Despertó por el incesante goteo del grifo. Bajó las escaleras, hacia la cocina. Sentía mucha sed. Sobre la mesa, se encontraba una botella de refresco, así que tomó un vaso y se sirvió un poco. Escuchó un ruido, por lo que bebió de prisa, temiendo que fuera su madre, quien nunca lo dejaba tomar refresco tan temprano. Al probar su sabor, lo escupió de inmediato, pues su sabor era muy desagradable. Soltó el vaso que sostenía, y éste se rompió al golpear con el frío suelo. Creyó que alguien lo escucharía, por lo que se quedó quieto, atento a cualquier situación. Tan sólo el silencio turbaba esa paz aciaga. Cuando creyó que todo estaba tranquilo un extraño sonido perturbó sus oídos. Se quedó en calma, y miró de reojo el grifo. Las gotas caían con lentitud, y el silencio sepulcral que acompaña la madrugada, seguía reinando. No había muestras del origen de aquel sonido extraño. Se enjuagó la boca, pues el asqueroso sabor de aquel líquido aún seguía en su garganta. Se disponía a subir las escaleras, cuando el sonido apareció de nuevo. Era un quejido, no había duda. Provenía de la sala. Regresó sobre sus pasos, y se dirigió hacia allá con cautela. Se aproximó lentamente, asegurándose de no ser escuchado. Conforme lo iba haciendo, el sonido llegaba a sus oídos con mayor claridad. Un hedor pestilente, como a los huevos caducos de la escuela, atravesó sus fosas nasales, y provocó en él un gesto de repugnancia, que lo tiró de rodillas. Quería vomitar. Miró hacia el suelo, intentando contenerse. Donde antes se encontraba el jarrón chino que con tanto recelo protegía su madre, ahora se hallaba un ataúd pequeño. El miedo que la visión de ese objeto le provocó, hizo que se levantara. Tragó saliva y siguió avanzando. Estaba muy cerca del ataúd, cuando vio cómo unas manitas blanquecinas se asomaban temblorosas. Sin pensarlo dos veces corrió lejos de allí, con todas sus fuerzas, hacia la recámara de sus padres. Al llegar intentó levantarlos, pero ninguno de los dos parecía escucharlo. Temeroso, se introdujo en medio de ambos, y se tapó de pies a cabeza.
Cuando despertó, escuchó sollozar a su madre. Se levantó y se acercó a ella.
-¿Qué te pasa, mamá?- le preguntó preocupado. Su madre no le dio respuesta. Un hombre de aspecto cansado, su padre, se aproximó también y abrazó a la madre.
-Ayer sentí su presencia. Te lo juro.- dijo la mujer. El hombre se limitó a hacer un gesto de ternura.
-Yo también lo sentí.- dijo el caballero y los dos se abrazaron, cómplices de la misma pena. –Otro vaso se rompió.- continuó el padre. –Es la tercera vez esta semana.-
El pequeño no entendía lo que decían. Se acercó a ellos y vio la foto que sostenía la mujer, en donde aparecía ella misma cargando a un niño. Se fijó en la cara del pequeño. Era él, en su fiesta de cumpleaños que no hacía más de un mes.
-Si no hubiera dejado el veneno en la botella, él no la habría tomado.- reprochó la madre hacia sí.
-No te culpes, no lo hubiéramos adivinado.- le dijo el padre, abrazándola con más fuerza. –Siempre le dijimos que no tomara de esa botella-
Todo aquello era tan extraño. El pequeño comenzó a gritarles que estaba ahí, junto a ellos, que no lloraran. Les gritó e intentó golpearlos para que reaccionaran, pero nada funcionó. Ya sin fuerzas, bajó las escaleras y se dirigió al ataúd. Deseaba desde lo más profundo de su ser que aquello fuera sólo una broma, o una horrible pesadilla. Se limpiaba el llanto con los brazos, lleno de coraje. Al llegar al ataúd se asomó con desprecio, sólo para confirmar lo que ya suponía. En efecto, el pequeño que yacía en el ataúd era él, blanquecino y sin vida. Todo comenzó a girar y a ponerse borroso. Varias personas vestidas de negro entraban y salían con adornos florales sencillos, que colocaban a un lado del féretro. Vio llegar a sus abuelos, que lloraban como nunca. Sus tíos, incrédulos, sostenían a su hijos con ahínco, como si allí mismo anduviera la muerte, y fuera a arrebatárselos.
Así pasaron horas, o tal vez sólo unos segundos. Qué importaba ya. Estaba muerto. Subió de nuevo las escaleras. Era su hora de dormir. No destapó las sábanas, tan sólo se recostó sobre el colchón. Cerró los ojos y se quedó dormido.
Despertó por el incesante golpeo del grifo, bajó las escaleras y, como cada noche desde aquel trágico día, tomó la bebida envenenada, y murió de nuevo.
3 comentarios:
Aunque ya te lo dije en su momento, lo recalco nuevamente: GRACIAS por participar en el concurso, por dejarnos disfrutar de tu relato que ahora pasará a ser leído por nuestros viisitantes.
¡Espero encontrarte el año próximo bien como finalista o, mejor aún, entre los ganadores!
Un abrazo, Juana.
Sinceramente me ha encantado, aún estoy como sobrecogida por lo que acabo de leer, para mi gusto es magnifico. Enhorabuena y espero poder leerte de nuevo. Un abrazo. Pepi Núñez.
Me dejaste impresionada..es genial
Felicidades!!,te digo como PEPI,ESPERO VERTE DE NUEVO POR AQUÍ..
Un saludo...isa
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