En medio del enorme jardín se levantaba una mansión de estilo victoriano, al verla nos sentíamos como si estuviésemos en medio de una de esas grandes películas inglesas. Mis hermanos y yo nos acercamos muchas veces y nos subíamos uno encima de otro para poder mirar sobre el ancho muro. Nos parecía que lo que veíamos era otra vida completamente distinta a la nuestra. Tras la tapia, en el jardín, varios hombres trabajaban afanosamente, podando árboles, cortando flores o dando distintas formas a los setos. Era el jardín más grande y hermoso que habíamos visto en toda nuestra vida. En él había paseos con arcos cubiertos de bellas enredaderas de todos los colores, caminos de pequeña gravilla que pasan al lado de los arriates de tulipanes, varias fuentes donde los pájaros se paran a beber y, entusiasmados ante tanta belleza, continúan con su canto.
La casa era un continuo entrar y salir de doncellas, cocineras, niñeras… Muchas veces nos preguntamos cuántas personas vivirían allí. Nunca lo supimos, pero nos imaginamos que eran muchas. Desde luego la mayor parte eran empleados. Los dueños de la mansión eran un matrimonio y sus tres hijos. Eso lo sabíamos con certeza porque solían pasar por el pueblo en el coche. Alguna vez se bajaron para asomarse en el viaducto y ver el caudaloso río. La señora era muy guapa. Una mañana que se acercó a dar una limosna a la viejecita que pedía sentada junto al puente, mi madre dijo que: ni en las mejores escenas del cine vio ropas tan hermosas. Él era también muy elegante y distinguido. Sus dos hijos varones tenían cara de pillos, quizás lo imaginamos así por ser pecosos y pelirrojos. La niña sí que era guapa, lástima que no pueda caminar y siempre estuviese en su cochecito de ruedas.
Una tarde después de salir de la escuela y mientras observaba lo que ocurría tras el muro, subido a los hombros de mi hermano, la niña a la cual le daban un paseo cerca de él, me descubrió. No pareció asombrarse y me sonrió, yo me quedé tan aturdido que, al intentar retroceder, casi nos vamos al suelo mi hermano y yo.
Después de ese primer encuentro procuré estar a la misma hora y siempre ella estaba como si me esperase y de nuevo me sonreía. Yo entonces ya había cumplido doce años y no recordaba otra sonrisa tan hermosa como la de esa niña, ni unos ojos tan grandes y de un azul tan profundo.
Una mañana se fueron de improviso, igual que habían llegado. Una profunda tristeza se apoderó de mí. Mis hermanos ya no quisieron volver allí, ya no tenían nada que ver. Pero yo, con unos viejos palos, me fabriqué una tosca escalera. Subido a ella observaba el jardín cómo poco a poco se iba abandonando y también la hermosa casa. Después la escondía bajo la gran buganvilla junto a la que yo me asomaba para pasar desapercibido cuando ellos aún vivían allí.
Una tarde que pensativo le tiraba piedras al río, se me acercó Julián, un vecino del pueblo de mediana edad que tanto trabaja de carpintero como de albañil, me puso la mano en el hombro y me dijo:
- No pierdas tu tiempo aquí, tienes que estudiar, tú serás alguien muy famoso -me quedé mirando a aquel hombre. Antes de que articulara una sola palabra, él continuó-. Te he visto muchos días mirando por el muro a la gran casa.
Yo me quedé muy sorprendido, nunca le vi allí. Entonces él me comentó que estuvo trabajando de jardinero. La noticia me llenó de contento y le pregunté que a donde se había marchado la familia. Él me contó que los señores compraron aquella hermosa casa para ver si el clima mejoraba la extraña dolencia de la niña, que le impedía caminar, pero que alguien les habló de un famoso neurólogo en un país europeo y que allá se habían ido. En ese mismo instante me dije que yo sería medico y en un futuro curaría a esa hermosa niña.
