Susana Simón |
viernes, 28 de junio de 2013
Comentario a "EL MUCHACHO QUE ESCRIBÍA POESÍA" por Susana Simón Cortijo
Lo
primero que se me ocurre sobre este muchacho es que es un antipoeta, puede ser
cierto que sus poemas eran bonitos, pero no brotaban de sus sentimientos. El
texto dice: Sabía mentalmente que un
poema nace de la tristeza, la maldición o la desesperanza del seno de la
soledad. Sólo pensaba en plan negativo y él necesitaba tener problemas muy
grandes para sentirse abrumado y hacer bellos poemas.
Por eso cuando su amigo del Club literario,
R, le cuenta su problema, le dice que de ahí saldrá un buen poema.
Era un fabricante de palabras muy bien
colocadas pero él no las sentía en su corazón.
Supongo que el autor lo que quiere dar a
entender es que los poemas salen de dentro, de las vivencias buenas o malas de
los poetas, los sentimientos son los que dirigen el buen hacer de la poesía.
Susana Simón Cortijo
miércoles, 26 de junio de 2013
El muchacho que escribía poesía - Comentario de Elda López
El
Muchacho Que Escribía Poesía
Elda López |
Al igual que el
protagonista de la historia, que tiene una gran facilidad para escribir poesía,
el autor de la historia, Yukio Mishima, también tiene una gran facilidad para
la escritura, muy buena por cierto, y emplea ocho páginas para hablar de un
poeta que no es tal.
Un joven de 15
años, feúcho, anémico, se refugia en la poesía para escapar de la realidad que
no le gusta, y así aprendió a mentir a través de sus poemas. Observa el mundo
que le rodea, y hay algo que le provoca belleza como una oruga, o un guijarro,
o las garzas, etc, juega con las palabras para crear belleza: “la oruga hacía
encaje con las hojas del cerezo”; “un guijarro lanzado a través de los árboles
volaba hacia el mar”; “las garzas perforaban la ajada sábana del mar
embravecido para buscar en el fondo a los ahogados”. Se sentía feliz de esta
manera, y cuando un objeto no podía transformarlo en palabras bellas lo
rechazaba.
La felicidad que
le producían sus poemas era diferente de la que sentía ante un regalo deseado,
y esa felicidad sólo era suya. Pero nunca miraba en su interior. Pensaba que
quien hace cosas bellas no puede ser feo.
Como era miembro
del Club Literario de su colegio tenía acceso a libros sobre la vida de los
poetas, y siempre rechazaba a los que se habían suicidado, desde su juventud el
suicidio le repugnaba. En el Club conoció a un joven, R, un escritor de poemas
como él, cinco años mayor que él. Comenzaron una relación epistolar, en las
cartas intercambiaban noticias cotidianas y un poema al final de las mismas;
todo parecía intrascendente, pero el protagonista observa en las misivas de R
“una pálida melancolía”, “la sombra de un ligero malestar”, ausentes en las
suyas.
Sus poemas no
nacían de la necesidad, eso suponía una carencia, y eso no entraba en su
cabeza. Tampoco era capaz de expresar sus sentimientos, por eso cuando el
equipo de béisbol del colegio perdía y sus compañeros lloraban él nunca
lloraba, “las cosas que a los demás les hacían llorar no tenían cabida en su
corazón”.
Más adelante
intentó escribir sobre el amor aunque él no lo conocía, sabía que no tenía
experiencia pero no le importaba porque él jugaba con las palabras y sabía
escoger las bonitas, sus sentimientos internos estaban ligados a la desarmonía
que sentía al encontrar una nueva palabra. Ese era el único dolor que conocía,
no sentía nunca el dolor de los demás.
En una ocasión
encontró a R cabizbajo y falto de vitalidad, con la expresión de las personas
que acaban de perder el tren. R le contó su amor por una mujer casada, un amor
prohibido. El muchacho le instó escribir un poema, pero R le dijo que no era
momento para la poesía.
El muchacho
pensaba que todo se arreglaba escribiendo palabras bellas; tampoco entendía que
la muchacha dijera que R tenía un frente bonita, mientras a él le parecía
abultada y con protuberancias. No comprendía que a veces algo ridículo se
entremete en el amor y en la vida, y se expresa con sentimientos.
Las palabras
bonitas escritas una de tras de otras pueden formar frases bonitas, pero si no
expresan sentimientos están vacías, y la poesía no es una sucesión de palabras
bellas, es una expresión de los sentimientos alegres o tristes que experimenta
el poeta. El protagonista de esta historia no es un poeta, sólo escribe
palabras.
