Yukio Mishima
Japón:
1925-1970
|
Garzas en vuelo - Pintura japonesa (desconozco el autor)
Imagen de Internet |
El muchacho que escribía poesía
Poema tras poema fluía de su
pluma con pasmosa facilidad. Le llevaba poco tiempo llenar las treinta páginas
de uno de los cuadernos de la Escuela de los Pares. ¿Cómo era posible, se
preguntaba el muchacho, que pudiera escribir dos o tres poemas por día? Una
semana que estuvo enfermo en cama, compuso: "Una semana: Antología".
Recortó un óvalo en la cubierta de su cuaderno para destacar la palabra
"poemas" en la primera página. Abajo, escribió en inglés: "12th.
18th: May, 1940".
Sus poemas empezaban a llamar la
atención de los estudiantes de los últimos años. "La algarabía es por mis
15 años". Pero el muchacho confiaba en su genio. Empezó a ser atrevido
cuando hablaba con los mayores. Quería dejar de decir "es posible",
tenía que decir siempre "sí".
Estaba anémico de tanto
masturbarse. Pero su propia fealdad no había empezado a molestarle. La poesía
era algo aparte de esas sensaciones físicas de asco. La poesía era algo aparte
de todo. En las sutiles mentiras de un poema aprendía el arte de mentir
sutilmente. Sólo importaba que las palabras fueran bellas. Todo el día
estudiaba el diccionario.
Cuando estaba en éxtasis, un
mundo de metáforas se materializaba ante sus ojos. La oruga hacía encajes con
las hojas del cerezo; un guijarro lanzado a través de robles esplendorosos
volaba hacia el mar. Las garzas perforaban la ajada sábana del mar embravecido
para buscar en el fondo a los ahogados. Los duraznos se maquillaban suavemente
entre el zumbido de insectos dorados; el aire, como un arco de llamas tras una
estatua, giraba y se retorcía en torno a una multitud que trataba de escapar.
El ocaso presagiaba el mal: adquiría la oscura tintura del yodo. Los árboles de
invierno levantaban hacia el cielo sus patas de madera. Y una muchacha estaba
sentada junto a un horno, su cuerpo como una rosa ardiente. Él se acercaba a la
ventana y descubría que era una flor artificial. Su piel, como carne de gallina
por el frío, se convertía en el gastado pétalo de una flor de terciopelo.
Cuando el mundo se transformaba
así era feliz. No le sorprendía que el nacimiento de un poema le trajera esta
clase de felicidad. Sabía mentalmente que un poema nace de la tristeza, la
maldición o la desesperanza del seno de la soledad. Pero para que este fuera su
caso, necesitaba un interés más profundo en sí mismo, algún problema que lo
abrumara. Aunque estaba convencido de su genio, tenía curiosamente muy poco
interés en sí mismo. El mundo exterior le parecía más fascinante. Sería más
preciso decir que en los momentos en que, sin motivo aparente era feliz, el
mundo asumía dócilmente las formas que él deseaba.
Venía la poesía para resguardar
sus momentos de felicidad, ¿o era el nacimiento de sus poemas lo que la hacía
posible? No estaba seguro. Sólo sabía que era una felicidad diferente de la que
sentía cuando sus padres le traían algo que había deseado por mucho tiempo o
cuando lo llevaban de viaje, y que era una felicidad únicamente suya.
Al muchacho no le gustaba
escrutar constante y atentamente el mundo exterior o su ser interior. Si el
objeto que le llamaba la atención no se convertía de pronto en una imagen, si
en un mediodía de mayo el brillo blancuzco de las hojas recién nacidas no se
convertía en el oscuro fulgor de los capullos nocturnos del cerezo, se aburría
al instante y dejaba de mirarlo. Rechazaba fríamente los objetos reales pero
extraños que no podía transformar: "No hay poesía en eso".
Una mañana en que había previsto
las preguntas de un examen, respondió rápidamente, puso las respuestas sobre el
escritorio del profesor sin mirarlas siquiera, y salió antes que todos sus
compañeros. Cuando cruzaba los patios desiertos hacia la puerta, cayó en sus
ojos el brillo de la esfera dorada del asta de la bandera. Una inefable
sensación de felicidad se apoderó de él. La bandera no estaba alzada. No era
día de fiesta. Pero sintió que era un día de fiesta para su espíritu, y que la
esfera del asta lo celebraba. Su cerebro dio un rápido giro y se encaminó hacia
la poesía. Hacia el éxtasis del momento. La plenitud de esa soledad. Su
extraordinaria ligereza. Cada recodo de su cuerpo intoxicado de lucidez. La
armonía entre el mundo exterior y su ser interior...
