Drácula y Mina - Fotograma de la película "Drácula" dirigida por Francis Ford Coppola |
martes, 6 de noviembre de 2012
El huésped de Drácula, de Bram STOKER
Bram Stoker
Irlanda: 1847-1912
EL HUÉSPED DE DRÁCULA
Cuando
iniciamos nuestro paseo, el sol brillaba intensamente sobre Múnich y el aire
estaba repleto de la alegría propia de comienzos del verano. En el mismo
momento en que íbamos a partir, Herr Delbrück (el maitre d'hôtel del Quatre
Saisons, donde me alojaba) bajó hasta el carruaje sin detenerse a ponerse el
sombrero y, tras desearme un placentero paseo, le dijo al cochero, sin apartar
la mano de la manija de la puerta del coche:
-No olvide estar de regreso antes de
la puesta del sol. El cielo parece claro, pero se nota un frescor en el viento
del norte que me dice que puede haber una tormenta en cualquier momento. Pero
estoy seguro de que no se retrasará -sonrió-, pues ya sabe qué noche es.
Johann le contestó con un enfático:
-Ja, mein Herr.
Y, llevándose la mano al sombrero, se
dio prisa en partir.
Cuando hubimos salido de la ciudad le
dije, tras indicarle que se detuviera:
-Dígame, Johann, ¿qué noche es hoy?
Se persignó al tiempo que contestaba
lacónicamente:
-Walpurgis Nacht.
Y sacó su reloj, un grande y viejo
instrumento alemán de plata, tan grande como un nabo, y lo contempló, con las
cejas juntas y un pequeño e impaciente encogimiento de hombros. Me di cuenta de
que aquella era su forma de protestar respetuosamente contra el innecesario
retraso y me volví a recostar en el asiento, haciéndole señas de que
prosiguiese. Reanudó una buena marcha, como si quisiera recuperar el tiempo
perdido. De vez en cuando, los caballos parecían alzar sus cabezas y olisquear
suspicazmente el aire. En tales ocasiones, yo miraba alrededor, alarmado. El
camino era totalmente anodino, pues estábamos atravesando una especie de alta
meseta barrida por el viento. Mientras viajábamos, vi un camino que parecía muy
poco usado y que aparentemente se hundía en un pequeño y serpenteante valle.
Parecía tan invitador que, aun arriesgándome a ofenderlo, le dije a Johann que
se detuviera y, cuando lo hubo hecho, le expliqué que me gustaría que bajase
por allí. Me dio toda clase de excusas, y se persignó con frecuencia mientras
hablaba. Esto, de alguna forma, excitó mi curiosidad, así que le hice varias
preguntas. Respondió evasivamente, sin dejar de mirar una y otra vez su reloj
como protesta. Al final, le dije:
-Bueno, Johann, quiero bajar por ese
camino. No le diré que venga si no lo desea, pero cuénteme por qué no quiere
hacerlo, eso es todo lo que le pido.
Como respuesta, pareció zambullirse
desde el pescante por lo rápidamente que llegó al suelo. Entonces extendió sus
manos hacia mí en gesto de súplica y me imploró que no fuera. Mezclaba el
suficiente inglés con su alemán como para que yo entendiese el hilo de sus
palabras. Parecía estar siempre a punto de decirme algo, cuya sola idea era
evidente que le aterrorizaba; pero cada vez se echaba atrás y decía mientras se
persignaba:
-Walpurgis Nacht!
Traté de argumentar con él pero era
difícil discutir con un hombre cuyo idioma no hablaba. Ciertamente, él tenía
todas las ventajas, pues aunque comenzaba hablando en inglés, un inglés muy
burdo y entrecortado, siempre se excitaba y acababa por revertir a su idioma
natal.... y cada vez que lo hacía miraba su reloj. Entonces los caballos se
mostraron inquietos y olisquearon el aire. Ante esto, palideció y, mirando a su
alrededor de forma asustada, saltó de pronto hacia adelante, los aferró por las
bridas y los hizo avanzar unos diez metros. Yo lo seguí y le pregunté por qué
había hecho aquello. Como respuesta, se persignó, señaló al punto que había
abandonado y apuntó con su látigo hacia el otro camino, indicando una cruz y
diciendo, primero en alemán y luego en inglés:
-Enterrados..., estar enterrados los
que matarse ellos mismos.