Esto es lo que
Yukio Mishima indica a través de la historia de este quinceañero. La belleza no
sólo está en las cosas bonitas, también hay que saber buscarla en el interior
de cada uno y en los sentimientos.
Elda López
jueves, 20 de junio de 2013
"Pluma y Tintero" en Onda Latina - Último "Salón literario" de la temporada
Yukio Mishima
Japón:
1925-1970
Garzas en vuelo - Pintura japonesa (desconozco el autor) Imagen de Internet |
El muchacho que escribía poesía
Poema tras poema fluía de su
pluma con pasmosa facilidad. Le llevaba poco tiempo llenar las treinta páginas
de uno de los cuadernos de la Escuela de los Pares. ¿Cómo era posible, se
preguntaba el muchacho, que pudiera escribir dos o tres poemas por día? Una
semana que estuvo enfermo en cama, compuso: "Una semana: Antología".
Recortó un óvalo en la cubierta de su cuaderno para destacar la palabra
"poemas" en la primera página. Abajo, escribió en inglés: "12th.
18th: May, 1940".
Sus poemas empezaban a llamar la
atención de los estudiantes de los últimos años. "La algarabía es por mis
15 años". Pero el muchacho confiaba en su genio. Empezó a ser atrevido
cuando hablaba con los mayores. Quería dejar de decir "es posible",
tenía que decir siempre "sí".
Estaba anémico de tanto
masturbarse. Pero su propia fealdad no había empezado a molestarle. La poesía
era algo aparte de esas sensaciones físicas de asco. La poesía era algo aparte
de todo. En las sutiles mentiras de un poema aprendía el arte de mentir
sutilmente. Sólo importaba que las palabras fueran bellas. Todo el día
estudiaba el diccionario.
Cuando estaba en éxtasis, un
mundo de metáforas se materializaba ante sus ojos. La oruga hacía encajes con
las hojas del cerezo; un guijarro lanzado a través de robles esplendorosos
volaba hacia el mar. Las garzas perforaban la ajada sábana del mar embravecido
para buscar en el fondo a los ahogados. Los duraznos se maquillaban suavemente
entre el zumbido de insectos dorados; el aire, como un arco de llamas tras una
estatua, giraba y se retorcía en torno a una multitud que trataba de escapar.
El ocaso presagiaba el mal: adquiría la oscura tintura del yodo. Los árboles de
invierno levantaban hacia el cielo sus patas de madera. Y una muchacha estaba
sentada junto a un horno, su cuerpo como una rosa ardiente. Él se acercaba a la
ventana y descubría que era una flor artificial. Su piel, como carne de gallina
por el frío, se convertía en el gastado pétalo de una flor de terciopelo.
Cuando el mundo se transformaba
así era feliz. No le sorprendía que el nacimiento de un poema le trajera esta
clase de felicidad. Sabía mentalmente que un poema nace de la tristeza, la
maldición o la desesperanza del seno de la soledad. Pero para que este fuera su
caso, necesitaba un interés más profundo en sí mismo, algún problema que lo
abrumara. Aunque estaba convencido de su genio, tenía curiosamente muy poco
interés en sí mismo. El mundo exterior le parecía más fascinante. Sería más
preciso decir que en los momentos en que, sin motivo aparente era feliz, el
mundo asumía dócilmente las formas que él deseaba.
Venía la poesía para resguardar
sus momentos de felicidad, ¿o era el nacimiento de sus poemas lo que la hacía
posible? No estaba seguro. Sólo sabía que era una felicidad diferente de la que
sentía cuando sus padres le traían algo que había deseado por mucho tiempo o
cuando lo llevaban de viaje, y que era una felicidad únicamente suya.
Al muchacho no le gustaba
escrutar constante y atentamente el mundo exterior o su ser interior. Si el
objeto que le llamaba la atención no se convertía de pronto en una imagen, si
en un mediodía de mayo el brillo blancuzco de las hojas recién nacidas no se
convertía en el oscuro fulgor de los capullos nocturnos del cerezo, se aburría
al instante y dejaba de mirarlo. Rechazaba fríamente los objetos reales pero
extraños que no podía transformar: "No hay poesía en eso".
