Como cada mañana baja despacio los escalones que la separan de la arena. Nota cómo sus huesos se resienten al bajar la empinada calle, que la trae desde su casa hasta la playa. Busca el abrigo de una barca, se sienta a su lado, y trata de acomodar su dolorida espalda en ella. Una vez que logra cierta comodidad, estira despacio las piernas para que no le duelan las rodillas, se arrebuja en la vieja y gastada pañoleta, apoya la cabeza y, con los ojos entornados, se queda a la espera del milagro diario que no se cansa de contemplar: el amanecer.
Mientras aguarda que la luz venza a la oscuridad, los recuerdos vuelan a su mente. Se ve primero niña, jugando en la arena. Su padre, un pescador joven, guapo, dueño de unos ojos que son como dos esmeraldas que la vigilan mientras separa el pescado. A su lado su madre se apresura a coser los rotos que se han hecho en las redes, son pobres, pero inmensamente felices.
Hay un salto en sus recuerdos. Ahora se ve como una joven hermosa, tiene un rostro perfecto, heredó los hermosos ojos de su padre, y el cuerpo algo llenito, pero de sensuales curvas de su madre. Los pescadores comentaban que Julia era, sin duda, la joven más guapa de todo el barrio marinero. Eso fue lo que pensó Daniel, su compañero de juegos en la arena. Una mañana, descubrió que su amiga ya no era la niña de largas trenzas, a la que él mortificaba, tirándole de ellas. Un día Julia bajó a la playa con su madre a esperar el regreso de las barcas, como siempre, pero cuando él la vio se preguntó quién era aquella joven tan guapa. Se tuvo que acercar con disimulo, y fue entonces cuando descubrió que era Julia. Sus trenzas habían desaparecido: llevaba el pelo corto, como ella siempre quiso llevarlo, para nadar mejor, pero su madre no dejaba que se lo cortara. Así, sin su pelo largo, la vio como la mujer más hermosa de todo el mundo. Ese mismo día se lo dijo, y ella se sintió la chica más afortunada de todo el planeta.
Julia suspira. El fuerte dolor en los dedos de sus manos le interrumpe sus recuerdos. Se frota una mano con otra. Al fondo, la línea del horizonte se empieza a poner roja, al momento, emerge aquella bola de fuego, la que le impulsa a bajar hasta la orilla todas las mañanas. Se incorpora, no le gusta perderse ningún detalle. Cada amanecer se imagina que el horizonte arde. Desde pequeña ella ve un enorme incendio, hasta que la bola roja se convierte en su amigo el sol. Entonces ya se fija en otras cosas, el reflejo sobre el mar, el cambio de color de las nubes, ahora, rojo, después rosa, malva. A veces no le da tiempo a ver todos los detalles, estos ocurren de forma rápida, o quizás es ella, la que ya con sus años, tarda más en asimilar tanta belleza.
Se fija cómo a los lejos se divisan las diminutas barcas, ellos, los pescadores, vuelven al amanecer, como antaño. Ya son muy pocos los que quedan allí, el progreso no les permite faenar cerca de una playa importante. Regresan temprano y corren a repartir lo que han pescado entre los restaurantes vecinos, se llevan las redes para remendarlas en las azoteas de sus casas. A ella, desde que se quedó viuda, le dejan alguna red para coser, a cambio de pescado, lo cual es todo un lujo que no siempre se puede permitir, son malos tiempos para todos.
Recuerda cuando se casó con Daniel, lo felices que fueron, todas las ilusiones que pusieron en el futuro. Los hijos no vinieron, pero eso no fue motivo de pena, al contrario, los unió más. Ella se afanaba en remendar redes, y vender a sus vecinos el pescado que aún saltaba en la cesta. Todo era ahorrar para poder comprar una barca más grande. Por fin realizaron su sueño. El día que la bajaron a la playa su marido no la dejó que estuviese allí. Le dijo que, por favor, bajara algo más tarde. Cuando lo hizo, la barca, pintada de un azul mar, parecía sonreírle. Daniel la esperaba a su lado, cuando ella estuvo cerca, él se alejó un poco, y allí, pintado con letras grandes, estaba su nombre, Julia. Fue un momento inolvidable, ni siquiera habían hablado de un nombre para la barca. Se abrazaron mientras ella lloraba de contento. Después vinieron años de intenso trabajo. Daniel cada día se levantaba más temprano, quería capturar más peces para terminar de pagar la embarcación cuanto antes. Mientras, ella, aparte de vender pescado, limpiaba algunas casas que estaban en el paseo de la playa. Terminaba cansada pero feliz. Mientras subía despacio la pendiente de la calle, pensaba en que, tan pronto terminaran de pagar la barca, entonces, podría arreglar la pequeña casita que él heredó de sus padres, necesitaba una cocina nueva, también el baño y el techo de la azotea necesitaban un arreglo. Por fin llegó el día en que se pagó el último plazo, lo celebraron con una comida especial, en ella planearon los arreglos de la casa.
