Isabel Fraile
En exceso se habló de aquellos esponsales, las peripecias vividas por la simplísima joven se extendieron de casa en casa, como si de la peste misma se tratara. Para tan magno suceso, Violante, cristiana vieja, quiso vestir sus mejores ropajes. De todos era sabido su gusto refinado, y la buena disposición económica en que la dejó su marido al partir cristianamente al cielo.
Y, siendo así, y queriendo lucir hermosa como única representante de la casa de su hermano, mandó llamar semanas antes del enlace a un mercader llegado de Oriente. No era la primera vez que la signora comerciaba con él, un hombre fuerte, de tez oscura, que la trataba con gran deferencia.
Hallábase examinando los artículos colocados con primor sobre el lecho, cuando su mirada se detuvo en un precioso jubón púrpura. El mercader le aseguró, zalamero, que la prenda tenía una calidad envidiable y se adaptaba a la figura como una segunda piel, ese fue motivo más que suficiente para que pagara gustosa el precio que le demandó.
Una vez que quedó sola en su aposento, se arrodilló en el reclinatorio y comenzó a rezar diciendo:
- Señor, tú sabes que soy mujer piadosa, doy mi óbolo a la Iglesia y me preocupo por los pobres, en lo que está en mi mano. También sabes los sofocos que sufro cada vez que el mercader viene a esta casa para enseñar su mercancía. Llevo muchos años sin esposo y mi jardín aún florece a menudo. Pero, sobre todo, cuando veo y huelo al proveedor de mis vestidos.
Mientras así oraba, dábase golpes en el pecho para expiar su culpa. Pues, como ya hemos dicho, era cristiana vieja y su mayor anhelo era ser agradable a los ojos de Dios.
Llegado por fin el día de los esponsales, Violante, al vestirse el jubón, se sintió hermosa como nunca. Cierto es, parece fundirse con la piel, se dice, mientras frente al espejo da vueltas sobre sí misma emulando a algunas de las mozas que sirven en la casa. El púrpura de la suave tela, reflejado en sus mejillas, dota de un brillo malévolo a los ojos. Como por arte de encantamiento su sentir piadoso queda hecho cenizas, y su pensamiento la lleva hasta la figura del apuesto mercader.
La próxima vez seré yo quien le ofrezca mi mercancía. Y, mientras así medita, las campanas de la iglesia, al repicar, anuncian los esponsales.
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