Una mañana en que había previsto
las preguntas de un examen, respondió rápidamente, puso las respuestas sobre el
escritorio del profesor sin mirarlas siquiera, y salió antes que todos sus
compañeros. Cuando cruzaba los patios desiertos hacia la puerta, cayó en sus
ojos el brillo de la esfera dorada del asta de la bandera. Una inefable
sensación de felicidad se apoderó de él. La bandera no estaba alzada. No era
día de fiesta. Pero sintió que era un día de fiesta para su espíritu, y que la
esfera del asta lo celebraba. Su cerebro dio un rápido giro y se encaminó hacia
la poesía. Hacia el éxtasis del momento. La plenitud de esa soledad. Su
extraordinaria ligereza. Cada recodo de su cuerpo intoxicado de lucidez. La
armonía entre el mundo exterior y su ser interior...
Cuando no caía naturalmente en
ese estado, trataba de usar cualquier cosa a mano para inducir la misma
intoxicación. Escudriñaba su cuarto a través de una caja de cigarrillos hecha
con una veteada caparazón de tortuga. Agitaba el frasco de cosméticos de su
madre y observaba la tumultuosa danza del polvo al abandonar la clara
superficie del líquido y asentarse suavemente en el fondo.
Sin la menor emoción usaba
palabras como "súplica", "maldición" y "desdén".
El muchacho estaba en el Club Literario. Uno de los miembros del comité le
había prestado una llave que le permitía entrar a la sede solo y a cualquier
hora para sumergirse en sus diccionarios favoritos. Le gustaban las páginas
sobre los poetas románticos en el "Diccionario de la literatura
mundial": En sus retratos no tenían enmarañadas barbas de viejo, todos
eran jóvenes y bellos.
Le interesaba la brevedad de las
vidas de los poetas. Los poetas deben morir jóvenes. Pero incluso una muerte
prematura era algo lejano para un quinceañero. Desde esta seguridad aritmética
el muchacho podía contemplar la muerte prematura sin preocuparse.
Le gustaba el soneto de Wilde,
"La tumba de Keats": "Despojado de la vida cuando eran nuevos el
amor y la vida / aquí yace el más joven de los mártires". Había algo
sorprendente en esos desastres reales que caían, benéficos, sobre los poetas.
Creía en una armonía predeterminada. La armonía predeterminada en la biografía
de un poeta. Creer en esto era como creer en su propio genio.
Le causaba placer imaginar largas
elegías en su honor, la fama póstuma. Pero imaginar su propio cadáver lo hacía
sentirse torpe. Pensaba febrilmente: que viva como un cohete. Que con todo mi
ser pinte el cielo nocturno un momento y me apague al instante. Consideraba
todas las clases de vida y ninguna otra le parecía tolerable. El suicidio le
repugnaba. La armonía predeterminada encontraría una manera más satisfactoria
de matarlo.
La poesía empezaba a emperezar su
espíritu. Si hubiera sido más diligente, habría pensado con más pasión en el
suicidio.
En la reunión de la mañana el
monitor de los estudiantes pronunció su nombre. Eso implicaba una pena más
severa que ser llamado a la oficina del maestro. "Ya sabes de qué se
trata", le dijeron sus amigos para intimidarlo. Se puso pálido y le
temblaban las manos.
El monitor, a la espera del
muchacho, escribía algo con una punta de acero en las cenizas muertas del
"hibachi". Cuando el muchacho entró, el monitor le dijo
"siéntese", cortésmente. No hubo reprimenda. Le contó que había leído
sus poemas en la revista de los egresados. Después le hizo muchas preguntas
sobre la poesía y sobre su vida en el hogar. Al final le dijo:
-Hay dos tipos: Schilla y Goethe.
Sabe quién es Schilla, ¿no es cierto?
-¿Quiere decir Schiller?
-Sí. No trate nunca de
convertirse en un Schilla. Sea un Goethe.
El muchacho salió del cuarto del monitor
y se arrastró hasta el salón de clase, insatisfecho y frunciendo el ceño. No
había leído ni a Goethe ni a Schiller. Pero conocía sus retratos. "No me
gusta Goethe. Es un viejo. Schiller es joven. Me gusta más".
El presidente del Club Literario,
un joven llamado R que le llevaba cinco años, empezó a protegerlo. También a él
le gustaba R, porque era indudable que se consideraba un genio anónimo, y
porque reconocía el genio del muchacho sin tener para nada en cuenta su
diferencia de edades. Los genios tenían que ser amigos.
R era hijo de un Par. Se daba
aires de un Villiers de l'Isle Adam, se sentía orgulloso del noble linaje de su
familia y empapaba su obra con una nostalgia decadente de la tradición
aristocrática de las letras. R, además, había publicado una edición privada de
sus poemas y ensayos. El muchacho sintió envidia.
