Fresco, retozón, chorreando juventud, el Año Nuevo, desde los abismos del Tiempo en que nació y se crió, se dirige a la tierra donde ya le aguardan para reemplazar al año caduco, perdido de gota y reuma, condenado a cerrar el ojo y estirar la pata inmediatamente.
miércoles, 18 de enero de 2012
Relato de Emilia PARDO BAZÁN
Entrada de año
Emilia Pardo Bazán
Fresco, retozón, chorreando juventud, el Año Nuevo, desde los abismos del Tiempo en que nació y se crió, se dirige a la tierra donde ya le aguardan para reemplazar al año caduco, perdido de gota y reuma, condenado a cerrar el ojo y estirar la pata inmediatamente.
Viene el Año Nuevo poseído de las férvidas ilusiones de
la mocedad. Viene ansiando derramar beneficios, regalar a todos horas y aun
días de júbilo y ventura. Y al tropezar en el umbral de la inmensidad con un antecesor,
que pausadamente y renqueando camina a desaparecer, no se le cuece el pan en el
cuerpo y pregunta afanoso:
-¿Qué tal, abuelito? ¿Cómo andan las cosas por ahí? ¿De
qué medios me valdré para dar gusto a la gente? Aconséjame... ¡A tu experiencia
apelo!...
El Año Viejo, alzando no sin dificultad la mano derecha,
desfigurada y llena de tofos gotosos, contesta en voz que silba pavorosa al
través de las arrasadas encías.
-¡Dar gusto! ¡Si creerá el trastuelo que se puede dar
gusto nunca! ¡Ya te contentarías con que no te hartasen de porvidas y reniegos!
De las maldiciones que a mí me han echado, ¿ves?, va repleto este zurrón que
llevo a cuestas y que me agobia... ¡Bonita carga!... Cansado estoy de oír
repetir: «¡Año condenado! ¡Año de desdichas! ¡Año de miseria! ¡Año fatídico!
Con otro año como éste...» Y no creas que las acusaciones van contra mí solo...
Se murmura de «los años» en general... Todo lo malo que les sucede lo atribuyen
los hombres al paso y al peso de los años... ¡A bien que por último me puse tan
sordo, que ni me enteraba siquiera!...
Aquí se interrumpe el Año decrépito, porque un acceso de
tos horrible le doblega, zamarreándole como al árbol secular el viento
huracanado. Y el Año mozo, que ni lleva pastillas de goma ni puede entretenerse
en cuidar catarros y asmas, prosigue su camino murmurando con desaliento:
-Adiós, abuelito... Aliviarse... Se hace tarde y voy muy
de prisa...
Al entrar en la Tierra, sentíase descorazonado. Como
suele decirse, se le había caído el alma a los pies, y además creía herida su
dignidad y ofendida su rectitud al acercarse a gentes que le maldecirían y le
achacarían, sin razón, sus adversidades y desventuras.
Hasta tal extremo fatiga esta cavilación al muchacho
-advierto que el año de mi historia era muy delicado y pundonoroso-, que decide
apelar a una especie de plebiscito. Si le rechaza la mayoría, si en él ven un
enemigo los mortales, hállase resuelto a suprimirse, a disolverse en la nada,
borrando antes con el dedo las cifras de su nombre ya escritas en la gigantesca
y negra pizarra del Destino. Un suicidio por decoro antes que una vida
detestable entre la universal execración.
Con tan firme propósito, el Año Nuevo, vagando por las
calles de populosa ciudad, cruza la primera puerta que ve franca, por la cual
salen quejidos lastimeros. Sobre duro camastro yace tendida una vejezuela, seca
como pergamino, inmóvil. En sus miembros paralizados sólo vive el dolor. El año
se inclina, compadecido, e interroga a la impedida afectuosamente:
-¿Qué es eso, madre? Mal lo pasamos, ¿eh?
-¡Ay, hijo! Esto se llama rabiar y condenarse... Tengo
dentro un perro que me roe los huesos sin descanso... ¡Y sin esperanzas de
curación! ¡Cuatro años que llevo así!
-¿De modo que no querrá usted llevar uno más? -exclamó el
chico con anhelo-. Porque yo soy el Año que viene ahora, y si usted gusta,
puedo quitarme de en medio. Desaparezco por escotillón. Usted descuenta ese
añito de los que le faltan de padecer... ¡y a vivir... o a morir, según Dios
disponga!
Profundo espanto se pinta en la cara amojamada de la
vieja. Brillan de terror sus apagados ojos, y cruzando las manos -sólo estaba
baldada de la cadera abajo- implora así:
-¡No, Añito del alma, no te vayas, no te quites! No,
Añito, eso no. ¡Ya parece que me siento algo aliviada...! ¡Me anuncia el
corazón que no has de ser malo como tus antecesores!... ¡Un añito! ¡Y a mi
edad, que quedan tan pocos!
