El barrio de la alondra fue en su origen una pequeña pedanía de la ciudad, que con los años creció y se fundió silenciosa. En los noticieros solo se mencionaban a los barrios costeros, o al nuevo barrio pudiente -la mayoría de las veces, relacionados con la violencia o algo desagradable- y en cambio escasamente a nuestro barrio, cosa que por otra parte agradecimos. Sus gentes siempre fuimos personas sencillas y respetuosas con el entorno. El nombre del barrio no fue siempre éste, pero decidimos de común acuerdo que era el que queríamos.
Ocurrió hace años, tras un invierno frío, en el que algunos de nuestros vecinos más venerables nos dejaron para siempre. Los dedos de la primavera apenas habían tocado los árboles de parques y jardines, cuando apareció en una rama una alondra, dándole el último adiós a Doña Margarita. Su canto sonó dulce y claro entre el riguroso silencio. No le prestamos mucha atención hasta días después, viéndola columpiarse en los árboles de la plaza o en algún balcón, con su canto melódico. Poco a poco se fue haciendo a nuestra presencia, y ya se la veía en una ventana, ya junto a un banco donde los más mayores la observaban y escuchaban con devoción. Decidió quedarse en nuestro barrio, y con ofrendas de comida, le dimos también muestras de nuestro afecto. Su trino nos alegraba las mañanas dibujándonos una sonrisa al posarse entre los geranios y azaleas tan cerca, que parecía que nos hablaba. Nadie se atrevió a molestarla, ni a retenerla, ni tan siquiera los muchachos que con esas ideas todo lo piensan. La alondra era un miembro más del barrio.
Vino el invierno, y nos entristeció ver que en lugar de emigrar con sus hermanas, decidió quedarse en un rincón del campanario.
No sobrevivirá, decían algunos; pobrecilla, contestaban otros. El párroco, el padre Oriol, le dejaba agua y pan, informándonos de su estado puntualmente en la misa dominical.
La primavera llegó al barrio la mañana en la que la alondra se posó en la plaza, y trinó con ímpetu, como anunciando a todo el mundo que el invierno había pasado. No podría expresarles la alegría que recorrió el barrio; vi llorar al padre Oriol, elevando las manos al cielo, y a don Nicanor, postrado en su silla de ruedas, casi desahuciado, haciendo un esfuerzo por sonreír y dar las gracias al todopoderoso a su manera.
En una reunión vecinal se acordaba hacer un festejo significativo, cuando llegaron unos forasteros; científicos decían, de los que estudiaban las aves. La alondra no era una simple alondra, al parecer, era una especie singular. Eso era algo que nosotros ya sabíamos, lo que no sabíamos era cuan valiosa parecía ser para aquellos hombres, que venían dispuestos a llevársela para su estudio a toda costa.
De ninguna manera, sentenció el padre Oriol, y con él, asentimos todos los presentes ante la propuesta. Nos enseñaron papeles que no entendimos, y se dispusieron a capturarla con redes y fusiles. En los patios se armó un gran revuelo, nos angustiaba no poder hacer nada, impotentes, con el ánimo destrozado. ¿Cómo podíamos consentirlo?
Habían pasado tres días y la alondra parecía haber adivinado que aquellos hombres no querían nada bueno, la siguieron hasta el campanario donde la tenían a tiro cuando sucedió. El padre Oriol salió con un puchero en la mano armando un ruido ensordecedor. Erraron los disparos, y la alondra escapó; al eco del puchero del cura, se unieron otros vecinos en sus casas, viejos y jóvenes, armando ruido sin descanso. Así, horas enteras, pues cuando unos paraban otros continuaban, hasta que los forasteros se marcharon. La alegría nos duró poco; la alondra no apareció. Unos dijeron que con el ruido la habíamos espantado para siempre; otros, que vieron atraparla antes de irse.
Un gran pesar sumió al barrio como un manto de tristeza y rabia. Los noticieros cubrieron la noticia con silencio, el de los vecinos que no queríamos hablar, sino saber qué había sido de nuestra alondra.
El verano dio paso al otoño, uno largo que se confundió con el invierno más frío que habíamos vivido. El recuerdo de la alondra aun permanecía entre nosotros, pero intentábamos no hablar de ella por no entristecernos aun más. Se decidió por unanimidad, hacer una gran fiesta en primavera con juegos, concursos y una obra de teatro en la calle.
Llegó Marzo, y con él la fiesta de la alondra, en la que todos participaron de una u otra forma. En la plaza, se organizó un escenario donde una niña representaba a la alondra, cantando y danzando alrededor de un niño, que contaba la historia. Atentos y nostálgicos, vimos al pequeño olvidar su papel, quedándose en blanco y añadir: la alondra, señalando sobre nosotros.
Al oír el gorjeo inconfundible de la alondra observándonos desde su atalaya, fuimos poniéndonos en pie y aplaudiendo emocionados. Don Nicanor me apretó la mano y, a su manera, me dijo que él siempre supo que regresaría.
4 comentarios:
Estimado Ginés.
Indudablemente, un hermoso cuento éste con el que participaste en el concurso.
Espero que el año próximo vuelvas a deleitarnos con tu relato, y, si lo deseas, continúes haciéndolo como colaborador del blog.
Un abrazo y, de nuevo, FELICIDADES por la mención y por tu prosa.
Juana.
EH!, te felicito, tus frases, tu cuento provocó en mí una sensación de frescura, como un viento despejando mis propios pensamientos.
Desde el fin del mundo. Chile.
Adriana Salcedo
Es un hermoso relato que nos deja un maravilloso sabor de boca. Espero volver a leerte por aquí.
Un abrazo desde las Islas Canarias.
Pepi Núñez.
Meuno a mis compañeras en sus comentarios..
Espero volver a leerte ..
ISA
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