Intercambiaban largas cartas
todos los días. Les gustaba esta rutina. Casi todas las mañanas llegaba a casa
del muchacho una carta de R en un sobre al estilo occidental, del color del
melocotón. Por largas que fueran las cartas no pasaban de un cierto peso; lo
que le encantaba al muchacho era esa voluminosa ligereza, esa sensación de que
estaban llenas pero de que flotaban. Al final de la carta copiaba un poema
reciente, escrito ese mismo día, o si no había tenido tiempo, un poema
anterior.
El contenido de las cartas era
trivial. Empezaban con una crítica del poema que el otro había enviado en la
última carta, a la que seguía una palabrería inacabable en la que cada cual
hablaba de la música que había escuchado, los episodios diarios de su familia,
las impresiones de las muchachas que le habían parecido bellas, los libros que
había leído, las experiencias poéticas en las que una palabra revelaba mundos,
y así sucesivamente. Ni el joven de veinte años ni el muchacho de quince se
cansaban de este hábito.
Pero el muchacho reconocía en las
cartas de R una pálida melancolía, la sombra de un ligero malestar que sabía
que no estaba nunca presente en las suyas. Un recelo ante la realidad, una
ansiedad de algo a lo que pronto tendría que enfrentarse, le daban a las cartas
de R un cierto espíritu de soledad y de dolor. El tranquilo muchacho percibía
este espíritu como una sombra sin importancia que nunca caería sobre él.
¿Veré alguna vez la fealdad? El
muchacho se planteaba problemas de esta clase; no los esperaba. La vejez, por
ejemplo, que rindió a Goethe después de soportarla muchos años. No se le había
ocurrido nunca pensar en algo como la vejez. Hasta la flor de la juventud, bella
para unos y fea para otros, estaba todavía muy lejos. Olvidaba la fealdad que
descubría en sí mismo.
El muchacho estaba cautivado por
la ilusión que confunde al arte con el artista, la ilusión que proyectan en el
artista las muchachas ingenuas y consentidas. No le interesaba el análisis y el
estudio de ese ser que era él mismo, en quien siempre soñaba. Pertenecía al
mundo de la metáfora, al interminable calidoscopio en el que la desnudez de una
muchacha se convertía en una flor artificial. Quien hace cosas bellas no puede
ser feo. Era un pensamiento tercamente enraizado en su cerebro, pero
inexplicablemente no se hacía nunca la pregunta más importante: ¿Era necesario
que alguien bello hiciera cosas bellas?
¿Necesario? El muchacho se
hubiera reído de la palabra. Sus poemas no nacían de la necesidad. Le venían
naturalmente; aunque tratara de negarlos, los poemas mismos movían su mano y lo
obligaban a escribir. La necesidad implicaba una carencia, algo que no podía
concebir en sí mismo. Reducía, en primer lugar, las fuentes de su poesía a la
palabra "genio", y no podía creer que hubiera en él una carencia de
la que no fuera consciente. Y aunque lo fuera, prefería llamarlo
"genio" y no carencia.
No que fuera incapaz de criticar
sus propios poemas. Había, por ejemplo, un poema de cuatro versos que los
mayores alababan con extravagancia; le parecía frívolo y le daba pena. Era un
poema que decía: así como el borde transparente de este vidrio tiene un fulgor
azul, así tus límpidos ojos pueden esconder un destello de amor.
Los elogios de los demás le
encantaban al muchacho, pero su arrogancia no le permitía ahogarse en ellos. La
verdad era que ni siquiera el talento de R le impresionaba mucho. Claro que R
tenía suficiente talento como para distinguirse entre los estudiantes avanzados
del Club Literario, pero eso no quería decir nada. Había un rincón frígido en
el corazón del muchacho. Si R no hubiera agotado su tesoro verbal para alabar
el talento del muchacho, quizás el muchacho no hubiera hecho ningún esfuerzo para
reconocer el de R.
Se daba perfecta cuenta de que el
premio a su gusto ocasional por ese tranquilo placer era la ausencia de
cualquier brusca excitación adolescente. Dos veces al año, las escuelas tenían
series de béisbol que llamaban los "Juegos de la Liga". Cuando la
Escuela de los Pares perdía, los estudiantes de penúltimo año que habían
vitoreado a los jugadores durante el partido los rodeaban y compartían sus
sollozos. Él nunca lloraba. Ni se sentía triste. "¿Para qué sentirse
triste? ¿Porque perdimos un partido de béisbol?" Le sorprendían esas caras
llorosas, tan extrañas. El muchacho sabía que sentía las cosas con facilidad,
pero su sensibilidad se encaminaba en una dirección diferente a la de todos los
demás. Las cosas que los hacían llorar no tenían eco en su corazón. El muchacho
empezó a hacer cada vez más que el amor fuera el tema de su poesía. Nunca había
amado. Pero le aburría basar su poesía solamente en las transformaciones de la
naturaleza, y se puso a cantar las metamorfosis que de momento a momento
ocurren en el alma.