Recordé la vieja costumbre de
enterrar a los suicidas en los cruces de los caminos.
-¡Ah! Ya veo, un suicida. ¡Qué
interesante!
Pero a fe mía que no podía saber por
qué estaban asustados los caballos.
Mientras hablábamos, escuchamos un
sonido que era un cruce entre el aullido de un lobo y el ladrido de un perro.
Se oía muy lejos, pero los caballos se mostraron muy inquietos, y le llevó
bastante tiempo a Johann calmarlos. Estaba muy pálido y dijo:
-Suena como lobo..., pero no hay
lobos aquí, ahora.
-¿No? -pregunté inquisitivamente-.
¿Hace ya mucho tiempo desde que los lobos estuvieron tan cerca de la ciudad?
-Mucho, mucho -contestó-. En
primavera y verano, pero con la nieve los lobos no mucho lejos.
Mientras acariciaba los caballos y
trataba de calmarlos, oscuras nubes comenzaron a pasar rápidas por el cielo. El
sol desapareció, y una bocanada de aire frío sopló sobre nosotros. No obstante,
tan sólo fue un soplo, y más parecía un aviso que una realidad, pues el sol
volvió a salir brillante. Johann miró hacia el horizonte haciendo visera con su
mano, y dijo:
-La tormenta de nieve venir dentro de
mucho poco.
Luego miró de nuevo su reloj, y,
manteniendo firmemente las riendas, pues los caballos seguían manoteando
inquietos y agitando sus cabezas, subió al pescante como si hubiera llegado el
momento de proseguir nuestro viaje.
Me sentía un tanto obstinado y no
subí inmediatamente al carruaje.
-Hábleme del lugar al que lleva este
camino -le dije, y señalé hacia abajo.
Se persignó de nuevo y murmuró una
plegaria antes de responderme:
-Es maldito.
-¿Qué es lo que es maldito? -inquirí.
-El pueblo.
-Entonces, ¿hay un pueblo?
-No, no. Nadie vive allá desde
cientos de años.
Me devoraba la curiosidad:
-Pero dijo que había un pueblo.
-Había.
-¿Y qué pasa ahora?
Como respuesta, se lanzó a desgranar
una larga historia en alemán y en inglés, tan mezclados que casi no podía
comprender lo que decía, pero a grandes rasgos logré entender que hacía muchos
cientos de años habían muerto allí personas que habían sido enterradas; y se
habían oído ruidos bajo la tierra, y cuando se abrieron las fosas se hallaron a
los hombres y mujeres con el aspecto de vivos y las bocas rojas de sangre. Y
por eso, buscando salvar sus vidas (¡ay, y sus almas!.... y aquí se persignó de
nuevo), los que quedaron huyeron a otros lugares donde los vivos vivían y los
muertos estaban muertos y no.... no otra cosa. Evidentemente tenía miedo de
pronunciar las últimas palabras. Mientras avanzaba en su narración, se iba
excitando más y más, parecía como si su imaginación se hubiera desbocado, y
terminó en un verdadero paroxismo de terror: blanco el rostro, sudoroso,
tembloroso y mirando a su alrededor, como si esperase que alguna horrible
presencia se fuera a manifestar allí mismo, en la llanura abierta, bajo la luz
del sol. Finalmente, en una agonía de desesperación, gritó: «Walpurgis Nacht!»,
e hizo una seña hacia el vehículo, indicándome que subiera. Mi sangre inglesa
hirvió ante esto y, echándome hacia atrás, dije:
-Tiene usted miedo, Johann... tiene
usted miedo. Regrese, yo volveré solo; un paseo a pie me sentará bien. -La
puerta del carruaje estaba abierta. Tomé del asiento el bastón de roble que
siempre llevo en mis excursiones y cerré la puerta. Señalé el camino de regreso
a Múnich y repetí-: Regrese, Johann... La noche de Walpurgis no tiene nada que
ver con los ingleses.
