Salí de un taller de cierto renombre y, aunque mis hermanos eran muchos y nos encontrábamos en varias filas, nos manteníamos de pie, firmes y engalanados; con nuestras vestiduras moradas, color rojo burdeos y hasta negras; de seda fina o de lino; todos quietos, en silencio, como correspondía a nuestra función y a nuestra dignidad: éramos reclinatorios, de varios tamaños, de varios grosores de madera, que era el material de que estaba hecha nuestra alma.
martes, 21 de febrero de 2012
Relatos de las alumnas: ejercicio de personificación.
El reclinatorio
Francisca Gracián Galbeño
Salí de un taller de cierto renombre y, aunque mis hermanos eran muchos y nos encontrábamos en varias filas, nos manteníamos de pie, firmes y engalanados; con nuestras vestiduras moradas, color rojo burdeos y hasta negras; de seda fina o de lino; todos quietos, en silencio, como correspondía a nuestra función y a nuestra dignidad: éramos reclinatorios, de varios tamaños, de varios grosores de madera, que era el material de que estaba hecha nuestra alma.
Algunos de nosotros, según los
comentarios que llegaron de la vecindad, estaban destinados a catedrales,
iglesias importantes, monasterios; otros iban a ir a pequeños oratorios, para
uso de modestos párrocos o, más bien, de algún clérigo o personaje de renombre
que visitara el lugar, de paso para algún destino principal; y los más ligeros
y sencillos, serían separados para ir a mansiones particulares, a capillas
domésticas de familias de la baja nobleza, o burgueses piadosos, o simplemente
de los que ostentaban signos de religiosidad porque aquello era apropiado para sus fines.
Vi, pues, la luz, en un siglo
convulso al que oí llamar siglo dieciséis. De hecho, poco después de que en 1.517,
un monje agustino de nombre Martín Lutero dio a conocer, lejos de mi lugar de
nacimiento, unos papeles con 95 tesis, exponiendo sus ideas y desafiando al
Papa de Roma, y que inició un movimiento llamado Reforma, se gestó una
respuesta contraria que se denominó Contrarreforma, y todo el mundo se vio empujado a tomar partido.
Y en mi país, que era contrario a
las ideas del fraile, se empezó a multiplicar la fabricación de objetos que
tenían que ver con las ideas religiosas predominantes, y salieron al mercado
ingentes cantidades de hábitos, rosarios, cilicios, cruces, estandartes,
reliquias y reclinatorios.
Según las autentificaciones de las
autoridades competentes, los trozos de la cruz de Cristo eran tantos, que se
hubieran podido componer varios cientos
de ellas.
El caso es que la gente se apasionó
en discusiones y en prácticas, todo o casi todo en el ámbito privado; porque la Iglesia Católica empezó
enseguida a perseguir a individuos y a grupos por los cuales se sintió
amenazada.
Por tanto, la gente comenzó a hacer
gala de sus creencias y ritos en conformidad con la iglesia imperante. Y muchos
de nosotros fuimos colocados ante pequeños altares domésticos; y cuando había
visitas, dejaban abiertas las puertas de los oratorios, para que los amigos viesen
cuán piadosos eran los habitantes de la casa.
Yo nunca pude contemplar una de
estas iglesias de las cuales oí hablar a los aprendices del taller; porque
cuando terminaron de construirnos y nos adornaron uno por uno, me llevaron, muy
bien envuelto a una casona, casi un palacete, que se levantaba en el extremo de
un bonito pueblo que vivía agazapado entre montes y barrancos.Tuvo primero el
nombre de Arunda, cuando era celta; Runda, después de que pasaran por allí los
griegos; y desde el siglo III, con los romanos, alcanzó el rango de ciudad, y
su nombre definitivo de Ronda. Tenía, varios siglos después, una pequeña
comunidad de aristócratas y era un punto apenas en lo que fuera una vez el país
de Al Andalus, en la parte sur de Hispania, que ahora se llamaba España, y donde
todo el mundo había sido condenado a pensar, creer y vivir lo mismo que sus
vecinos.