Maravillado sale el Año de allí, y como anda tan ligero,
presto deja atrás la ciudad y se encuentra en una especie de colonia obrera,
albergue de los trabajadores en las minas de azogue.
Sórdida estrechez se delata en el aspecto de las
casuchas, y las filas de seres humanos que a la incierta luz del amanecer se
dirigen a hundirse en las entrañas de la mina, llevan estampadas en el rostro
las huellas del veneno que impregna su organismo. Su palidez verdosa, su
temblor mercurial incesante causan escalofrío y miedo.
El Año, espantado de tal vista, se acerca al que más
tiembla, que no parece sino muñequillo de médula de saúco bajo la influencia de
eléctrica corriente, y le hace la misma proposición que a la vieja tullida.
El temblor del desdichado aumenta. Hiere de pie y de
mano, danzando como si le hubiese picado la tarántula maligna. Sus ojos ruegan,
sus rodillas se doblan y entre dos zapatetas suplica afligido:
-¡Eso nunca, señor de Año! ¡Por lo que usted más quiera,
no me quite un pedazo de la dulce vida! ¡Es el único bien que poseo!
Apártase el Año, entre horrorizado y despreciativo, y con
la rapidez propia de su marcha (el tiempo vuela, ya se sabe), al instante llega
a orillas del mar, ve un presidio y se introduce en una de sus cuadras.
Residencia para todos odiosa, sombría, mefítica,
emponzoñada por hediondas emanaciones, ¿qué será para el hombre que no cesa de
dar vueltas a tremenda idea fija: la certidumbre de haber sido condenado sin
culpa a cadena perpetua, y de que, mientras se consume en el penal, abrumado de
ignominias, el verdadero criminal, que le robó libertad y honor, se pasea tan
tranquilo, lisonjeado del mundo, favorecido de la propia mujer del preso? Y los
abyectos compañeros de cadena, al observar en el presidiario inocente un
instinto de honradez, una imposibilidad de adaptarse a la degradación, le han
tomado por esclavo y víctima, y a fuerza de golpes le obligan a que les sirva y
desempeñe los menesteres más bajos.
Cuando el Año penetra en la cuadra, el desdichado preso
se ocupa en liar los sucios petates de la brigada toda.
«Lo que es éste, acepta -discurre el Año entre sí-. A
vivir semejante, será preferible el nicho.»
Al formular la proposición, seguro de que la oiría con
transporte, el Año sonríe; pero el presidiario, apenas comprende, se subleva,
chilla, pone las manos como para defender o pegar. ¡No faltaba más! ¡Después de
tanta inmerecida desventura, iban a robarle un año de existencia! ¡En seguida!
¿Y si mañana reconocían su inculpabilidad y le echaban a la calle? ¡Pues
hombre! Confuso y aturdido huye del presidio el Año Nuevo. ¿A qué repetir la
tentativa? Nadie quería perder minuto de esta vida tan injuriada y tan perra...
Sin embargo, por tranquilizar su conciencia, recorre el
Año los lugares en que se llora, las mansiones del dolor y la necesidad, las
famélicas buhardillas, los campos que riega el sudor del labriego, los
asquerosos burdeles, los hospitales, los asilos de la mendicidad, las
leproserías, las glaciales prisiones siberianas... Doquiera le dicen «arre
allá» cuando pretende cercenarles un año de suplicio...
Ahíto de ver tanta desdicha, el Año quiere reposar una
hora en alguna casa alegre, rica y elegante, y se detiene en el palacio de un
señor poderoso, a quien rodearon desde la cuna prosperidades y lisonjas, sobre
quien llovieron amores, honores y riquezas.
En una estancia que más parece museo, donde tapices de
armoniosos tonos apagados sirven de fondo a relucientes y arrogantes armaduras
antiguas; recostado en un sillón guadamecí*, descansando la sien sobre el puño,
está el potentado, siguiendo con lánguido mirar los reflejos de la llama que
arde en la chimenea.
«¿Qué dirá éste de mi proposición? -calcula el Año-. Saltará
al oírla. Me cruza con aquella tizona, de fijo.»
¡Y por chancearse, por curiosidad, ofrece el consabido
trato... Doce meses menos, un recorte en la tela del vivir!... Alza la frente
el magnate, sonríe penosamente, y tendiendo la diestra, farfulla como si
tuviese pereza de hablar:
-Convenido: venga esa mano... ¡Doce meses de aburrimiento
que desquito! Mil gracias... No tengo arranque para pegarme un tiro; pero así,
indirectamente, es otra cosa...
Y entonces el Año Nuevo se encoge de hombros, alejase de la
señorial mansión, y anuncia a son de trompeta, en calendarios y diarios, su
entrada en la casa de locos de la Humanidad.
* Guadamecí.- Del ár. hisp. ḡadamisí,
y este del ár. ḡadāmisī, de Gadames, ciudad de Libia).
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