Delfina Acosta
Durante el día solía permanecer huraña.
- ¿No vas a lavarte los cabellos?
- Solamente un baño.
- ¿Por qué no te peinas?
- Con un lazo bastará.
Mi existencia había tomado un rumbo literario. Cuando el sol se ponía y los elementos de la naturaleza inclinaban con fuerza a los sauces del cementerio, me apuraba la necesidad de escribir.
- Estás mal de la cabeza mi niña -me decía la nana, dirigiéndome unos ojos asustados.
Pues claro que sí; que me sentía enferma, yo lo sabía.
Pero, ¿qué trazador de versos en letras itálicas, no cae en la cuenta de que su cabeza suele ser invadida, repentinamente, por cientos de langostas?
Escribía por la tarde. Al menos había logrado ajustarme a un horario que no fuera motivo de gritos por parte de mi padre, quien al ver la luz prendida en el gabinete, perdía el sueño nocturno y se levantaba frecuentemente a orinar.
Una tos seca me acosaba. Sin embargo, me gustaba escucharme toser. Mi madre me observaba con lástima; sabía que no podía hacer nada por mí, salvo partir en dos mitades perfectas un comprimido de meprobramato, que hacía que tomara con agua. Bajo los efectos del tranquilizante, me libraba del tormento de la escritura inmediata y del presagio de futuras escrituras escabrosas.
Mi caligrafía ilegible revelaba el ánimo furioso e irritado del mar, que era, a veces, con su sonoridad vespertina, la causa de mis oleadas de nerviosismo. Anoté veinte historias sobre el océano. Pero también sobre un jardinero, que enterraba gatos recién nacidos debajo de un rosal amarillo, mientras la dueña de la casa, una anciana jorobada, los andaba buscando por el corredor y las habitaciones.
Cierta vez hice un cuento sobre una mujer delgada y hermosa, que había salido a la calle, a la medianoche, con una alcuza en la mano. Llamaba a sus mininos perdidos con voz de bambú; las ventanas de las casas del pueblo se abrían de par en par y por ellas se asomaban los vecinos.
- No son horas de andar gritando - le decía una señora, que daba de mamar a su niño.
- Gatos malditos. Si los encuentro los mato -gritaba la mujer de la alcuza.
Escribir se hizo parte invasora de mi vida. Y también tomar pastillas. Don José, el farmacéutico, me preguntaba a menudo cuándo publicaría mi libro. Sabía que el libro tendría que salir alguna vez. Pero aún debía definir el argumento de la moza que se había fugado con el gitano. Es más. No estaba segura de la historia. Jamás me convencieron las fugas. Y en esa indecisión batallaba. El boticario me admiraba. Él también escribía. Como compraba la medicina a crédito, me sentía en la obligación de escucharlo hablar sobre su escritura. “Penumbras en el ártico” llamaba a su obra. La cosa es que no sabía decirme ni dos renglones de ella. Mientras envolvía mi medicina recitaba alguna poesía de Amado Nervo. Y luego, como si el poema fuera de su autoría, me preguntaba con un suspiro de satisfacción: “Y, ¿qué me dices? Terrible, ¿verdad?”
Sabía que me estaba enfermando en serio. La obra crecía, se agigantaba, iba y venía, a costa de mi salud. Tenía la impresión de que el mar, la moza de los hermosos cabellos negros enamorada del gitano, los mininos de ojos relampagueantes y extraviados, todos, estaban metidos en mi gabinete. Mis ojeras me delataban.
- Pero si estás muy mal -me reclamaba mi nana.
No podía parar. No debía dejar en eterno extravío a aquellos gatos. Alguien debía detener a la mujer con la alcuza en la calle. El romance de la moza de ojos airados y pelo renegrido merecía un perfecto final. Todo era demasiado para mí. Hoy fui a la farmacia. He comprado un frasco entero de somníferos.
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