A la mañana siguiente, Daniel se marchó muy pronto, le dio como siempre un beso en la frente, muy suave, no le gustaba despertarla, pero ella siempre lo estaba y lo abrazaba fuerte. Ese día hizo lo mismo. Él salió, pero volvió sobre sus pasos, y la besó largamente en los labios, después le dijo un te quiero que, sin saber por qué, la hizo estremecer. Al momento de marcharse, el viento empezó a silbar muy fuerte, las contraventanas se estremecieron casi tanto como ella. Pensó en salir y llamarlo, decirle que no saliera al mar, pero era casi verano, y nadie había hablado de tormenta. Siguió en la cama, pero ya no pudo dormir. De pronto un golpe de viento abrió la ventana, las cortinas volaron, primero hasta el techo y después hasta la cama, como si quisieran atraparla. Se levantó asustada y la cerró, tuvo que hacer fuerzas, el viento empujaba con furia. Se vistió apresuradamente y salió a la calle, otras vecinas, también mujeres de pescadores lo hacían en ese momento, estaban tan angustiadas como ella. Nadie se imaginaba aquel viento tan fuerte en cuestión de minutos. Todas corrieron calle abajo en dirección a la playa. Cuando llegaron no había barcas, la noche era oscura como el fondo de un pozo, ni una sola estrella se veía en el cielo. Se sentaron formando un corro y se pusieron a rezar. Con las prisas, ninguna cogió un reloj. Los minutos parecían horas, y éstas, días. El viento se había calmado, pero el aire era muy frío. Por fin el horizonte se empezó a iluminar, pero las nubes negras al lado del sol no presagiaban nada bueno. Cuando la claridad se hizo mayor, se vieron las barcas, estaban muy alejadas unas de otras y se acercaban de prisa a la orilla, ella gritó.
– No veo a Daniel.
Las mujeres trataron de calmarla, pero ella, repetía de nuevo que no estaba. Cuando los hombres llegaron a la orilla estaban lívidos, dijeron que varias barcas habían volcado, pero que la noche era tan oscura que las pequeñas luces que llevaban, no servían para nada. Daniel no apareció. Ni él ni su barca. En vano le buscaron día y noche. Al tercer día el mar lo arrojó a la orilla con rabia, como si se hubiese cansado de jugar con su cuerpo. Julia sabe que en ese instante ella también murió sólo que, por extraño capricho del destino, su cuerpo, por fuera, sigue vivo.
Su casa quedó sin arreglar. Sus sueños, dormidos. Y ella se convirtió en alguien que ansia morir, pero continúa viva. Durante unos años trabajó en lo que pudo. Ahora que va a cumplir los setenta, tiene una pequeña paga, no contributiva, con eso y los remiendos de las redes puede sobrevivir, la humedad de la casa le aumenta los dolores de su artrosis. Sus manos, deformadas, dentro de poco no podrán coser. Las rodillas le duelen mucho, pero ella piensa que, aunque sea a rastras, tiene que seguir bajando a la playa. Es ver el amanecer lo que le da fuerzas para aguantar un nuevo día y volver a subir la empinada cuesta que la lleva a su casa. De noche, antes de acostarse, besa la foto de boda y le pide a Daniel que la venga a buscar pronto, él le sonríe desde el viejo portarretratos, es como si le dijese, que no tenga prisa, pero Julia hace años que no quiere vivir, y cada día se le hace más largo que el anterior. Cuando apaga la luz, cada noche, le pide a Dios que su cuerpo amanezca muerto y su alma junto a Daniel.
A la atención de los señores del jurado del concurso José Luís Gallego
He recibido un correo con el acta levantada por la Asociación de Vecinos de Aluche y el Taller literario Pluma y Tintero. En el mismo veo con mucho agrado que mi relato Julia, se encuentra entre los finalistas. Por ese motivo, el cual me ha llenado de alegría, les quiero dar mis más sinceras gracias a todos los miembros de dicho jurado.
Me gustaría mucho poder acompañarles el jueves, pero me separan muchos kilómetros de mí querido Madrid. No estaré en presencia, pero sí les acompañaré con el pensamiento. Aparte me hubiese gustado leer un poema de Miguel Hernández, poeta al que admiro mucho. Como esto es muy corto, si es posible, me encantaría que lo leyesen.
No puedo olvidar - Miguel Hernández
No puedo olvidar
que no tengo alas,
que no tengo mar,
vereda ni nada
con qué irte a besar.
En el III Concurso quedé finalista por Giovanni, tengo un diploma, no recuerdo si lo recogió mi hija, pero lo guardo con mucho cariño. Esta vez no tengo a nadie en Madrid, por lo que les ruego que la Asociación o el Taller se tomen la molestia de enviármelo.
Reciban un cordial saludo y de nuevo mis más sinceras gracias.
Mª José Núñez Pérez
2 comentarios:
PEPI, mi dulce y querida amiga Pepi, felicitarte es poco, se que te dará alegría saber que tu relato me dejo sin aliento por un momento, me encanto, una historia triste pero tan cargada de Amor. Digna de vos.
Mi abrazo siempre.
Tere.
Precioso relato Pepi. Sin duda, digno merecedor de ese premio que te han otorgado. Me he emocionado leyéndolo, pues en él queda patente algo que ya sabía por tí. Tu inmenso amor por el mar.
Un fuerte abrazo.
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