La verdad es que, después de mi conversación con Julián, cada vez estudié más y mis notas eran muy buenas, mis estudios superiores fueron en el condado vecino y, cuando les dije a mis padres que quería estudiar medicina, los pobres casi se desmayan. Me dijeron que ellos no podrían costear unos estudios tan caros en la ciudad. Pero yo solicité una beca, casi obligado por Julián, que no se descuidaba en ningún momento de mis estudios. Me llegó muy pronto y me vi en una ciudad importante estudiando medicina. Acabé mis estudios gracias a las becas que últimamente me gestionaba Julián. Pude ir a un lugar que ni en sueños imaginé que yo haría la especialidad de cirujano neurólogo. Afortunadamente para mí fueron apasionantes aquellos años de estudio, y siempre que veía a un paciente, sin querer, yo volvía a ver a la niña rubia de mi niñez.
Nada más terminar la especialidad me llamaron de un Hospital famoso donde empecé a practicar mis primeras operaciones con bastante éxito.
Les escribo largas cartas a mis padres, al igual que a Julián a quien hago partícipe de todos mis logros. Un mañana, al terminar una operación, cuando ya me iba a mi casa, una enfermera vino a buscarme y me dijo:
–Doctor, en su despacho le espera una joven, dice que le conoce desde niño y desea hablar con usted.
Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo, sin saber por qué corrí en dirección a mi despacho. Abrí la puerta y, aunque estaba de espaldas a mi, sentada en su silla de ruedas, supe que era ella. Se volvió, me sonrió, y fue igual que la primera vez que la vi. Me quedé tan aturdido como cuando casi me caigo de lo alto del muro. Me miró y no pude articular ni una sola palabra, mientras le estrechaba su mano.
Pasaron unos instantes. Nunca podré saber si fueron segundos o minutos, lo único que recuerdo es que nos mirábamos y sonreíamos. De pronto ella empezó a hablar, lo hacía atropelladamente, como si quisiera resumir en un minuto todos los años pasados. Me contó que desde la primera vez que me vio tuvo el presentimiento que yo podría curarla en un futuro. Por eso, cuando se marchó, se quedó de acuerdo con Julián para que le contara todas mis andaduras. Ella le explicó a su padre su intuición, y este fue el mecenas que estuvo detrás de cada beca. Ahora quiere que yo estudie su caso.
Sentí una responsabilidad enorme. A pesar de ello en ese mismo día empezamos a hacer pruebas y, en poco tiempo, supe con toda seguridad que mi primer y único amor volvería a andar.
La operación fue un éxito y, poco a poco, Rebeca comenzó a caminar. Ella había estudiado fisioterapia, ya que su sueño era ayudar a personas que tuvieran problemas parecidos al suyo y necesitaran rehabilitar sus músculos.
En cuanto se mejoró nos casamos.
Luego, lo primero que hicimos, fue volver a la mansión abandonada y convertirla en un centro donde rehabilitar a personas que carecieran de medios económicos. Allí trabajamos juntos, aunque yo tengo que trasladarme un par de veces a la semana a la ciudad donde sigo operando.
Junto a la buganvilla, donde seguía escondida la vieja escalera, mi esposa hizo esculpir una de mármol, exactamente igual a la que yo construí, en ella sólo hay una fecha: la del año en que nos vimos por primera vez.
Pepi Núñez Pérez 26/ 03/ 08
3 comentarios:
Pues ha quedado muy bien, dices que es en dos partes..., no se nota el corte de historia, puedo imaginar que es la parte en que se hace mayor y médico famoso.
De extensión también lo veo adecuado, tenemos que hacer crecer los relatos como dice Juani. Es una bonita historía, lo que me gusta es que no usas palabras de domingo (de esas un poco engoladas). Tu escritura es como te he dicho en alguna otra
ocasión: suave, como si patináramos sobre ella, y eso, mi amiga, no creas
que es fácil de conseguir.
Un abrazote, Isa.
Mi querida Isa, lo que no es fácil de conseguir es tener amigas
maravillosas como tú. Gracias y un beso enorme. Pepi.
Querida Pepi. Bueno, ya sabes que aún estoy entre Lady Capuleto y Adriana Salcedo. Llegué a la larga franja en la madrugada de ayer. Todo fue un éxito, y mi viaje un regalo del cosmos. Acabo de leer "la Mansión". Parece un cuento de hadas, es bello y muy bien hilado, me hace muy bien leer este tipo de lectura. Yo, que soy melodramática para algunas cosas. Felicitaciones. ¡Me encantó!Adriana.
P.D. Cuando puedas, hazme llegar tu opinión de "Ruperto", mi cuento.
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