladamente empezó a alejarse de Starhurst, olvidando sus
promesas de fidelidad hechas al empezar la temeraria aventura.
-Ra Vatu será lotu
dentro de muy poco tiempo -empezó a decir el misionero-, y yo he venido a que
tú también te hagas lotu.
-No necesito nada de ti
-contestó orgullosamente el Buli- y es mi decisión que mueras hoy mismo.
El Buli hizo una seña a
uno de sus montañeses, quien avanzó haciendo filigranas en el aire con su maza
de guerra. Narau, viendo el pleito perdido, corrió a ocultarse entre unas
chozas donde estaban las mujeres y los chicos; pero John Starhurst se abalanzó
hacia su ejecutor por debajo de la maza y consiguió rodearle el cuello con sus
brazos. En esta ventajosa posición comenzó a argumentarle. Defendía su vida, ya
lo sabía, pero la defendía sin nerviosidades ni miedo.
-Cometerás un pecado muy
grande si me matas -decía a su verdugo-. Yo no te he hecho ningún daño ni a ti
ni al Buli.
Tan bien agarrado estaba
al cuello del montañés, que los demás no se atrevían a dejar caer sus mazas por
miedo a equivocarse de cabeza.
-Soy John Starhurst
-continuó con calma-. He estado trabajando tres años, sin aceptar remuneración
alguna, en las islas Fidji. He venido aquí para el bien de ustedes, ¿por qué me
quieren matar? Mi muerte no beneficiará a ningún hombre.
El Buli echó una mirada
a su diente de ballena. Estaba bien pagada la muerte del misionero. Éste se
encontraba rodeado de una masa de salvajes desnudos que hacían grandes
esfuerzos por acercarse a la presa. El canto fúnebre predecesor del banquete de
carne humana empezó a dejarse oír, adquiriendo tales tonalidades que ahogaban
por completo la voz del misionero. Tan hábilmente plegaba éste su cuerpo al del
montañés, que no había medio de asestarle el golpe de gracia. Erirola sonreía y
el Buli se exasperaba.
-¡Fuera ustedes!
-gritó-. Heroica historia para que la vayan contando por la costa una docena de
hombres como ustedes, y un misionero sin armas tan débil como una mujer puede
más que todos juntos.
-¡Oh, gran Buli, y podré
más que tú también! -Gritó Starhurst, dominando a duras penas el griterío
de los salvajes-. Mis armas son la Verdad y la Justicia, y no hay hombre que
las resista.
-Ven hacia mí entonces
-contestó el Buli-. La mía no es más que una pobre y miserable maza de guerra,
y, según tú dices, no es capaz de vencerte.
El grupo separose de él,
y John Starhurst quedó solo frente al Buli, que se apoyaba en su enorme y
nudosa maza guerrera.
-Ven hacia mí, hombre
misionero, y vénceme -gritaba el rey de las montañas, desafiándolo.
-Aun así, te venceré
-contestó John, limpiando los cristales de sus gafas y guardándolas
cuidadosamente mientras avanzaba.
El Buli levantó la maza.
-En primer lugar, te
diré que mi muerte no te proporcionará provecho alguno.
-Dejo la respuesta a mi
maza -contestó el Buli.
Y a cada tema que el
misionero tocaba, respondía en la misma forma, sin dejar de observarle con
atención para prevenirse del habilidoso abrazo. Entonces, y únicamente
entonces, comprendió John Starhurst que su muerte era inevitable; pero llevado
de su arraigada fe, se arrodilló y empezó a invocar al cielo, como si esperase
algún milagro:
-Perdónalos, que no
saben lo que hacen -decía como si estuviese en contacto con la Divinidad-.
¡Dios mío, ten compasión de Fidji! ¡Oh Jehovah, óyenos! ¡Por Él, por tu hijo,
compadécete de Fidji! ¡Tú eres grande y Todopoderoso para salvarlos! ¡Sálvalos,
oh Dios mío! ¡Salva a los pobres caníbales de Fidji!
El Buli, impaciente,
dijo:
-Ahora te voy a
contestar.
Levantó la maza sobre la
cabeza del misionero, asiéndola con las dos manos. Narau, que estaba escondido,
oyó el golpe del mazo contra la cabeza y se estremeció intensamente. Después,
la salvaje y fúnebre sinfonía volvía a resonar en las montañas, y comprendió
Narau que su amado maestro había muerto y que su cuerpo era arrastrado a la
hoguera para ser condimentado. Escuchó y percibió las palabras de la fúnebre
canción:
¡Arrástrame suavemente,
arrástrame suavemente!
¡Soy el campeón de mi
patria!
¡Da las gracias, da las
gracias!
A continuación, una sola
voz cantaba:
¿Dónde está el hombre
valiente?
Cien voces contestaban a
coro:
¡Será arrastrado a la
hoguera y asado!
Y cantaba de nuevo la
voz que había interrogado:
¿Dónde está el hombre
cobarde?
Y las cien voces
vociferaban:
¡Se ha ido a contarlo,
se ha ido a contarlo!
Narau gemía angustiado. Las palabras de la canción salvaje eran ciertas. Él era el cobarde; ya no le restaba más que huir, correr... ir a contar lo sucedido.
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