Los caballos estaban ahora más
inquietos que nunca y Johann intentaba retenerlos mientras me imploraba
excitadamente que no cometiera tal locura. Me daba pena el pobre hombre,
parecía sincero; no obstante, no pude evitar el echarme a reír. Ya había
perdido todo rastro de inglés en sus palabras. En su ansiedad, había olvidado
que la única forma que tenía de hacerme comprender era hablar en mi idioma, así
que chapurreó su alemán nativo. Comenzaba a ser algo tedioso. Tras señalar la
dirección, exclamé: «¡Regrese!», y me di la vuelta para bajar por el camino
lateral, hacia el valle.
Con un gesto de desesperación, Johann
volvió sus caballos hacia Múnich. Me apoyé sobre mi bastón y lo contemplé
alejarse. Marchó lentamente por un momento; luego, sobre la cima de una colina,
apareció un hombre alto y delgado. No podía verlo muy bien a aquella distancia.
Cuando se acercó a los caballos, éstos comenzaron a encabritarse y a patear,
luego relincharon aterrorizados y echaron a correr locamente. Los contemplé
perderse de vista y luego busqué al extraño pero me di cuenta de que también él
había desaparecido.
Me volví con ánimo tranquilo hacia el
camino lateral que bajaba hacia el profundo valle que tanto había preocupado a
Johann. Por lo que podía ver, no había ni la más mínima razón para esta
preocupación; y diría que caminé durante un par de horas sin pensar en el
tiempo ni en la distancia, y ciertamente sin ver ni persona ni casa alguna. En
lo que a aquel lugar se refería, era una verdadera desolación. Pero no me di
cuenta de esta particularidad hasta que, al dar la vuelta a un recodo del
camino, llegué hasta el disperso lindero de un bosque. Entonces me di cuenta de
que, inconscientemente, había quedado impresionado por la desolación de los
lugares por los que acababa de pasar.
Me senté para descansar y comencé a
mirar a mi alrededor. Me fijé en que el aire era mucho más frío que cuando
había iniciado mi camino: parecía rodearme un sonido susurrante, en el que se
oía de vez en cuando, muy en lo alto, algo así como un rugido apagado. Miré
hacia arriba y pude ver que grandes y densas nubes corrían rápidas por el
cielo, de norte a sur, a una gran altura. Eran los signos de una tormenta que
se aproximaba por algún lejano estrato de aire. Noté un poco de frío y,
pensando que era por haberme sentado tras la caminata, reinicié mi paseo.
El terreno que cruzaba ahora era
mucho más pintoresco. No había ningún punto especial digno de mención, pero en
todo él se notaba cierto encanto y belleza. No pensé más en el tiempo, y fue
sólo cuando empezó a hacerse notar el oscurecimiento del sol que comencé a
preocuparme acerca de cómo hallar el camino de vuelta. Había desaparecido la
brillantez del día. El aire era frío, y el vuelo de las nubes allá en lo alto
mucho más evidente. Iban acompañadas por una especie de sonido ululante y
lejano, por entre el que parecía escucharse a intervalos el misterioso grito
que el cochero había dicho que era de un lobo. Dudé un momento, pero me había
prometido ver el pueblo abandonado, así que proseguí, y de pronto llegué a una
amplia extensión de terreno llano, cerrado por las colinas que lo rodeaban. Las
laderas de éstas estaban cubiertas de árboles que descendían hasta la llanura,
formando grupos en las suaves pendientes y depresiones visibles aquí y allá.
