Isabel Fraile Hernando
Al principio, los tres colegas de mesa: Luis, Remigio y Lolo, prejubilados como él, le tomaron por pintor de brocha gorda, algo que Germán se apresuró a corregir. Aquel hombre bajito, rechoncho y con manos morcillonas no pudo haber sido nada más, como si el aspecto físico fuese imprescindible para el sentimiento y el don natural. Sí, era cierto que se ganó la vida con el gotelé o estucando las paredes de los pisos, que las manchas de pintura del mono utilizado para los trabajos, no eran de acuarela, óleo, o pastel, pero eso quedaba al margen de lo que era su pasión y que, por circunstancias ajenas a su voluntad, tuvo que abandonar.
-Tenéis que ver alguno de mis cuadros y decirme que os parecen. Si ningún compromiso, por supuesto, aunque son algo viejos y están cuarteados, casi como yo, je je je.
La pretensión cómica de la frase queda solo en eso, en pretensión. Sus ocasionales amigos se arman de paciencia ante estas explicaciones y cambian pronto de tema.
-Venga, Germán, no te distraigas. Con juego y pares, corta el mus y no te azares.
Ante salidas así, al Pinceles, no le queda otra que agachar la cabeza, centrarse en la jugada y dejar de lado el tema de su interés: el arte de la pintura. Así, un día tras otro, con las únicas variaciones que marcan la mano de cartas.
Socorro, la mujer de Germán, nunca entendió la pasión de su marido por el arte. Protestona de por sí, lo es mucho más ante tanto cuadro disperso por la casa. Sobre todo ahora, que es necesario más espacio para acoplar la cuna y demás cachivaches de su nieto. Durante una temporada el matrimonio va a ejercer de abuelos–padres. A Leonardo, su hijo, le han ofrecido un trabajo en otra ciudad y, tal como están las cosas, no es cuestión de poner reparos. Blanca, su pareja, viaja con él.
-Lo que me faltaba, de prejubilado a pasear al niño -eso piensa Germán aunque por su carácter, no protesta demasiado.
Fue en uno de estos paseos cuando se fija en el anuncio: Exposición de pintura Victoriana: “La bella durmiente”. El titulo le resulta sugestivo. En el cartel, una joven recostada en un diván al aire libre parece dormir. EL ropaje ligero trasluce un cuerpo terso. Los muslos bien torneados, la insinuación de los pechos, como dos lomas suaves sin descubrir .Su voluminosa melena descansa indolente sobre el brazo, que sirve de almohada. Se fija en la pequeña oreja al descubierto e imagina a un amante vertiendo por ella palabras de amor. Desde el lugar donde observa Germán, a la derecha de la joven, y en un plano más alto, la adelfa roja parece querer alcanzarla. La imagen incluye el paisaje del mar, que al hombre se le antoja en calma tensa. Con los ojos fijos en aquella figura cree apreciar un movimiento en la tela, como si el aire fuera a violar aquel descanso. Pestañea un par de veces sin poder apartar la mirada de aquel rostro, de aquel cuerpo. Un escalofrío le recorre de arriba abajo. En el estómago la vieja y conocida sensación. El deseo. Aquel deseo irrefrenable que sentía de joven cuando necesitaba el pincel entre sus dedos. El recuerdo del olor a trementina se hace tan presente que mira en torno suyo para asegurarse que no es real.
Desde el carrito de bebé su nieto le sonríe. Ese paréntesis de breves minutos, o tal vez segundos, le renueva por dentro. Antes de retomar el camino, apunta el horario de apertura y teléfono del museo en la libreta que siempre lleva encima.
-¿Y por qué ahora no? -Dice en voz alta mirando el cartel.
Por la tarde compra un lienzo pequeño, tubos de óleo y pinceles. Sí, aún era tiempo.
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