Cuando no caía naturalmente en
ese estado, trataba de usar cualquier cosa a mano para inducir la misma
intoxicación. Escudriñaba su cuarto a través de una caja de cigarrillos hecha
con una veteada caparazón de tortuga. Agitaba el frasco de cosméticos de su
madre y observaba la tumultuosa danza del polvo al abandonar la clara
superficie del líquido y asentarse suavemente en el fondo.
Sin la menor emoción usaba
palabras como "súplica", "maldición" y "desdén".
El muchacho estaba en el Club Literario. Uno de los miembros del comité le
había prestado una llave que le permitía entrar a la sede solo y a cualquier
hora para sumergirse en sus diccionarios favoritos. Le gustaban las páginas
sobre los poetas románticos en el "Diccionario de la literatura
mundial": En sus retratos no tenían enmarañadas barbas de viejo, todos
eran jóvenes y bellos.
Le interesaba la brevedad de las
vidas de los poetas. Los poetas deben morir jóvenes. Pero incluso una muerte
prematura era algo lejano para un quinceañero. Desde esta seguridad aritmética
el muchacho podía contemplar la muerte prematura sin preocuparse.
Le gustaba el soneto de Wilde,
"La tumba de Keats": "Despojado de la vida cuando eran nuevos el
amor y la vida / aquí yace el más joven de los mártires". Había algo
sorprendente en esos desastres reales que caían, benéficos, sobre los poetas.
Creía en una armonía predeterminada. La armonía predeterminada en la biografía
de un poeta. Creer en esto era como creer en su propio genio.
Le causaba placer imaginar largas
elegías en su honor, la fama póstuma. Pero imaginar su propio cadáver lo hacía
sentirse torpe. Pensaba febrilmente: que viva como un cohete. Que con todo mi
ser pinte el cielo nocturno un momento y me apague al instante. Consideraba
todas las clases de vida y ninguna otra le parecía tolerable. El suicidio le
repugnaba. La armonía predeterminada encontraría una manera más satisfactoria
de matarlo.
La poesía empezaba a emperezar su
espíritu. Si hubiera sido más diligente, habría pensado con más pasión en el
suicidio.
En la reunión de la mañana el
monitor de los estudiantes pronunció su nombre. Eso implicaba una pena más
severa que ser llamado a la oficina del maestro. "Ya sabes de qué se
trata", le dijeron sus amigos para intimidarlo. Se puso pálido y le
temblaban las manos.
El monitor, a la espera del
muchacho, escribía algo con una punta de acero en las cenizas muertas del
"hibachi". Cuando el muchacho entró, el monitor le dijo
"siéntese", cortésmente. No hubo reprimenda. Le contó que había leído
sus poemas en la revista de los egresados. Después le hizo muchas preguntas
sobre la poesía y sobre su vida en el hogar. Al final le dijo:
-Hay dos tipos: Schilla y Goethe.
Sabe quién es Schilla, ¿no es cierto?
-¿Quiere decir Schiller?
-Sí. No trate nunca de
convertirse en un Schilla. Sea un Goethe.
El muchacho salió del cuarto del monitor
y se arrastró hasta el salón de clase, insatisfecho y frunciendo el ceño. No
había leído ni a Goethe ni a Schiller. Pero conocía sus retratos. "No me
gusta Goethe. Es un viejo. Schiller es joven. Me gusta más".
El presidente del Club Literario,
un joven llamado R que le llevaba cinco años, empezó a protegerlo. También a él
le gustaba R, porque era indudable que se consideraba un genio anónimo, y
porque reconocía el genio del muchacho sin tener para nada en cuenta su
diferencia de edades. Los genios tenían que ser amigos.
R era hijo de un Par. Se daba
aires de un Villiers de l'Isle Adam, se sentía orgulloso del noble linaje de su
familia y empapaba su obra con una nostalgia decadente de la tradición
aristocrática de las letras. R, además, había publicado una edición privada de
sus poemas y ensayos. El muchacho sintió envidia.