Seguí con la vista el serpentear del camino y vi que trazaba una curva cerca de
uno de los más densos grupos de árboles y luego se perdía tras él.
Mientras miraba noté un hálito helado
en el aire, y comenzó a nevar. Pensé en los kilómetros y kilómetros de terreno
desguarnecido por los que había pasado, y me apresuré a buscar cobijo en el
bosque de enfrente. El cielo se fue volviendo cada vez más oscuro, y a mi
alrededor se veía una brillante alfombra blanca cuyos extremos más lejanos se
perdían en una nebulosa vaguedad. Aún se podía ver el camino, pero mal, y
cuando corría por el llano no quedaban tan marcados sus límites como cuando
seguía las hondonadas; y al poco me di cuenta de que debía haberme apartado del
mismo, pues dejé de notar bajo mis pies la dura superficie y me hundí en tierra
blanda. Entonces el viento se hizo más fuerte y sopló con creciente fuerza,
hasta que casi me arrastró. El aire se volvió totalmente helado, y comencé a
sufrir los efectos del frío a pesar del ejercicio. La nieve caía ahora tan
densa y giraba a mi alrededor en tales remolinos que apenas podía mantener
abiertos los ojos. De vez en cuando, el cielo era desgarrado por un
centelleante relámpago, y a su luz sólo podía ver frente a mí una gran masa de
árboles, principalmente cipreses y tejos completamente cubiertos de nieve.
Pronto me hallé al amparo de los
mismos, y allí, en un relativo silencio, pude oír el soplar del viento, en lo
alto. En aquel momento, la oscuridad de la tormenta se había fundido con la de
la noche. Pero su furia parecía estar abatiéndose: tan solo regresaba en
tremendos resoplidos o estallidos. En aquellos momentos el escalofriante
aullido del lobo pareció despertar el eco de muchos sonidos similares a mi
alrededor.
En ocasiones, a través de la oscura
masa de las nubes, se veía un perdido rayo de luna que iluminaba el terreno y
que me dejaba ver que estaba al borde de una densa masa de cipreses y tejos.
Como había dejado de nevar, salí de mi refugio y comencé a investigar más a
fondo los alrededores. Me parecía que entre tantos viejos cimientos como había
pasado en mi camino, quizá hallase una casa aún en pie que, aunque estuviese en
ruinas, me diese algo de cobijo. Mientras rodeaba el perímetro del bosquecillo,
me di cuenta de que una pared baja lo cercaba y, siguiéndola, hallé una
abertura. Allí los cipreses formaban un camino que llevaba hasta la cuadrada
masa de algún tipo de edificio. No obstante, en el mismo momento en que la
divisé, las errantes nubes oscurecieron la luna y atravesé el sendero en
tinieblas. El viento debió de hacerse más frío, pues noté que me estremecía
mientras caminaba; pero tenía esperanzas de hallar un refugio, así que proseguí
mi camino a ciegas.
Me detuve, pues se produjo un
repentino silencio. La tormenta había pasado y, quizá en simpatía con el
silencio de la naturaleza, mi corazón pareció dejar de latir. Pero eso fue tan
sólo momentáneo, pues repentinamente la luz de la luna se abrió paso por entre
las nubes, mostrándome que me hallaba en un cementerio, y que el objeto
cuadrado situado frente a mí era una enorme tumba de mármol, tan blanca como la
nieve que lo cubría todo. Con la luz de la luna llegó un tremendo suspiro de la
tormenta, que pareció reanudar su carrera con un largo y grave aullido, como el
de muchos perros o lobos. Me sentía anonadado, y noté que el frío me calaba
hondo hasta parecer aferrarme el corazón. Entonces mientras la oleada de luz
lunar seguía cayendo sobre la tumba de mármol, la tormenta dio muestras de
reiniciarse, como si quisiera volver atrás. Impulsado por alguna especie de
fascinación, me aproximé a la sepultura para ver de quién era y por qué una
construcción así se alzaba solitaria en semejante lugar. La rodeé y leí, sobre
la puerta dórica, en alemán:
CONDESA DOLINGEN DE GRATZ
EN ESTIRIA
BUSCÓ Y HALLÓ LA MUERTE
EN 1801
En la parte alta del túmulo, y
atravesando aparentemente el mármol, pues la estructura estaba formada por unos
pocos bloques macizos, se veía una gran vigueta o estaca de hierro.
