Época contemporánea
El discurrir histórico de la España contemporánea dibujó una entrecortada
senda debido a que el afianzamiento del nuevo orden liberal, a partir del
segundo tercio del siglo XIX, chocó con múltiples resistencias emanadas de
distintos flancos (carlismo, poderes fácticos, viejos estamentos
privilegiados). Las manifiestas interferencias entre los poderes civil, militar
y religioso se traducen a lo largo de dicha centuria en una cadena de
desencuentros y tensas relaciones entre la Iglesia y el Estado (proceso
desamortizador), unidos a intermitentes pronunciamientos militares de matiz
conservador o progresista, artífices de los relevos gubernamentales y los
sucesivos vaivenes constitucionales. Fracasada la experiencia democrática del
Sexenio Democrático, tan esperanzadora como meteórica (1868-1874), el régimen
oligárquico de la Restauración introdujo a España en el umbral del siglo XX sin
consolidar el ensayado bipartidismo ni asentar un sistema de partidos garante
de la reclamada estabilidad en la vida pública.
La falta de una correcta ubicación institucional, a estas alturas de la
contemporaneidad, junto a los llamativos reveses extrapeninsulares cosechados
en las últimas décadas (el desastre colonial de 1898, Annual y otros sonados
fracasos en la guerra de Marruecos), provocaron una paulatina militarización de
la monarquía de Alfonso XIII hasta desembocar en la dictadura de Primo de
Rivera (1923-1930).
Consolidación del nuevo orden
liberal (1833-1874)
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Isabel II |
El reinado de Isabel II abarca
el segundo tercio del siglo XIX, desde 1833
hasta la revolución de 1868, que
obliga a la reina a salir del país en pos de una ‘España con honra’.
Previamente, se estableció una etapa de minoridad y regencia de María Cristina
y del general Baldomero Fernández Espartero,
clausurada en 1843 al proclamarse oficialmente la mayoría de edad de la
heredera del trono con apenas 13 años. Las notas más sobresalientes del legado
político isabelino fueron el desmantelamiento de los fundamentos económicos y
jurídicos del Antiguo Régimen, perfilado por los partidarios de la Constitución
de 1812 o doceañistas (disolución del régimen señorial, desvinculaciones y
proceso de desamortización), y la puesta en marcha de una revolución burguesa
imperfecta, pero que provoca cambios cualitativos en la organización social
(sociedad clasista) y política (constitucionalismo), las relaciones de
producción (economía capitalista), y las estructuras mentales (utilitarismo y
mentalidad burguesa entusiasta de la propiedad y el ahorro).
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Baldomero Fernández Espartero |
Comprobada la tibieza del Estatuto Real de 1834, la última Carta Otorgada
de la monarquía española por la que la regente, en plena Guerra Carlista,
decide desprenderse de algunas atribuciones, sucesivos textos constitucionales
de talante moderado (Constitución de 1845) o progresista (Constitución de
1856), fijaron las reglas del juego político de esta etapa. Todos ellos
coincidían en limitar el voto a los varones que reunieran determinados
requisitos económicos o sociales (sufragio censitario), sin aceptar la participación
popular en la vida pública ni resistirse a volcar en el articulado
constitucional sus ideologías y programas políticos; de ahí la escasa vigencia
y trasiego de estas normas fundamentales, al arbitrio de coyunturas políticas.
Los roces entre los poderes militar y civil en la España isabelina fueron
permanentes, con implicaciones de carácter personal y liderazgo político de
insignes militares al frente de los principales partidos (Leopoldo O’Donnell,
Ramón María Narváez, Baldomero Fernández Espartero), al igual que el contexto
bélico y la sobreactuación del Ejército se convirtieron en componentes
habituales del paisaje peninsular. Algo parecido ocurrió con la Iglesia,
aferrada desde tiempos inmemoriales a sus amortizados patrimonios y privilegios
(manos muertas), y cuyo pulso con el Estado a raíz de la desamortización de
Juan Álvarez Mendizábal acabará en amistosa reconciliación plasmada en el
Concordato de 1851, vigente hasta el franquismo.
Si exceptuamos el Bienio Progresista (1854-1856) y algunos tramos del
periodo subsiguiente de gobierno de la Unión Liberal, el moderantismo es la
ideología dominante en la monarquía isabelina, que encontró en la emblemática
Década Moderada (1844-1854) sus más duraderas realizaciones. Sirvan de muestra,
al margen de la histórica creación de la Guardia Civil, la centralización
administrativa y jerarquización burocrática acometidas durante dicho periodo,
de probada eficacia en connivencia con las oligarquías locales, y el
centralismo asumido en la estructuración territorial del Estado, contrario al
hecho diferencial y partidario del modelo uniforme. La confusión entre unidad y
uniformidad fue un rasgo sustancial del liberalismo doctrinario decimonónico.