Intercambiaban largas cartas
todos los días. Les gustaba esta rutina. Casi todas las mañanas llegaba a casa
del muchacho una carta de R en un sobre al estilo occidental, del color del
melocotón. Por largas que fueran las cartas no pasaban de un cierto peso; lo
que le encantaba al muchacho era esa voluminosa ligereza, esa sensación de que
estaban llenas pero de que flotaban. Al final de la carta copiaba un poema
reciente, escrito ese mismo día, o si no había tenido tiempo, un poema
anterior.
El contenido de las cartas era
trivial. Empezaban con una crítica del poema que el otro había enviado en la
última carta, a la que seguía una palabrería inacabable en la que cada cual
hablaba de la música que había escuchado, los episodios diarios de su familia,
las impresiones de las muchachas que le habían parecido bellas, los libros que
había leído, las experiencias poéticas en las que una palabra revelaba mundos,
y así sucesivamente. Ni el joven de veinte años ni el muchacho de quince se
cansaban de este hábito.
Pero el muchacho reconocía en las
cartas de R una pálida melancolía, la sombra de un ligero malestar que sabía
que no estaba nunca presente en las suyas. Un recelo ante la realidad, una
ansiedad de algo a lo que pronto tendría que enfrentarse, le daban a las cartas
de R un cierto espíritu de soledad y de dolor. El tranquilo muchacho percibía
este espíritu como una sombra sin importancia que nunca caería sobre él.
¿Veré alguna vez la fealdad? El
muchacho se planteaba problemas de esta clase; no los esperaba. La vejez, por
ejemplo, que rindió a Goethe después de soportarla muchos años. No se le había
ocurrido nunca pensar en algo como la vejez. Hasta la flor de la juventud, bella
para unos y fea para otros, estaba todavía muy lejos. Olvidaba la fealdad que
descubría en sí mismo.
El muchacho estaba cautivado por
la ilusión que confunde al arte con el artista, la ilusión que proyectan en el
artista las muchachas ingenuas y consentidas. No le interesaba el análisis y el
estudio de ese ser que era él mismo, en quien siempre soñaba. Pertenecía al
mundo de la metáfora, al interminable calidoscopio en el que la desnudez de una
muchacha se convertía en una flor artificial. Quien hace cosas bellas no puede
ser feo. Era un pensamiento tercamente enraizado en su cerebro, pero
inexplicablemente no se hacía nunca la pregunta más importante: ¿Era necesario
que alguien bello hiciera cosas bellas?
¿Necesario? El muchacho se
hubiera reído de la palabra. Sus poemas no nacían de la necesidad. Le venían
naturalmente; aunque tratara de negarlos, los poemas mismos movían su mano y lo
obligaban a escribir. La necesidad implicaba una carencia, algo que no podía
concebir en sí mismo. Reducía, en primer lugar, las fuentes de su poesía a la
palabra "genio", y no podía creer que hubiera en él una carencia de
la que no fuera consciente. Y aunque lo fuera, prefería llamarlo
"genio" y no carencia.
No que fuera incapaz de criticar
sus propios poemas. Había, por ejemplo, un poema de cuatro versos que los
mayores alababan con extravagancia; le parecía frívolo y le daba pena. Era un
poema que decía: así como el borde transparente de este vidrio tiene un fulgor
azul, así tus límpidos ojos pueden esconder un destello de amor.
Los elogios de los demás le
encantaban al muchacho, pero su arrogancia no le permitía ahogarse en ellos. La
verdad era que ni siquiera el talento de R le impresionaba mucho. Claro que R
tenía suficiente talento como para distinguirse entre los estudiantes avanzados
del Club Literario, pero eso no quería decir nada. Había un rincón frígido en
el corazón del muchacho. Si R no hubiera agotado su tesoro verbal para alabar
el talento del muchacho, quizás el muchacho no hubiera hecho ningún esfuerzo para
reconocer el de R.