Me dirigí hacia la parte de atrás y
leí, esculpida con grandes letras cirílicas:
Los muertos viajan de prisa
Había algo tan extraño y fuera de lo
usual en todo aquello que me hizo sentir mal y casi desfallecí. Por primera vez
empecé a desear haber seguido el consejo de Johann. Y en aquel momento me
invadió un pensamiento que, en medio de aquellas misteriosas circunstancias, me
produjo un terrible estremecimiento: ¡era la noche de Walpurgis!
La noche de Walpurgis en la que,
según las creencias de millones de personas, el diablo andaba suelto; en la que
se abrían las tumbas y los muertos salían a pasear; en la que todas las cosas
maléficas de la tierra, el mar y el aire celebraban su reunión. Y estaba en el
preciso lugar que el cochero había rehuido. Aquél era el pueblo abandonado
hacía siglos. Allí era donde se encontraba la suicida; ¡y en ese lugar me
encontraba yo ahora solo..., sin ayuda, temblando de frío en medio de una
nevada y con una fuerte tormenta formándose a mi alrededor! Fue necesaria toda
mi filosofía, toda la religión que me habían enseñado, todo mi coraje, para no
derrumbarme en un paroxismo de terror.
Y entonces un verdadero tornado
estalló a mi alrededor. El suelo se estremeció como si millares de caballos
galopasen sobre él, y esta vez la tormenta llevaba en sus gélidas alas no
nieve, sino un enorme granizo que cayó con tal violencia que parecía haber sido
lanzado por lo míticos honderos baleáricos... Piedras de granizo que aplastaban
hojas y ramas y que negaban la protección de los cipreses, como si en lugar de
árboles hubieran sido espigas de cereal. Al primer momento corrí hasta el árbol
más cercano, pero pronto me vi obligado a abandonarlo y buscar el único punto
que parecía ofrecer refugio: la profunda puerta dórica de la tumba de mármol.
Allí, acurrucado contra la enorme puerta de bronce, conseguí una cierta
protección contra la caída del granizo, pues ahora sólo me golpeaba al rebotar
contra el suelo y los costados de mármol.
Al apoyarme contra la puerta, ésta se
movió ligeramente y se abrió un poco hacia adentro. Incluso el refugio de una
tumba era bienvenido en medio de aquella despiadada tempestad, y estaba a punto
de entrar en ella cuando se produjo el destello de un relámpago que iluminó
toda la extensión del cielo. En aquel instante, lo juro por mi vida, vi, pues
mis ojos estaban vueltos hacia la oscuridad del interior, a una bella mujer, de
mejillas sonrosadas y rojos labios, aparentemente dormida sobre un féretro.
Mientras el trueno estallaba en lo alto fui atrapado como por la mano de un
gigante y lanzado hacia la tormenta. Todo aquello fue tan repentino que antes
de que me llegara el impacto, tanto moral como físico, me encontré bajo la
lluvia de piedras. Al mismo tiempo tuve la extraña y absorbente sensación de
que no estaba solo. Miré hacia el túmulo. Y en aquel mismo momento se produjo otro
cegador relámpago, que pareció golpear la estaca de hierro que dominaba el
monumento y llegar por ella hasta el suelo, resquebrajando, desmenuzando el
mármol como en un estallido de llamas. La mujer muerta se alzó en un momento de
agonía, lamida por las llamas, y su amargo alarido de dolor fue ahogado por el
trueno. La última cosa que oí fue esa horrible mezcla de sonidos, pues de nuevo
fui aferrado por la gigantesca mano y arrastrado, mientras el granizo me
golpeaba y el aire parecía reverberar con el aullido de los lobos. La última
cosa que recuerdo fue una vaga y blanca masa movediza, como si las tumbas de mi
alrededor hubieran dejado salir los amortajados fantasmas de sus muertos, y
éstos me estuvieran rodeando en medio de1a oscuridad de la tormenta de granizo.