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Juan Bautista Topete |
La sublevación gaditana desatada en septiembre de 1868, con el brigadier Juan Bautista Topete a la cabeza, en
pocos días llevó al exilio a la reina en medio de una gran expectación e
incertidumbre. Detrás de estos acontecimientos revolucionarios se vislumbraba
la incidencia desarticuladora de la crisis financiera de la década de 1860,
junto al desprestigio interno de un régimen favorecedor de las clases
propietarias y el descrédito personal de la propia Isabel II. El mayor problema
estribaba en que, bajo la Gloriosa (nombre con el que se conoce la revolución
de 1868), se plantearon muy diferentes soluciones a los males de la patria.
Mientras que el general Juan Prim, cerebro pensante del golpe militar y
redactor del Manifiesto, defendía una monarquía democrática en la línea
modernizadora occidental, para políticos de la talla del líder catalán
Francisco Pi i Margall, la receta idónea era el republicanismo como nueva forma
de gobierno. Similar divorcio interpretativo se detectaba entre la tendencia
reaccionaria de las guarniciones militares más significativas, monárquicas pero
no isabelinas, y la opinión mayoritaria de la población civil, que exigía
transgredir ésta y otras barreras seculares.
El Sexenio Revolucionario (1868-1874) presentó una cambiante morfología
política, como acreditaron sus variados sistemas políticos: regencia de
Francisco Serrano, monarquía democrática de Amadeo de Saboya y I República de tinte federal, unitario y
presidencialista. Ahora bien, estas céleres transformaciones resultaban en
buena medida epidérmicas, por cuanto pervivían hipotecas y numerosos rasgos de
continuidad con la etapa anterior (aparato estatal, entramado socioeconómico),
que explican a la postre el fracaso de este primer intento por consolidar un
Estado democrático y de derecho en España. Ése era el objetivo de la
Constitución de 1869, la primera en proclamar el sufragio universal masculino,
la libertad de cultos pública y privada, y otros derechos fundamentales como
los de reunión y asociación, claves para la formación del incipiente movimiento
obrero en su vertiente política y sindical.
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Amadeo I de Saboya |
La renuncia irrevocable al trono de Amadeo I en febrero de 1873 supuso, en
plena combustión política y con fundadas dudas sobre su legalidad
constitucional, la paradoja histórica de que unas Cortes mayoritariamente
monárquicas votaran, en un alarde de pragmatismo, la instauración de un régimen
republicano. La meteórica experiencia de la I República, cuyo advenimiento
transaccional provino de una negociación política, no consiguió traducir sus
propuestas en una estabilidad parlamentaria, ni afianzar la España progresista
soñada por una generación incapaz de traspasar el umbral de una revolución
teórica. Por el contrario, la radicalización y el mesianismo revolucionario que
ahogaron la fórmula federal contenida en el proyecto constitucional,
cristalizaron en la revolución cantonal, un cóctel de frustraciones de índole
regional, social y política. Las tropas del general Pavía dentro de las Cortes,
en enero de 1874, se encargaron de poner el broche final a esta fugaz
experiencia, a la vez que el pronunciamiento golpista del general Arsenio
Martínez Campos en Sagunto (Valencia) unos meses después, disipó toda duda
sobre el futuro próximo. Así se cierra esta página de la historia de España,
donde la clase obrera comprendió que la burguesía nunca haría su revolución, y
el regionalismo probó el sabor amargo tanto del centralismo como de la
atomización cantonal.
El régimen oligárquico de la
Restauración (1875-1923)
De la mano de Antonio Cánovas del
Castillo, España retornó en 1875 a la forma
de gobierno tradicional y a la dinastía borbónica con la figura de Alfonso XII, hijo de la destronada
Isabel II. Liquidada la tercera Guerra Carlista y obtenido el beneplácito
internacional para la opción restauradora, las preocupaciones de los nuevos
gobernantes se centraron en olvidar las turbulencias del Sexenio Revolucionario
y redactar un texto constitucional ajustado a las necesidades del momento.
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Antonio Cánovas del Castillo |
La Constitución conservadora de junio de 1876, la más sólida del panorama
nacional al mantenerse en vigor hasta el golpe militar de 1923, regulaba una
monarquía limitada en la cual la Corona se reservaba amplias prerrogativas
merced al control del poder ejecutivo (nombramiento y cese del gobierno) y de
la vida parlamentaria (disolución de las Cámaras, sanción y promulgación de las
leyes). La defensa de la soberanía conjunta (Rey-Cortes), de la que Cánovas era
su principal valedor, sintonizaba con la reeditada confesionalidad del Estado,
la imprecisión a la hora de regular los derechos ciudadanos, pendientes por
tanto del desarrollo normativo posterior, y un sinfín de calculados silencios,
que hacían de la ambigüedad la clave de su dilatada vigencia. El bipartidismo
de inspiración británica con conservadores y liberales turnándose en el poder,
encontró en Cánovas y en Práxedes Mateo Sagasta a los carismáticos dirigentes
de este sistema oligárquico y caciquil, que funcionó con escrupulosa
regularidad hasta el nuevo siglo. La desaparición de ambos líderes y el
fraccionamiento de sus respectivos partidos, víctimas de ambiciones y luchas intestinas,
dieron al traste con este viciado aunque eficaz diseño político.