No le remordía cantar lo que no
había vivido. Algo en él siempre había creído que el arte era esto exactamente.
No se lamentaba de su falta de experiencia. No había oposición ni tensión entre
el mundo que le quedaba por vivir y el mundo que tenía dentro de sí. No tenía
que ir muy lejos para creer en la superioridad de su mundo interior; una
especie de confianza irracional le permitía creer que no había en el mundo
emoción que le quedara por sentir. Porque el muchacho pensaba que un espíritu
tan agudo y sensible como el suyo ya había aprehendido los arquetipos de todas
las emociones, aunque fuera algunas veces como puras premoniciones, que toda la
experiencia se podía reconstruir con las combinaciones apropiadas de estos elementos
de la emoción. Pero, ¿cuáles eran estos elementos? Él tenía su propia y
arbitraria definición: "Las palabras".
No que el muchacho hubiera
llegado a una maestría de las palabras que fuera genuinamente suya. Pero
pensaba que la universalidad de muchas de las palabras que encontraba en el
diccionario las hacía variadas en su significado y con distinto contenido y,
por lo tanto, disponibles para su uso personal, para un empleo individual y
único. No se le ocurría que sólo la experiencia podía darle a las palabras
color y plenitud creativa.
El primer encuentro entre nuestro
mundo interior y el lenguaje enfrenta algo totalmente individual con algo
universal. Es también la ocasión para que un individuo, refinado por lo
universal, por fin se reconozca. El quinceañero estaba más que familiarizado
con esta indescriptible experiencia interior. Porque la desarmonía que sentía
al encontrar una nueva palabra también le hacía sentir una emoción desconocida.
Lo ayudaba a mantener una calma exterior incompatible con su juventud. Cuando
una cierta emoción se apoderaba de él, la desarmonía que despertaba lo llevaba
a recordar los elementos de la desarmonía que había sentido antes de la
palabra. Recordaba entonces la palabra y la usaba para nombrar la emoción que tenía
ante sí. El muchacho se hizo práctico en disponer así de las emociones. Fue así
como conoció todas las cosas: la "humillación", la
"agonía", la "desesperanza", la "execración", la
"alegría del amor", la "pena del desamor".
Le hubiera sido fácil recurrir a
la imaginación. Pero el muchacho dudaba en hacerlo. La imaginación necesita una
clase de identificación en la que el ser se duele con el dolor de los demás. El
muchacho, en su frialdad, no sentía nunca el dolor de los demás. Sin sentir el
menor dolor se susurraba: "Eso es dolor, es algo que conozco".
Era una soleada tarde de mayo.
Las clases se habían acabado. El muchacho caminaba hacia la sede del Club
Literario para ver si había alguien allí con quien pudiera hablar camino a
casa. Se encontró con R, quien le dijo:
-Estaba esperando que nos
encontráramos. Charlemos.
Entraron al edificio estilo
cuartel en el que los salones de clase habían sido divididos con tabiques para
alojar los diferentes clubes. El Club Literario estaba en una esquina del oscuro
primer piso. Alcanzaban a oír ruidos, risas y el himno del colegio en el Club
Deportivo, y el eco de un piano en el Club Musical. R. metió la llave en la
cerradura de la sucia puerta de madera. Era una puerta que aún sin llave había
que abrir a empujones.
El cuarto estaba vacío. Con el
habitual olor a polvo. R entró y abrió la ventana, palmoteó para quitarse el
polvo de las manos y se sentó en un asiento desvencijado.
Cuando ya estaban instalados el
muchacho empezó a hablar.
-Anoche vi un sueño en colores.
(El muchacho se imaginaba que los
sueños en colores eran prerrogativa de los poetas).
-Había una colina de tierra roja.
La tierra era de un rojo encendido, y el atardecer, rojo y brillante, hacía su
color más resplandeciente. De la derecha vino entonces un hombre arrastrando
una larga cadena. Un pavo real cuatro o cinco veces más grande que el hombre
iba atado a su extremo y recogía sus plumas arrastrándose lentamente frente a
mí. El pavo real era de un verde vivo. Todo su cuerpo era verde y brillaba
hermosamente. Seguí mirando el pavo real a medida que era arrastrado hacia lo
lejos, hasta que no pude verlo más... Fue un sueño fantástico. Mis sueños son
muy vívidos cuando son en colores, casi demasiado vívidos. ¿Qué querría decir
un pavo real verde para Freud? ¿Qué querría decir?