Gradualmente, volvió a mí una especie
de confuso inicio de consciencia; luego una sensación de cansancio aniquilador.
Durante un momento no recordé nada; pero poco a poco volvieron mis sentidos.
Los pies me dolían espantosamente y no podía moverlos. Parecían estar dormidos.
Notaba una sensación gélida en mi nuca y a todo lo largo de mi espina dorsal, y
mis orejas, como mis pies, estaban muertas y, sin embargo, me atormentaban;
pero sobre mi pecho notaba una sensación de calor que, en comparación,
resultaba deliciosa. Era como una pesadilla..., una pesadilla física, si es que
uno puede usar tal expresión, pues un enorme peso sobre mi pecho me impedía
respirar normalmente.
Ese período de semiletargo pareció
durar largo rato, y mientras transcurría debí de dormir o delirar. Luego sentí
una sensación de repugnancia, como en los primeros momentos de un mareo, y un
imperioso deseo de librarme de algo, aunque no sabía de qué. Me rodeaba un
descomunal silencio, como si todo el mundo estuviese dormido o muerto, roto tan
sólo por el suave jadeo de algún animal cercano. Noté un cálido lametón en mi
cuello, y entonces me llegó la consciencia de la terrible verdad, que me heló
hasta los huesos e hizo que se congelara la sangre en mis venas. Había algún
animal recostado sobre mí y ahora lamía mi garganta. No me atreví a agitarme,
pues algún instinto de prudencia me obligaba a seguir inmóvil, pero la bestia
pareció darse cuenta de que se había producido algún cambio en mí, pues levantó
la cabeza. Por entre mis pestañas vi sobre mí los dos grandes ojos llameantes
de un gigantesco lobo. Sus aguzados caninos brillaban en la abierta boca roja,
y pude notar su acre respiración sobre mi boca.
Durante otro período de tiempo lo
olvidé todo. Luego escuché un gruñido, seguido por un aullido, y luego por otro
y otro. Después, aparentemente muy a lo lejos, escuché un «¡hey, hey!» como de
muchas voces gritando al unísono. Alcé cautamente la cabeza y miré en la
dirección de la que llegaba el sonido, pero el cementerio bloqueaba mi visión.
El lobo seguía aullando de una extraña manera, y un resplandor rojizo comenzó a
moverse por entre los cipreses, como siguiendo el sonido. Cuando las voces se
acercaron, el lobo aulló más fuerte y más rápidamente. Yo temía hacer cualquier
sonido o movimiento. El brillo rojo se acercó más, por encima de la alfombra
blanca que se extendía en la oscuridad que me rodeaba. Y de pronto, de detrás
de los árboles, surgió al trote una patrulla de jinetes llevando antorchas. El
lobo se apartó de encima de mí y escapó por el cementerio. Vi cómo uno de los
jinetes (soldados, según parecía por sus gorras y sus largas capas militares)
alzaba su carabina y apuntaba. Un compañero golpeó su brazo hacia arriba, y
escuché cómo la bala zumbaba sobre mi cabeza. Evidentemente me había tomado por
el lobo. Otro divisó al animal mientras se alejaba, y se oyó un disparo. Luego,
al galope, la patrulla avanzó, algunos hacia mí y otros siguiendo al lobo
mientras éste desaparecía por entre los nevados cipreses.
