Isabel Fraile Hernando
Al laberinto de aligustre, lugar preferido por los foráneos, se accede nada más subir la escalinata, en el centro del laberinto una impresionante araucaria luce los siglos de su edad.
En más de una ocasión ha encontrado, en los bancos que rodean el interior del vericueto, bolsas de patatas fritas o frutos secos, latas, y alguna que otra botellita de plástico, olvidada por las parejas que eligen la intimidad de los setos para arrullarse como palomos.
Tras cruzar uno de los puentes de madera, que se mueve bajo sus pasos, algo más alto y a la izquierda, se halla el primero de los tres miradores desde donde se observa alguna de las fuentes, cascadas y estatuas de la quinta.
“Esta es, piensa, la mejor hora del día”. En su caminar silencioso le acompaña el dulce gorgoteo del agua que circula por todos lados con libertad canalizada.
A la derecha se encuentran las cárceles de los pajarillos, rebosantes de vida. Aunque se anuncia la prohibición de alimentarlos, o precisamente por eso, en el suelo se pueden ver restos de comida, migajas que él recoge mientras farfulla entre dientes.
Para el hombre este es su Paraíso, una burbuja suspendida en el tiempo. Fuera, a escasos metros de la tapia, el paisaje cambia de forma abrupta. La maleza se disemina rodeando las paredes encaladas del vergel como un invasor a la espera.
Daniel, lobo de mar impenitente, recaló en el pequeño pueblo costero tiempo atrás. Lo suyo fue amor a primera vista. Sin explicarse aquella fuerte atracción por el entorno verde, se convirtió en felino.
En aquella conversión puso su grano de arena, sin proponérselo, una mujer. Candela.
Ocho años antes. Medio día. Daniel enfila una calle cualquiera de la población en busca de alojamiento. Hace meses que no pisa tierra firme y eso desestabiliza su marcha. Alguna de las personas con las que se cruza le miran, tal vez pensando que el hombre está ebrio.
El sonido de su estómago avisa la hora. La calle no es muy ancha, pero sí empinada. Las casas blancas, son las típicas de un pueblo mediterráneo, con naranjos jóvenes plantados a lo largo de las aceras. Hasta allí aún no ha llegado el desorden urbanístico.
Unos metros más arriba, a la izquierda, el rótulo de un bar. La botica. En la puerta de al lado se puede leer Pensión, de la hoja cuelga un cartel: “Habitaciones libres”.
En el bar apenas unos pocos clientes, tras la barra está Candela. Es morena, de pelo rizado y ojos grandes como almendras. Se dirige a Daniel con una sonrisa que muestra unos dientes algo desiguales pero muy blancos.
-Buenos días. ¿Qué va a tomar?
Primero pide una botella de agua. Hace tiempo que dejó el alcohol, él no es de esos marinos que visitan los bares y tienen una mujer en cada puerto. Luego, tras comprobar los letreros que anuncian los platos, se decide por algo de carne.
-Si quiere puede sentarse, le serviré en un momento.
Mientras ella trastea en la cocina, se acomoda en una de las mesas cercana al ventilador, lejos de la puerta.
El momento pasa rápido y ya tiene la comida frente a él.
-Que aproveche.
-Gracias.
Así fue su primer encuentro. Después, a lo largo de los meses, surgió la amistad.
Llegaron las confidencias. Sin apenas darse cuenta se acostumbraron el uno al otro, la soledad hizo el resto.
La noche ha caído sobre el botánico. Daniel cierra la puerta del jardín y se dirige a la casa que comparte con Candela. Un día más, todo está en orden. Mientras, cada vez más cerca, la maleza rodea el vergel.
2 comentarios:
Hola
Muy bella historia. Es para pasear por ese Jardin Botanico y hasta escuchar el cantar de las aves. Como el paraiso es roto por la basura que dejan los visitantes. Muy interesante la historia de este marino que deja todo por amor a Candela. Interesante el dato de ese caminar bamboleante luego de meses de estar en el mar, no lo sabía. Las malezas avanzando me parecen algo que oscurecerá la vida de Daniel ... la llamada de la mar... la pérdida de Candela... algo que acecha al protagonista. Felicito tanto talento. Muchas Gracias!! Zulhma
Isa
Me gustó pasear por jardín botánico, con su cuidador. Me llamó la atención ese cambio del mar por el jardín, supongo que sin duda tuvo mucho que ver el amor de Candela. Aunque al final no parece que Daniel sea muy feliz, quizás cansado de tanto mar, su cuerpo necesitaba un cambio y eso fue lo que le hizo quedarse en tierra. Lo de la maleza cada vez más cerca me ha dejado intrigada. ¿Tiene segunda parte? Me da que si. Besitos. Pepi.
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