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Alfonso XII y su segunda esposa Mª Cristina de Hasburgo-Lorena |
El aislamiento internacional de España durante la centuria decimonónica,
absorta en la resolución de sus problemas domésticos, determinó en estos años
canovistas una política exterior pragmática, ecléctica y refinadamente
pesimista (“no tienen alianzas los que quieren, sino los que pueden”, en
palabras del líder conservador). El recogimiento exterior resultaba forzoso
para este atípico Estado colonialista, confiado en sus derechos históricos y
carente en sus posesiones ultramarinas de la imprescindible presencia militar y
fuerza efectiva, como pronto tuvo ocasión de comprobar.
El 98 español se inscribe dentro de la redistribución colonial
internacional motivada por la expansión imperialista, con notas peculiares pues
se trataba de una guerra con Estados Unidos cuyo epicentro estaba en Cuba, ante
la que se inhibieron las potencias occidentales. La pérdida de los restos del
viejo imperio de ultramar (Cuba, Puerto Rico y Filipinas), no exenta de
enajenaciones y transferencias respecto a las islas Palau, Marianas y Carolinas
en la lejana Micronesia, sumió al pueblo español en una profunda crisis al
haberse planteado el resultado como una disyuntiva entre la victoria o el
deshonor patrio. De ahí que este 98, el ‘Desastre’ por antonomasia, sea el
único no aceptado del cúmulo de reveses que sufrieron en idéntica fecha países
como Portugal o Francia, significativos de la potencialidad de los nuevos
colosos internacionales y del eclipse latino.
El impacto de esta liquidación colonial en la sociedad española, al margen
de las secuelas económicas derivadas de la supresión de mercados y el reajuste
hacendístico, suscitó una profunda autocrítica sobre las causas y posibilidades
de remedio de tantas flaquezas. El movimiento regeneracionista, que tuvo en Joaquín Costa a su figura más señera,
mostró un talante positivo al esforzarse en adecuar la gobernación a lo
gobernado y proponer, desde posiciones muy dispares, medidas para el
saneamiento de España. Ahora bien, intramuros, los problemas estructurales
resultaban difíciles de erradicar. En el terreno social, por el manifiesto
fracaso del modelo armonizador propuesto para atajar el conflicto entre el
capital y el trabajo, y en el plano ideológico, por el agotamiento del juego
político de la Restauración; en definitiva, por el hundimiento de las
principales señas de identidad del sistema.
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Alfonso XIII |
Flanqueado el siglo XX, la subida al trono de Alfonso XIII en 1902 dio comienzo a un reinado donde iban a
resultar fallidos los intentos de Antonio Maura y José Canalejas de desterrar
el caciquismo y lograr la ansiada regeneración nacional. Acontecimientos como
la Semana Trágica de 1909, que alió a los socialistas con los republicanos en
contra del gobierno, o la interpretación de ataque frontal a la Iglesia y
ruptura de relaciones con Roma a raíz de la Ley del Candado de 1910,
evidenciaban la visceralidad con que todavía se abordaban algunos temas sin
resolver y las aludidas interferencias de poderes, rasgo medular de la contemporaneidad
española.
La coyuntura exterior, desde la gran guerra que desbarató la vida de los
europeos, a los contratiempos marroquíes, cada vez más dolorosos para España,
contribuyó a agravar el deterioro de la política nacional, con gabinetes de
gestión y concentración que, a duras penas, capearon el temporal frente a una
sociedad por momentos desencantada. La crisis de 1917, una compleja revolución
militar, burguesa y proletaria que estuvo a punto de hacer saltar por los aires
la monarquía alfonsina, concluyó con la cesión del poder civil ante las
imposiciones militares. Las presiones de las Juntas de Defensa sobre un
ejecutivo impotente, acarrearon una imparable militarización de la vida
pública, agudizada por sucesos como el desastre de Annual de 1921. En medio del
descontento generalizado, el desgaste de la Corona y la falta de credibilidad
de las instituciones abrieron de nuevo la puerta a los golpistas ante la
claudicación vergonzante del poder civil.
Datos obtenidos en la Enciclopedia Encarta `99
Imágenes de Internet
Juana Castillo Escobar
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