R no parecía muy interesado.
Estaba distinto que siempre. Estaba igual de pálido, pero su voz no tenía su
usual tono tranquilo y afiebrado, ni respondía con pasión. Había aparentemente
escuchado el monólogo del muchacho con indiferencia. No, no lo escuchaba.
El afectado y alto cuello del
uniforme de R estaba espolvoreado de caspa. La luz turbia hacía que refulgiera
el capullo de cerezo de su emblema de oro, y alargaba su nariz, de por sí
bastante grande. Era de forma elegante pero un tris más grande de lo debido, y
mostraba una inconfundible expresión de ansiedad. La angustia de R parecía
manifestarse en su nariz.
Sobre el escritorio había unas
viejas galeras cubiertas de polvo y reglas, lápices rojos, laca, volúmenes
empastados de la revista de los egresados y manuscritos que alguien había
empezado. El muchacho amaba esta confusión literaria. R revolvió las galeras
como si estuviera ordenando las cosas a regañadientes, y sus dedos blancos y
delgados se ensuciaron con el polvo. El muchacho hizo un gesto de burla. Pero R
chasqueó la lengua en señal de molestia, se sacudió el polvo de las manos y
dijo:
-La verdad es que hoy quería
hablar contigo de algo.
-¿De qué?-La verdad es... -R vaciló primero pero luego escupió las palabras-. Sufro. Me ha pasado algo terrible.
-¿Estás enamorado? -preguntó fríamente el muchacho.
-Sí.
R explicó las circunstancias. Se
había enamorado de la joven esposa de otro, había sido descubierto por su
padre, y le habían prohibido volver a verla. El muchacho se quedó mirando a R
con los ojos desorbitados. "He aquí a alguien enamorado. Por primera vez
puedo ver el amor con mis ojos". No era un bello espectáculo. Era más bien
desagradable.
La habitual vitalidad de R había
desaparecido; estaba cabizbajo. Parecía malhumorado. El muchacho había
observado a menudo esta expresión en las caras de personas que habían perdido
algo o a quienes había dejado el tren. Pero que un mayor tuviera confianza en
él era un halago a su vanidad. No se sentía triste. Hizo un valeroso esfuerzo
por asumir un aspecto melancólico. Pero el aire banal de una persona enamorada
era difícil de soportar.
Por fin halló unas palabras de
consuelo.
-Es terrible. Pero estoy seguro
que de ello saldrá un buen poema.
R respondió débilmente:
-Este no es momento para la
poesía.
-¿Pero no es la poesía una
salvación en momentos como este?
La felicidad que causa la
creación de un poema pasó como un rayo por la mente del muchacho. Pensó que
cualquier pena o agonía podía ser eliminada mediante el poder de esa felicidad.
-Las cosas no funcionan así. Tú
no comprendes todavía.
Esta frase hirió el orgullo del
muchacho. Su corazón se heló y planeó la venganza.
-Pero si fueras un verdadero
poeta, un genio, ¿no te salvaría la poesía en un momento como este?
-Goethe escribió el Werther
-respondió R- y se salvó del suicidio. Pero sólo pudo escribirlo porque, en el
fondo de su alma, sabía que nada, ni la poesía, lo podría salvar, y que lo
único que quedaba era el suicidio.
-Entonces, ¿por qué no se suicidó
Goethe? Si escribir y el suicidio son la misma cosa, ¿por qué no se suicidó?
¿Porque era un cobarde? ¿O porque era un genio?
-Porque era un genio.
-Entonces...
El muchacho iba a insistir en una
pregunta más, pera ni él mismo la comprendía. Se hizo vagamente a la idea de
que lo que había salvado a Goethe era el egoísmo. La idea de usar esta noción
para defenderse se apoderó de él.
La frase de R, "Tú no
comprendes todavía", lo había herido profundamente. A sus años no había
nada más fuerte que la sensación de inferioridad por la edad. Aunque no se
atrevió a pronunciarla, una proposición que se burlaba de R había surgido en su
mente: "No es un genio. Se enamora".
El amor de R era sin duda
verdadero. Era la clase de amor que un genio nunca debe tener. R, para adornar
su miseria, recurría al amor de Fujitsubo y Gengi, de Peleas y Melisande, de
Tristán e Isolda, de la princesa de Cleves y el duque de Némours como ejemplos
del amor ilícito.
