Robert Desnos
Había una vez un árbol que albergaba luciérnagas.
Cada noche, se activaba la circulación de su sangre, gracias al movimiento de las luciérnagas y sus cuerpos lumínicos.
Las plazas de las ciudades, los parques, los bosques y los jardines eran como grandes fiestas que titilaban: fiestas sin sonidos ni regalos…sólo ramas, troncos, y hojas briilando en el acto más hermoso y antiguo del mundo.
Cada mañana cuando el sol se despertaba de su siesta nocturna, los bichitos de luz (sinónimos de estrellas efímeras en la tierra) se apagaban. Aquello era un acto de amor: con esas luces los insectos se unían para engendrar otra lucecita en sus vientres.
Hasta que un día apareció el hombre con un extinguidor de luciérnagas, con manos-tijeras y sueños olvidados; por envidia y dolor, arrancó los árboles y olvidó la importancia de la noche, la necesidad de un sol y la luz. Llegó para derrotar el propósito de la naturaleza y su razón de ser.
El hombre había llegado para olvidarse a sí mismo y negar que, un dios lo creó en sueños, le dio razón y esencia, manos y un vientre para dar luz, dar vida.
Ahora el hombre está amputado.
Ahora ya no hay árboles luminosos.
Algo sin nombre me contó anoche, que escuchó llantos y lamentos verdes bajo el mar.
Quizás sea ese el secreto que guardan las aves marinas.
El ser humano tendrá que aprender nuevos lenguajes para comunicarse con formas de vida no-humanas, para comprenderse
Respetarse
Descifrarse.
Los pensamientos se despluman como aves sin memoria, sin palabras de aire…
Los pensamientos son luces. El cerebro humano es un árbol.
Hubo una vez un árbol…
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