Se daba perfecta cuenta de que el
premio a su gusto ocasional por ese tranquilo placer era la ausencia de
cualquier brusca excitación adolescente. Dos veces al año, las escuelas tenían
series de béisbol que llamaban los "Juegos de la Liga". Cuando la
Escuela de los Pares perdía, los estudiantes de penúltimo año que habían
vitoreado a los jugadores durante el partido los rodeaban y compartían sus
sollozos. Él nunca lloraba. Ni se sentía triste. "¿Para qué sentirse
triste? ¿Porque perdimos un partido de béisbol?" Le sorprendían esas caras
llorosas, tan extrañas. El muchacho sabía que sentía las cosas con facilidad,
pero su sensibilidad se encaminaba en una dirección diferente a la de todos los
demás. Las cosas que los hacían llorar no tenían eco en su corazón. El muchacho
empezó a hacer cada vez más que el amor fuera el tema de su poesía. Nunca había
amado. Pero le aburría basar su poesía solamente en las transformaciones de la
naturaleza, y se puso a cantar las metamorfosis que de momento a momento
ocurren en el alma.
No le remordía cantar lo que no
había vivido. Algo en él siempre había creído que el arte era esto exactamente.
No se lamentaba de su falta de experiencia. No había oposición ni tensión entre
el mundo que le quedaba por vivir y el mundo que tenía dentro de sí. No tenía
que ir muy lejos para creer en la superioridad de su mundo interior; una
especie de confianza irracional le permitía creer que no había en el mundo
emoción que le quedara por sentir. Porque el muchacho pensaba que un espíritu
tan agudo y sensible como el suyo ya había aprehendido los arquetipos de todas
las emociones, aunque fuera algunas veces como puras premoniciones, que toda la
experiencia se podía reconstruir con las combinaciones apropiadas de estos elementos
de la emoción. Pero, ¿cuáles eran estos elementos? Él tenía su propia y
arbitraria definición: "Las palabras".
No que el muchacho hubiera
llegado a una maestría de las palabras que fuera genuinamente suya. Pero
pensaba que la universalidad de muchas de las palabras que encontraba en el
diccionario las hacía variadas en su significado y con distinto contenido y,
por lo tanto, disponibles para su uso personal, para un empleo individual y
único. No se le ocurría que sólo la experiencia podía darle a las palabras
color y plenitud creativa.
El primer encuentro entre nuestro
mundo interior y el lenguaje enfrenta algo totalmente individual con algo
universal. Es también la ocasión para que un individuo, refinado por lo
universal, por fin se reconozca. El quinceañero estaba más que familiarizado
con esta indescriptible experiencia interior. Porque la desarmonía que sentía
al encontrar una nueva palabra también le hacía sentir una emoción desconocida.
Lo ayudaba a mantener una calma exterior incompatible con su juventud. Cuando
una cierta emoción se apoderaba de él, la desarmonía que despertaba lo llevaba
a recordar los elementos de la desarmonía que había sentido antes de la
palabra. Recordaba entonces la palabra y la usaba para nombrar la emoción que tenía
ante sí. El muchacho se hizo práctico en disponer así de las emociones. Fue así
como conoció todas las cosas: la "humillación", la
"agonía", la "desesperanza", la "execración", la
"alegría del amor", la "pena del desamor".
Le hubiera sido fácil recurrir a
la imaginación. Pero el muchacho dudaba en hacerlo. La imaginación necesita una
clase de identificación en la que el ser se duele con el dolor de los demás. El
muchacho, en su frialdad, no sentía nunca el dolor de los demás. Sin sentir el
menor dolor se susurraba: "Eso es dolor, es algo que conozco".
Era una soleada tarde de mayo.
Las clases se habían acabado. El muchacho caminaba hacia la sede del Club
Literario para ver si había alguien allí con quien pudiera hablar camino a
casa. Se encontró con R, quien le dijo:
-Estaba esperando que nos
encontráramos. Charlemos.
Entraron al edificio estilo
cuartel en el que los salones de clase habían sido divididos con tabiques para
alojar los diferentes clubes. El Club Literario estaba en una esquina del oscuro
primer piso. Alcanzaban a oír ruidos, risas y el himno del colegio en el Club
Deportivo, y el eco de un piano en el Club Musical. R. metió la llave en la
cerradura de la sucia puerta de madera. Era una puerta que aún sin llave había
que abrir a empujones.
El cuarto estaba vacío. Con el
habitual olor a polvo. R entró y abrió la ventana, palmoteó para quitarse el
polvo de las manos y se sentó en un asiento desvencijado.
Cuando ya estaban instalados el
muchacho empezó a hablar.
-Anoche vi un sueño en colores.
(El muchacho se imaginaba que los
sueños en colores eran prerrogativa de los poetas).
-Había una colina de tierra roja.
La tierra era de un rojo encendido, y el atardecer, rojo y brillante, hacía su
color más resplandeciente. De la derecha vino entonces un hombre arrastrando
una larga cadena. Un pavo real cuatro o cinco veces más grande que el hombre
iba atado a su extremo y recogía sus plumas arrastrándose lentamente frente a
mí. El pavo real era de un verde vivo. Todo su cuerpo era verde y brillaba
hermosamente. Seguí mirando el pavo real a medida que era arrastrado hacia lo
lejos, hasta que no pude verlo más... Fue un sueño fantástico. Mis sueños son
muy vívidos cuando son en colores, casi demasiado vívidos. ¿Qué querría decir
un pavo real verde para Freud? ¿Qué querría decir?
R no parecía muy interesado.
Estaba distinto que siempre. Estaba igual de pálido, pero su voz no tenía su
usual tono tranquilo y afiebrado, ni respondía con pasión. Había aparentemente
escuchado el monólogo del muchacho con indiferencia. No, no lo escuchaba.
El afectado y alto cuello del
uniforme de R estaba espolvoreado de caspa. La luz turbia hacía que refulgiera
el capullo de cerezo de su emblema de oro, y alargaba su nariz, de por sí
bastante grande. Era de forma elegante pero un tris más grande de lo debido, y
mostraba una inconfundible expresión de ansiedad. La angustia de R parecía
manifestarse en su nariz.
Sobre el escritorio había unas
viejas galeras cubiertas de polvo y reglas, lápices rojos, laca, volúmenes
empastados de la revista de los egresados y manuscritos que alguien había
empezado. El muchacho amaba esta confusión literaria. R revolvió las galeras
como si estuviera ordenando las cosas a regañadientes, y sus dedos blancos y
delgados se ensuciaron con el polvo. El muchacho hizo un gesto de burla. Pero R
chasqueó la lengua en señal de molestia, se sacudió el polvo de las manos y
dijo:
-La verdad es que hoy quería
hablar contigo de algo.
-¿De qué?
-La verdad es... -R vaciló
primero pero luego escupió las palabras-. Sufro. Me ha pasado algo terrible.
-¿Estás enamorado? -preguntó
fríamente el muchacho.
-Sí.
R explicó las circunstancias. Se
había enamorado de la joven esposa de otro, había sido descubierto por su
padre, y le habían prohibido volver a verla. El muchacho se quedó mirando a R
con los ojos desorbitados. "He aquí a alguien enamorado. Por primera vez
puedo ver el amor con mis ojos". No era un bello espectáculo. Era más bien
desagradable.
La habitual vitalidad de R había
desaparecido; estaba cabizbajo. Parecía malhumorado. El muchacho había
observado a menudo esta expresión en las caras de personas que habían perdido
algo o a quienes había dejado el tren. Pero que un mayor tuviera confianza en
él era un halago a su vanidad. No se sentía triste. Hizo un valeroso esfuerzo
por asumir un aspecto melancólico. Pero el aire banal de una persona enamorada
era difícil de soportar.
Por fin halló unas palabras de
consuelo.
-Es terrible. Pero estoy seguro
que de ello saldrá un buen poema.
R respondió débilmente:
-Este no es momento para la
poesía.
-¿Pero no es la poesía una
salvación en momentos como este?
La felicidad que causa la
creación de un poema pasó como un rayo por la mente del muchacho. Pensó que
cualquier pena o agonía podía ser eliminada mediante el poder de esa felicidad.
-Las cosas no funcionan así. Tú
no comprendes todavía.
Esta frase hirió el orgullo del
muchacho. Su corazón se heló y planeó la venganza.
-Pero si fueras un verdadero
poeta, un genio, ¿no te salvaría la poesía en un momento como este?
-Goethe escribió el Werther
-respondió R- y se salvó del suicidio. Pero sólo pudo escribirlo porque, en el
fondo de su alma, sabía que nada, ni la poesía, lo podría salvar, y que lo
único que quedaba era el suicidio.
-Entonces, ¿por qué no se suicidó
Goethe? Si escribir y el suicidio son la misma cosa, ¿por qué no se suicidó?
¿Porque era un cobarde? ¿O porque era un genio?
-Porque era un genio.
-Entonces...
El muchacho iba a insistir en una
pregunta más, pera ni él mismo la comprendía. Se hizo vagamente a la idea de
que lo que había salvado a Goethe era el egoísmo. La idea de usar esta noción
para defenderse se apoderó de él.
