Todo quedó listo la tarde anterior, excepto yo. La última semana de julio, previa a partir, logré enfriarme sin saber cómo y que la garganta me doliese. Con la idea de mejorar, tomé unos medicamentos pero no funcionaron y esa noche no pude conciliar el sueño. La garganta me dolía muchísimo y las anginas me habían crecido tanto que me era imposible tragar saliva y dormir. Además, la boca se me quedó reseca al mantenerla abierta y las luces del despertador eléctrico me permitieron ver como el tiempo avanzaba sin que yo pudiera dormir. Con los ojos abiertos en la oscuridad y la cabeza orientada hacia el techo, repasé en voz alta todo lo que había preparado, para evitar que se me olvidara algo esencial. Esto no me ocupó demasiado y, a las dos de la madrugada, sentí las sábanas enrolladas luego de dar tantas vueltas en busca de la postura adecuada.
La garganta prolongó su dolor por mi cuerpo y entonces, se sumó la cabeza. No pude estar tumbada más porque con cada segundo que pasaba, mi malestar crecía.
-Una pastilla me irá bien.
Bajé las escaleras por la caja de aspirinas. Siempre me las he tomado con un poco de agua pero, aquella noche, no dio resultado mi hábito porque las anginas eran tan grandes, que no dejaron que la aspirina llegase al esófago y se atascó junto a la campanilla sin que yo lograra alcanzarla con el dedo para que bajase.
Desde ese momento ya no pude dormir, es más, sé que no lo habría conseguido ni aunque hubiese querido. Así, tumbada en el sofá, con dos mantas para no tener frío, la vida de Bruce Lee en la televisión alejó mi mente del dolor y me distrajo hasta que mis padres me encontraron la mañana siguiente enferma y sin ganas de ir de viaje.
Les expliqué lo que me pasaba, que no podía tragarme las pastillas y que una de ellas se atascó al final de la boca y, por supuesto, que aún me dolía la garganta. El intento de desayunar fue un fracaso y luego, veinte minutos antes de que saliera, fui al médico de urgencias. El doctor me recetó, en la consulta más veloz que he tenido en mi vida, unos antibióticos de tres días.
Con rapidez, mi madre y yo fuimos hasta el autobús donde mi padre ya esperaba tras haber metido mi equipaje en el maletero. Nos despedimos y subí con todo mi cuerpo helado, para emprender mi viaje con un catarro en pleno verano.
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