Mientras se aproximaban, traté de
moverme; no lo logré, aunque podía ver y oír todo lo que sucedía a mi
alrededor. Dos o tres de los soldados saltaron de sus monturas y se
arrodillaron a mi lado. Uno de ellos alzó mi cabeza y colocó su mano sobre mi
corazón.
-¡Buenas noticias, camaradas!
-gritó-. ¡Su corazón todavía late!
Entonces vertieron algo de brandy
entre mis labios; me dio vigor, y fui capaz de abrir del todo los ojos y mirar
a mi alrededor. Por entre los árboles se movían luces y sombras, y oí cómo los
hombres se llamaban los unos a los otros. Se agruparon, lanzando asustadas
exclamaciones, y las luces centellearon cuando los otros entraron amontonados
en el cementerio, como posesos. Cuando los primeros llegaron hasta nosotros,
los que me rodeaban preguntaron ansiosos:
-¿Lo hallaron?
La respuesta fue apresurada:
-¡No! ¡No! ¡Vámonos.... pronto! ¡Éste
no es un lugar para quedarse, y menos en esta noche!
-¿Qué era? -preguntaron en varios
tonos de voz.
La respuesta llegó variada e
indefinida, como si todos los hombres sintiesen un impulso común por hablar y,
sin embargo, se vieran refrenados por algún miedo compartido que les impidiese
airear sus pensamientos.
-¡Era... era... una cosa! -tartamudeó
uno, cuyo ánimo, obviamente, se había derrumbado.
-¡Era un lobo..., sin embargo, no era
un lobo! -dijo otro estremeciéndose.
-No vale la pena intentar matarlo sin
tener una bala bendecida -indicó un tercero con voz más tranquila.
-¡Nos está bien merecido por salir en
esta noche! ¡Desde luego que nos hemos ganado los mil marcos! -espetó un
cuarto.
-Había sangre en el mármol derrumbado
–dijo otro tras una pausa-. Y desde luego no la puso ahí el rayo. En cuanto a
él... ¿está a salvo? ¡Miren su garganta. Vean, camaradas: el lobo estaba echado
encima de él, dándole calor.
El oficial miró mi garganta y
replicó:
-Está bien; la piel no ha sido
perforada. ¿Qué significará todo esto? Nunca lo habríamos hallado de no haber
sido por los aullidos del lobo.
-¿Qué es lo que ocurrió con ese lobo?
-preguntó el hombre que sujetaba mi cabeza, que parecía ser el menos
aterrorizado del grupo, pues sus manos estaban firmes, sin temblar. En su
bocamanga se veían los galones de suboficial.
-Volvió a su cubil -contestó el
hombre cuyo largo rostro estaba pálido y que temblaba visiblemente aterrorizado
mientras miraba a su alrededor-. Aquí hay bastantes tumbas en las que puede
haberse escondido. ¡Vámonos, camaradas, vámonos rápido! Abandonemos este lugar
maldito.
El oficial me alzó hasta sentarme y
lanzó una voz de mando; luego, entre varios hombres me colocaron sobre un
caballo. Saltó a la silla tras de mí, me sujetó con los brazos y dio la orden
de avanzar; dando la espalda a los cipreses, cabalgamos rápidamente en
formación.
Mi lengua seguía rehusando cumplir
con su función y me vi obligado a guardar silencio. Debí de quedarme dormido,
pues lo siguiente que recuerdo es estar de pie, sostenido por un soldado a cada
lado. Ya casi era de día, y hacia el norte se reflejaba una rojiza franja de
luz solar, como un sendero de sangre, sobre la nieve. El oficial estaba
ordenando a sus hombres que no contaran nada de lo que habían visto, excepto
que habían hallado a un extranjero, un inglés, protegido por un gran perro.
-¡Un gran perro! Eso no era ningún
perro -interrumpió el hombre que había mostrado tanto miedo-. Sé reconocer un
lobo cuando lo veo.
