Me gustaba Claudio, aunque nunca se lo confesé a mis amigas. Como ellas, me reía cada vez que salía su nombre en una conversación. En el instituto se portaba, intuyo que conscientemente, como un sabio retraído y distante; pero, luego, tal como pudimos comprobar, era bastante enrollado y le gustaban las mismas cosas que a nosotros, o sea, beber y dormir poco. No me atraía sexualmente, pero me agradaba su manera de mirar: no era de esos profesores que te recorren de arriba abajo cuando te quedas un rato al final de clase para consultarles una duda. No era un mirón profesional ni un reprimido. Le divertía enseñar, eso es todo. Hablaba por los codos. Bebía como un cosaco. Fumaba como una chimenea. Todo lo hacía a lo grande.
Cuando supimos que se encontraba mal, se nos ocurrió ir a verle; una idea fugaz. Aliviamos el remordimiento que causa sentirse bien cuando otros las están pasando canutas comprándole un ramo de flores, y se lo dimos a Raquel para que se lo llevara. Nos dijo que iría al hospital a la salida de clase, y nos propuso acompañarla. Mis amigas no estaban por la labor -emitían el último capítulo de una serie a la que estábamos enganchadas-, y yo me mordí la lengua, como tantas otras veces. Cuando sonó la campana, sin embargo, puse una excusa tonta para deshacerme de Olga y Tatiana, y fui corriendo al aparcamiento. Al ver a Raquel en el coche, a punto de arrancar, se me aceleró el corazón. “He cambiado de idea”, le dije sofocada, y ella arrojó a los asientos traseros el bolso y un loro de peluche, y me sonrió.
Casi no hablamos durante el trayecto. Para ser joven y como nosotras, Raquel era bastante tímida -quizá porque era como nosotras-, y solo cuando aparcamos me dijo que tenía una hermana de mi edad. “Yo tengo dieciséis, repetí un curso”, aclaré, pero no pareció importarle ni notar la diferencia. Preguntamos en el vestíbulo por el paciente Claudio Díaz Naranjo y subimos a su habitación en la quinta planta. Llamamos a la puerta y, como no respondiera, abrimos despacio y lo vimos sentado en una silla, dormitando y con un cómic entre las piernas. Al vernos, se puso en pie haciendo un gran esfuerzo. “Vaya, vaya, muchas gracias por venir”, nos saludó, y nos ofreció asiento.
Hacía mucho calor. Era muy triste estar ahí aunque solo fuera de visita. En el pasillo, noté que me temblaban las piernas y recordé que una vez, cuando operaron a mi madre de la vesícula, me caí en redondo, desmayada. Claudio pareció emocionarse sinceramente por las flores, eran las primeras que le llevaban, “hasta ahora solo me han traído dulces”. Nos dijo que se encontraba mucho mejor, pero que el médico lo había notado todavía débil y había insistido en que se quedara otro par de noches. “Después solo tendré que venir por las mañanas para que me achicharren un poco, y por las tardes llevaré una vida normal, aunque muy normal no podrá ser; porque, sabéis, me han prohibido el alcohol y el tabaco. Creo que aprovecharé esta baja para escribir y hacer otras cosas que aún no me han prohibido”, dijo.
Mientras Claudio hablaba, y lo hacía sin parar, yo observaba a Raquel. Quería averiguar si era cierto lo que se decía de ellos, que estaban saliendo, pero durante la visita, o al menos delante de mí, no exteriorizaron sus sentimientos. Llevábamos ya media hora cuando apareció la pareja de siempre, la que salía con Claudio por las noches. El chico se llamaba Abel y ella era Marga. Abel lo conocía desde niño, y le bastaba con cruzar una mirada para que, sin necesidad de palabras, ambos comprendieran el significado de cualquier broma. Durante un rato, hablaron animadamente de sus cosas, y yo no metí baza.
Lo estaba pasando fatal. Deseaba intervenir y que Claudio se fijara un poco en mí, pero me limitaba a escuchar con las manos en el regazo, igual que haría mi abuela en una circunstancia semejante. Lo peor fue cuando, imagino que por cortesía, empezaron a hacerme preguntas sobre mis gustos, mi familia y ese tipo de cosas. