Consuelo Gómez González
Desde aquel 2 de noviembre que, con sus padres, salió de su pueblo para ir a vivir a Madrid, ha venido año tras año a visitar a sus abuelos y hoy, cuando ellos ya no están, a pesar de las grandes ausencias, lo revive de nuevo. Sonríe al recordar aquella madrugada cuando, al acercarse el tren a Madrid, lo confundió con un cielo llenito de estrellas. Le contaron enseguida que eran las luces de Madrid de noche pero, en su recuerdo, aparece como el primer día.
Han dejado atrás la autopista y, ya en la carretera comarcal, el paisaje tan familiar y tan querido se presenta magnífico. Hoy, un día de otoño, aún cálido en estas tierras extremeñas, Marina puede ver, incluso con los ojos cerrados, cada palmo de los ocho kilómetros que la separan del pueblo.
Va dejando a su paso los queridos canchos, rodeados de encinas a un lado y otro de la carretera. Le acompañan durante buena parte del camino, hasta encontrar a la derecha la valla de madera que se abre para dejar paso a Proserpina, una gran laguna que llaman familiarmente charca. A la izquierda la estación de Aljucén, donde para el tren de ida y vuelta de Mérida a Badajoz. Es quizá de las pocas estaciones de ferrocarril que, por encontrarse en el campo, se libra de ser modernizada y conserva todo su encanto.
Le siguen las eras, donde todavía se puede ver algún aldeano arar, a la caída de la tarde, los campos sembrados de trigo y las viñas que, hasta donde se pierde la vista, están rebosantes en espera del momento de la vendimia.
Al pasar el puente del río Aljucén, que se anuncia con una colcha de juncos verdes y filas de adelfas desiguales y llamativas como si fueran las guardianas del río, recuerda con nostalgia aquellos momentos vividos aquí que, sin duda, fueron los mejores de su adolescencia.
Era por aquellos años una niña extremadamente delgada y no muy alta que, por esto mismo parecía más pequeña de lo que era. Casi siempre llevaba trenzas, unas largas trenzas rubias que enorgullecen a su madre tanto como le molestan a ella. “Menos mal que eso se arregló”, cavila. Hoy, quizá por aquellas trenzas, lleva siempre el pelo suelto.
Durante las vacaciones del colegio, todos los veranos sin faltar uno, vuelve para pasarlo aquí, desde el primer día hasta el último. Los paseos por la carretera hasta los canchos, donde las horas parecen segundos y siempre acababan riñéndole por llegar tarde a casa. Los baños en el río después de haber escuchado con mucha prisa y aparente atención las advertencias de su abuela. “Quién pudiera escucharla de nuevo”, piensa con tristeza.
- Ten cuidado con el agua y con las compañías.
- Sí abuela, descuida.
Ya se ve la entrada al pueblo. Las flores silvestres consiguen, con su abundancia y su perfecta colocación, que la carretera parezca una alfombra gris que llega hasta él, rodeada de color y olor a campo. Giramos a la derecha para tomar la glorieta que nos introduce en sus blancas calles. Hemos llegado.
3 comentarios:
Mil gracias por regalarme tan bello paseo por España. Se desplegó el paisaje como un lienzo recién pintado ante mi. Muy grafico, muy exacta. Uy11 no puedo hacerlo tan bien!!! Que delicia! Como me gustaria ser ella!! Que buenos recuerdos! Debe ser hermoso guardar imagenes asi en la mente. Esa abuela, aromas, colores, juegos, risas. Un paisaje sonoro! Gracias por "prestarme" esos recuerdos. Por eso amo la literatura, porque llena "mis huecos" personales. Mis humildes Felicitaciones a la autora!Zulhma
Consuelo
De nuevo he leído tu relato y he vuelto a disfrutar de ese viaje que describes muy bien. Me encanta como vas mezclado los recuerdos de la niñez, con el paisaje que contemplan tus ojos. Me gusta esa comparación de Madrid con un cielo llenito de estrellas.
Pepi.
Consuelo
De nuevo he leído tu relato y he vuelto a disfrutar de ese viaje que describes muy bien. Me encanta como vas mezclado los recuerdos de la niñez, con el paisaje que contemplan tus ojos. Me gusta esa comparación de Madrid con un cielo llenito de estrellas.
Pepi.
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