La frase de R, "Tú no
comprendes todavía", lo había herido profundamente. A sus años no había
nada más fuerte que la sensación de inferioridad por la edad. Aunque no se
atrevió a pronunciarla, una proposición que se burlaba de R había surgido en su
mente: "No es un genio. Se enamora".
El amor de R era sin duda
verdadero. Era la clase de amor que un genio nunca debe tener. R, para adornar
su miseria, recurría al amor de Fujitsubo y Gengi, de Peleas y Melisande, de
Tristán e Isolda, de la princesa de Cleves y el duque de Némours como ejemplos
del amor ilícito.
A medida que escuchaba, el
muchacho se escandalizaba de que no había en la confesión de R ni un solo
elemento que no conociera. Todo había sido escrito, todo había sido previsto,
todo había sido ensayado. El amor escrito en los libros era más vital que éste.
El amor cantado en los poemas era más bello. No podía comprender por qué R
recurría a la realidad para tener sueños sublimes. No podía comprender este
deseo de lo mediocre.
R parecía haberse calmado con sus
palabras, y ahora empezó a hacer un largo recuento de los atributos de la
muchacha. Debía de ser una belleza extraordinaria, pero el muchacho no se la
podía imaginar.
-La próxima vez te muestro su
retrato -dijo R. Luego, no sin vergüenza, terminó dramáticamente-: Me dijo que
mi frente era realmente muy hermosa.
El muchacho se fijó en la frente
de R, bajo el pelo peinado hacia atrás. Era abultada y la piel relucía
débilmente bajo la luz opaca que entraba por la puerta; daba la impresión de
que tenía dos protuberancias, cada una tan grande como un puño.
-Es un cejudo -pensó el muchacho.
No le parecía nada hermoso. "Mi frente también es abultada", se dijo.
"Ser cejudo y ser bien parecido no son la misma cosa".
En ese momento el muchacho tuvo
la revelación de algo. Había visto la ridícula impureza que siempre se
entremete en nuestra conciencia del amor o de la vida, esa ridícula impureza
sin la cual no podemos sobrevivir ni en ésta ni en aquel: es decir, la
convicción de que el ser cejijuntos nos hace bellos.
El muchacho pensó que también él,
quizás, de un modo más intelectual, estaba abriéndose camino en la vida gracias
a una convicción parecida. Algo en ese pensamiento lo hizo estremecerse.
-¿En qué piensas? -preguntó R,
suavemente, como de costumbre.
El muchacho se mordió los labios
y sonrió. El día se estaba oscureciendo. Oyó los gritos que llegaban desde
donde practicaba el Club de Béisbol. Percibió un eco lúcido cuando una pelota
golpeada por bate fue lanzada hacia el cielo. "Algún día, tal vez, yo
también deje de escribir poesía", pensó el muchacho por primera vez en su
vida. Pero todavía le quedaba por descubrir que nunca había sido poeta.
==========ooo0ooo==========
Notas:
1 - Este relato se leerá y comentará en Onda Latina el próximo lunes día 24 de los corrientes.
2 - Todo aquel que desee dejar un comentario para que sea leído por radio puede hacerlo aquí mismo, o enviando un mensaje al correo del Taller.
3 - Si deseais saber más del autor (biobibliografía, pintores de la época, músicos, escritores..., etc.), podéis encontrarlo en este blog en la etiqueta correspondiente a "Relatos y trabajos sobre autores consagrados: Yukio MISHIMA".
1 comentario:
Querida Juana yo lo encuentro bueno.
Bueno mi comentario es corto, pero no importa si está bueno, regular, o malo, lo que importa es con la buena fe que se escribió, todos no somos perfecto, ni somos consagrados yo siempre he dicho que si no puedes hacer un buen comentario, lo mejor es no hacer nada
De lo único que soy profesional es de dos cosas, primero soy Psicólogo con mi título, y compositor y pianista, a pesar que escribo poemas y he editado dos libros, no me considero poeta, lo que trato de decir es que si existe falta en lo que escriben, no deben de decírselo por el medio que se pueda ver públicamente, es muy degradante si quieren ayudarlo tomen su correo.
Los quiero mucho a todos esto que escribes tiene muchas cosas interesante.
Besos
Peter Bustamante
Publicar un comentario