A medida que escuchaba, el
muchacho se escandalizaba de que no había en la confesión de R ni un solo
elemento que no conociera. Todo había sido escrito, todo había sido previsto,
todo había sido ensayado. El amor escrito en los libros era más vital que éste.
El amor cantado en los poemas era más bello. No podía comprender por qué R
recurría a la realidad para tener sueños sublimes. No podía comprender este
deseo de lo mediocre.
R parecía haberse calmado con sus
palabras, y ahora empezó a hacer un largo recuento de los atributos de la
muchacha. Debía de ser una belleza extraordinaria, pero el muchacho no se la
podía imaginar.
-La próxima vez te muestro su
retrato -dijo R. Luego, no sin vergüenza, terminó dramáticamente-: Me dijo que
mi frente era realmente muy hermosa.
El muchacho se fijó en la frente
de R, bajo el pelo peinado hacia atrás. Era abultada y la piel relucía
débilmente bajo la luz opaca que entraba por la puerta; daba la impresión de
que tenía dos protuberancias, cada una tan grande como un puño.
-Es un cejudo -pensó el muchacho.
No le parecía nada hermoso. "Mi frente también es abultada", se dijo.
"Ser cejudo y ser bien parecido no son la misma cosa".
En ese momento el muchacho tuvo
la revelación de algo. Había visto la ridícula impureza que siempre se
entremete en nuestra conciencia del amor o de la vida, esa ridícula impureza
sin la cual no podemos sobrevivir ni en ésta ni en aquel: es decir, la
convicción de que el ser cejijuntos nos hace bellos.
El muchacho pensó que también él,
quizás, de un modo más intelectual, estaba abriéndose camino en la vida gracias
a una convicción parecida. Algo en ese pensamiento lo hizo estremecerse.
-¿En qué piensas? -preguntó R,
suavemente, como de costumbre.
El muchacho se mordió los labios
y sonrió. El día se estaba oscureciendo. Oyó los gritos que llegaban desde
donde practicaba el Club de Béisbol. Percibió un eco lúcido cuando una pelota
golpeada por bate fue lanzada hacia el cielo. "Algún día, tal vez, yo
también deje de escribir poesía", pensó el muchacho por primera vez en su
vida. Pero todavía le quedaba por descubrir que nunca había sido poeta.
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Una frase, una imagen
jueves, 13 de junio de 2013
¿Sabías que…
martes, 11 de junio de 2013
"Pluma y Tintero" en Onda Latina: "Rincón del cuento infantil" con Susana SIMÓN CORTIJO
Efemérides
13 de
junio 2013 - 125 años del nacimiento de
Fernando Pessoa.
Fernando Antonio Nogueira Pessoa (Lisboa, 1888 — ibídem, 1935), es uno de los mayores poetas y escritores de la lengua portuguesa y de la literatura europea.
Finge tan completamente
Que llega a fingir que es dolor
El dolor que de veras siente.
Fernando Pessoa/Bernardo Soares; Autopsicografía; Publicado el 1 de abril de 1931.
Fernando António Nogueira Pessoa, más conocido como Fernando Pessoa (Lisboa, Portugal, 13 de junio de 1888 — ibídem, 30 de noviembre de 1935), es uno de los mayores poetas y escritores de la lengua portuguesa y de la literatura europea.
Tuvo una vida discreta, centrada en
el periodismo, la publicidad, el comercio y, principalmente, la literatura, en la que se desdobló en varias personalidades
conocidas como heterónimos. La figura enigmática en la que se convirtió motiva gran parte de los
estudios sobre su vida y su obra.
Habiendo vivido la mayor parte de su
juventud en Sudáfrica, donde estudió hasta el año 1905, la lengua inglesa tuvo gran importancia en su vida,
pues Pessoa traducía, trabajaba y pensaba en ese idioma. De día Pessoa se
ganaba la vida como traductor. Por la noche escribía poesía: No escribía «su»
propia poesía, sino la de diversos autores ficticios, diferentes en estilo,
modos y voz. Publicó bajo varios heterónimos —de los cuales los más importantes son Alberto
Caeiro, Álvaro de Campos, Bernardo Soares y Ricardo Reis—, e incluso publicó
críticas contra sus propias obras firmadas por sus heterónimos.
Murió por problemas hepáticos a los
47 años en la misma ciudad en que naciera, dejando una descomunal obra inédita
que todavía suscita análisis y controversias.
3 de julio 2013 - 125 años del nacimiento de Ramón
Gómez de la Serna.
