Juana Castillo Escobar
Frederic, al otro lado del caballete, observa a la joven que, tumbada sobre un mullido asiento, en un escorzo casi imposible, duerme sin temor. Su cuerpo sensual, cubierto por un flamígero peplo, provoca mayor deseo que si estuviera desnudo: sus formas se adivinan bajo la tela, sutil como el agua cristalina.
El aroma salobre de la mar llega hasta la terraza donde las adelfas desprenden gotas de savia perfumada, aroma de amor, néctar de muerte…
El pintor, bien asida la paleta, mezcla tonos y, con destreza, plasma sobre el lienzo aquel momento de paz. Frederic desea atrapar un sueño, un instante, un suspiro. Desea estar dentro de ella. Saber lo que ella sabe. Ser, por un instante, ella. Sentirse ella… Piensa: Si Mary, mi santa esposa, fuera como tú… En algún momento casi lo fue. También posó para mí, pero duró tan poco tiempo su hermosura. Me pregunto, ¿dónde perdió su sonrisa? ¿Cuándo? ¿De dónde le vino esa adustez en el rostro y en sus maneras? ¿Acaso con la maternidad? Los entendidos dicen que las mujeres, al ser madres, se dulcifican. Mary no, a ella le crecieron púas como a un erizo. Se alejó de mí, y consiguió que me distanciase de mis amigos. ¡Menos mal que aún no me ha puesto trabas con la pintura, nuestro medio de subsistencia, mi vida! ¡Mi vida! ¿Mi vida?, tú. Sí, tú serías mi vida si accedieras a ser tratada por mí como una esposa… Pero te resistes. Eres tan joven, tan divina, tan divina… Y estás ahí, dormida para mí. Al alcance de mi mano, sensual y provocadora sin buscarlo…
Las reflexiones de Frederic vuelan con el viento, mientras la tarde se desliza con suavidad, con tanta suavidad como el pecho de Victoria tiembla al compás de un suspiro. La joven modelo sueña. En su soñar evoca a Michael, un joven al que conoció en casa de Frederic, también modelo como ella. Una vez posaron juntos, representaban en aquel cuadro a Júpiter y Juno, desde entonces Victoria fantasea con él, lo ve si cierra los ojos, le siente cerca aunque no esté a su lado. Y en esa tarde de junio, cálida y reposada, Victoria sueña con otros mundos, otros cielos compartidos con Michael.
- Juno, mi adorada compañera –cree escuchar Victoria, convertida en diosa, ahora, por obra y gracia de su imaginación-, ¿duermes?
- No. Sí. No sé… ¿Quién…, quién eres? ¿Te conozco?
- Por supuesto, soy tu adorado hermano, tu amante esposo, Júpiter.
A quien ve Victoria es a Michael ataviado como el gran dios romano, rodilla en tierra, sonriente, feliz de estar a su lado.
Sí, hace poco los dos jugaban a ser dioses del panteón latino. Así nos informamos de su historia, es fundamental si queremos hacer un buen posado. Eso le dijo Michael y ella rió, rió a carcajadas, con ganas, ¡era tan feliz a su lado!
Victoria, por un momento, jadea al respirar. Sus ojos se mueven inquietos bajo los párpados. Quiere abrirlos, necesita abrirlos, pero no lo consigue.
- Michael. Júpiter… –murmura, tan suave, que la brisa se lleva sus palabras.
El pintor se asoma de detrás del lienzo para mirarla una vez más.
- Me pareció oír… –se dice entre dientes. La observa con hambre-. Necesito aprenderla, aprenderme su cuerpo, sus formas, el suave balanceo de su respiración. Esa respiración que más parece un barco acunado por las ondas marinas que un pecho tembloroso.
Frederic permanece unos instantes pensativo. Deja la paleta sobre la mesita supletoria que tiene próxima al caballete, se limpia con cuidado las manos en un paño y, tratando de hacer el menor ruido posible, se acerca hasta Victoria. Una vez a su lado se agacha junto a la cabeza de la joven. Parece medirla con los ojos. Ella balbucea en ese instante:
- Michael…
Al escuchar el nombre del muchacho, el pintor se levanta como si un resorte lo hubiera impelido a ponerse en pie. Recula. Tropieza con una maceta de las muchas que adornan la terraza. Se frota las manos con nerviosismo.
¿Por qué? ¿Por qué tiene que soñar con él y no conmigo? ¿Acaso le repelo como hombre? Luego se increpa: Frederic, eres un loco. Ella es joven, Michael es joven, tú los uniste, ambos son libres como el viento, como esas gaviotas que surcan el cielo, no eres nadie para ella, sólo el pintor que…
Es incapaz de pensar más, de auto reprenderse, pasea en círculo por la azotea. Pero nada de esto perturba ya el sueño eterno de Victoria.
Desde una de las ventanas de la mansión, al otro lado de la gran cristalera, Mary observa toda la escena agazapada tras los visillos de organdí. Altiva, orgullosa, en su cara de rasgos aguileños se dibuja la mueca de una sonrisa. Después de abandonar el mirador tira de la campanilla. Requiere la presencia de una de las sirvientas. La aludida llega sofocada, sabe cómo se las gasta su señora. Llama con timidez a la puerta. Desde dentro se escucha un ácido: Adelante. La mujer entra, hace una reverencia y aguarda instrucciones.
- Margaret, ya puede retirar el servicio.
Recoge la tetera, la cucharilla, dos platos, una de las tazas. Con extrañeza pregunta:
- ¿Hubo dos tazas?
- Sí, hubo dos –responde con absoluta frialdad-. Una se rompió y saqué otra del aparador. Los pedazos están bajo la ventana. Envíe a alguien de la cocina para que los recoja. ¡Ah, Margaret, si pregunta el señor por mí, dígale que subí a mi dormitorio a lavarme las manos! Desde que bajé a la terraza a contemplar las plantas noto un bochorno muy pegajoso y molesto del que no logro zafarme con nada. Un poco de mi jabón perfumado, y agua en cantidad, borrarán este ligero agobio… Luego descansaré unos minutos, que nadie me moleste.
La rubicunda Margaret asiente con la cabeza. Sale del comedor y se dirige con rapidez hacia la cocina. Sus magníficas tazas de porcelana –se dice-, sus únicas e inigualables tazas de porcelana, por las que moriría si se le rompiera alguna, o mataría si al fregarlas las dañábamos. ¿En qué quedamos…? No le agrada la señora. En un principio le pareció un ave de presa, y no la mujer más idónea para el señorito. Ahora, después de los años, le parece un pájaro de mal agüero.
Al hallarse sola Mary vuelve a sonreír. Camino del dormitorio se dice-: En unos segundos estarás en casa. Vendrás lloriqueando como un niño. Incluso sé lo que exclamarás: “¡Está muerta! ¡Está muerta!”. Y, como es habitual, no vas a saber reaccionar, ni qué hacer. Pero aquí está tu Mary para sacarte de apuros, también para conseguir que te remuerda la conciencia. No lo dudes. Primero te calmaré y, cuando lo haya logrado, me escucharás decir: “Habrá sido la adelfa. Dejaste que se pusiera bajo ella y ya te advertí que es venenosa. Si le cayó algo de su néctar…”. Y si se pone en el té…, pero esto no precisas saberlo, no es necesario que te cuente que fui amable con la joven, que le ofrecí un té bien frío en una de mis mejores tazas de porcelana, que ahora, ¡oh, Dios, qué desgracia, qué lástima de taza, está…, está rota!
1 comentario:
Muy bien Juani, como siempre emoción y suspense hasta el final.
Enhorabuena, me gustó.
Un beso, SUSANA
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