El joven oficial le respondió con
calma:
-Dije un perro.
-¡Perro! -reiteró irónicamente el
otro. Resultaba evidente que su valor estaba ascendiendo con el sol y,
señalándome, dijo-: Mírele la garganta. ¿Es eso obra de un perro, señor?
Instintivamente alcé una mano al
cuello y, al tocármelo, grité de dolor. Los hombres se arremolinaron para
mirar, algunos bajando de sus sillas, y de nuevo se oyó la calmada voz del
joven oficial:
-Un perro, he dicho. Si contamos
alguna otra cosa, se reirán de nosotros.
Entonces monté tras uno de los
soldados y entramos en los suburbios de Múnich. Allí encontramos un carruaje al
que me subieron y que me llevó al Quatre Saisons; el oficial me acompañó en el
vehículo, mientras un soldado nos seguía llevando su caballo y los demás
regresaban al cuartel.
Cuando llegamos, Herr Delbrück bajó
tan rápidamente las escaleras para salir a mi encuentro que se hizo evidente
que había estado mirando desde dentro. Me sujetó con ambas manos y me llevó
solícito al interior. El oficial hizo un saludo y se dio la vuelta para
alejarse, pero al darme cuenta insistí en que me acompañara a mis habitaciones.
Mientras tomábamos un vaso de vino, le di las gracias efusivamente, a él y a
sus camaradas, por haberme salvado. Él se limitó a responder que se sentía muy
satisfecho, y que Herr Delbrück ya había dado los pasos necesarios para
gratificar al grupo de rescate; ante esta ambigua explicación el maître d'hôtel
sonrió, mientras el oficial se excusaba, alegando tener que cumplir con sus
obligaciones, y se retiraba.
-Pero Herr Delbrück -interrogué-,
¿cómo y por qué me buscaron los soldados?
Se encogió de hombros, como no
dándole importancia a lo que había hecho, y replicó:
-Tuve la buena suerte de que el
comandante del regimiento en el que serví me autorizara a pedir voluntarios.
-Pero ¿cómo supo que estaba perdido?
-le pregunté.
-El cochero regresó con los restos de
su carruaje, que resultó destrozado cuando los caballos se desbocaron.
-¿Y por eso envió a un grupo de
soldados en mi busca?
-¡Oh, no! -me respondió-. Pero, antes
de que llegase el cochero, recibí este telegrama del boyardo de que es usted
huésped -y sacó del bolsillo un telegrama, que me entregó y leí:
BISTRITZ
«Tenga cuidado con mi huésped: su
seguridad me es preciosa. Si algo le ocurriera, o lo echasen a faltar, no
ahorre medios para hallarle y garantizar su seguridad. Es inglés, y por
consiguiente aventurero. A menudo hay peligro con la nieve y los lobos y la
noche. No pierda un momento si teme que le haya ocurrido algo. Respaldaré su
celo con mi fortuna. - Drácula.
Mientras sostenía el telegrama en mi
mano, la habitación pareció girar a mi alrededor y, si el atento maître d'hôtel
no me hubiera sostenido, creo que me hubiera desplomado. Había algo tan extraño
en todo aquello, algo tan fuera de lo corriente e imposible de imaginar, que me
pareció ser, en alguna manera, el juguete de enormes fuerzas..., y esta sola
idea me paralizó. Ciertamente me hallaba bajo alguna clase de misteriosa
protección; desde un lejano país había llegado, justo a tiempo, un mensaje que
me había arrancado del peligro de la congelación y de las mandíbulas del lobo.
Nota.- Este relato será comentado por los alumnos en el taller literario, así como en el "Salón de Lectura" que llevaremos a cabo en Onda Latina - www.ondalatina.com.es - el próximo lunes 26 de noviembre.
Podéis dejar vuestros comentarios aquí, en el blog; en el correo del taller o participar en directo por la radio.
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