Claro que todas estas cosas
interesantes las oí mucho después, y fue porque mi primer usuario leía sus
páginas de “Historia de España” sentado en mi cojín.
Vine a ser espectador de las
devociones de un jovenzuelo que, en cuanto sus padres se daban la vuelta, se
sentaba en el almohadillado y soñaba con otros mundos. Como un amigo fiel y discreto, le había
escuchado componer y recitar versos,
mientras sus padres, que le oían susurrar, pensaban que seguía con sus
oraciones. Y es que el muchacho tenía gran devoción, pero no hacia las imágenes
de su capilla, sino hacia la hija adolescente de sus vecinos. Y yo, a veces, lo
notaba tan angustiado, que a menudo sentí salírseme el corazón del cuerpo.
No sé cuáles serían las
experiencias de mis compañeros, a los que no volví a ver. Pero la madera noble
de mi alma se resquebrajaba, y lloró tanto con las penas del chico, que temí quedar pronto inservible. Claro que ésta
fue la primera vez en que vibré con los sentimientos de quienes se hincaban de
rodillas sobre mi almohadillado, o a veces se sentaban en él.
Por la tela con que suavizaba las rodillas que
me visitaron, pasaron muchos años, muchos chicos y chicas, muchas oraciones y
muchas soledades. Oí confidencias,
frases de rebelión, promesas y miedos.
Oyente silencioso, enjugaba
lágrimas con mi seda y, una generación tras otra, di una cálida bienvenida a todo
aquel que se apoyó en mí.
Varias veces cambiaron mi funda y mi relleno,
en otras ocasiones me repararon una pata rota. Y aunque me dolió, nunca quise
acusar ni devolver el golpe a uno de los adolescentes de la casa que, cuando el
cura le echó una reprimenda cruel después de una caída moral de lo más humana,
serró mi madera por un lado hasta provocarme un dolor de huesos que adivinaba
perenne, y una pena en el alma por la severidad que heló para siempre el
corazón del joven.
Durante varios siglos esa fue, más
o menos, mi vida. Después llegué a estar tan deslucido que temí acabar en una
leñera.
Pero, aunque con algunos
sobresaltos (recuerdo haber oído hablar del siglo de la Ilustración , de los
franceses intentando hacerse los dueños de nuestro pueblo, de los bandoleros de
Sierra Morena, de la Primera Guerra
Mundial, que dejó al pueblo sin hombres, y años después, la Guerra Civil Española, que lo
dejó sin sonrisas), para mí casi todo se reducía a estar en la pequeña capilla
o muy escondido, con las imágenes, en un trastero secreto.
Y un verano cambió mi destino y
pude ver otros horizontes antes de morir: fui regalado a una amiga de la
familia, que se trasladaba a la ciudad; y viví en su dormitorio varios años.
Sólo le servía como adorno, pues le gustaba rezar sentada en un gran sillón
frailero.
Yo la miraba, y tenía la intención
de darle algún consejo, pero no creo que
me oyera, por no estar suficientemente cerca. Y me frustré muchas veces, porque mi función
era esa: consolar y aconsejar a las personas.
Así que me alegré cuando, ya
viejecito y crujiéndome los huesos, me llevó una mañana a la sacristía de la
iglesia junto a la cual tenía su casa, y me entregó al cura con el que ya había
hablado en días anteriores; y después de limpiarme y embellecer de nuevo mi
cojín, me pusieron en una fila de la nave central, junto a otros reclinatorios
como yo, algo usados, pero contentos por la aventura.
Y aquí estoy ahora; recibo a varias
personas a la semana, las oigo, las aconsejo, y procuro consolar sus vidas. Aquí
permanezco, esperando el fin de mis días en este rinconcito de la Catedral de Málaga.
Francisca
Gracián Galbeño
19 de Enero de 2.012
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1 comentario:
Cuando visite la atedral de Málaga,buscare tu reclinatorio ..
Muy buen relato Francis ,consegiste un trabajo estupendo .Pude "oir"al reclinatorio.
Un besito
isa
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