Ramón Gómez de la Serna Puig
(Madrid, 1888 – Buenos Aires, 1963). Escritor y periodista vanguardista
español, generalmente adscrito a la Generación de 1914 o Novecentismo, e
inventor del género literario conocido como greguería.
En 2013 se celebra el 125
aniversario de su nacimiento y el 50 de su fallecimiento.
---o0o---
FEDERICO GARCÍA LORCA
El lagarto está llorando
El lagarto está llorando.
La lagarta está llorando.
El lagarto y la lagarta con
delantalitos blancos.
Han perdido sin querer su anillo de
desposados.
¡Ay! su anillito de plomo,
¡Ay! su anillito plomado
Un cielo grande y sin gente
monta en su globo a los pájaros.
El sol, capitán redondo,
lleva un chaleco de raso.
¡Miradlos qué viejos son!
¡Qué viejos son los lagartos!
¡Ay, cómo lloran y lloran!
¡Ay, ay, cómo están llorando!
---o0o---
LOPE DE VEGA
La nena astuta
Un lobito muy zorro junto a un
cortijo
se ha encontrado a una niña
y así le dijo:
- Mira niña, vente conmigo a mi viña
y te daré uvas y castañas.
Y respondió la niña: - No, que me
engañas
---o0o---
GLORIA FUERTES
Cómo se dibuja a un niño
Para dibujar un niño hay que hacerlo
con cariño.
Pintarle mucho flequillo,
que esté comiendo un barquillo;
muchas pecas en la cara que se note
que es un pillo;
- pillo rima con flequillo y quiere
decir travieso -.
Continuemos el dibujo: redonda cara
de queso.
Como es un niño de moda, bebe jarabe
con soda.
Lleva pantalón vaquero con un
hermoso agujero;
camiseta americana y una gorrita de pana.
Las botas de futbolista - porque
chutando es artista -.
Se ríe continuamente, porque es muy
inteligente.
Debajo del brazo un cuento por eso
está tan contento.
Para dibujar un niño hay que hacerlo
con cariño
---o0o---
CARMEN GIL
El sapo verde
Ese sapo verde
se esconde y se pierde;
así no lo besa
ninguna princesa.
Porque con un beso
él se hará princeso
o príncipe guapo;
¡y quiere ser sapo!
No quiere reinado,
ni trono dorado,
ni enorme castillo,
ni manto amarillo.
Tampoco lacayos
ni tres mil vasallos.
Quiere ver la luna
desde la laguna.
Una madrugada
lo encantó alguna hada;
y así se ha quedado:
sapo y encantado.
Disfruta de todo:
se mete en el lodo
saltándose, solo,
todo el protocolo.
Y le importa un pito
si no está bonito
cazar un insecto;
¡que nadie es perfecto!
¿Su regio dosel?
No se acuerda de él.
¿Su sábana roja?
Prefiere una hoja.
¿Su yelmo y su escudo?
Le gusta ir desnudo.
¿La princesa Eliana?
Él ama a una rana.
A una rana verde
que salta y se pierde
y mira la luna
desde la laguna.
MARÍA ELENA WALSH
La vaca estudiosa
Había una vez una vaca
en la Quebrada de Humahuaca.
Como era muy vieja, muy vieja,
estaba sorda de una oreja.
Y a pesar de que ya era abuela
un día quiso ir a la escuela.
Se puso unos zapatos rojos,
guantes de tul y un par de anteojos.
La vio la maestra asustada
y dijo: - Estas equivocada.
Y la vaca le respondió:
¿Por qué no puedo estudiar yo?
La vaca, vestida de blanco,
se acomodó en el primer banco.
Los chicos tirábamos tiza
y nos moríamos de risa.
La gente se fue muy curiosa
a ver a la vaca estudiosa.
La gente llegaba en camiones,
en bicicletas y en aviones.
Y como el bochinche aumentaba
en la escuela nadie estudiaba.
La vaca, de pie en un rincón,
rumiaba sola la lección.
Un día toditos los chicos
se convirtieron en borricos.
Y en ese lugar de Humahuaca
la única sabia fue la vaca.
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Nota.- Además de estos poemas infantiles, se leyeron poemas y relatos publicados en las revistas Orizont Literar Contemporan (HLC) y otros publicados en el nº 12 de "Pluma y Tintero". El audio se puede escuchar en Ivoox, en el lateral de esta página.
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Nota.- Además de estos poemas infantiles, se leyeron poemas y relatos publicados en las revistas Orizont Literar Contemporan (HLC) y otros publicados en el nº 12 de "Pluma y Tintero". El audio se puede escuchar en Ivoox, en el lateral de esta página.
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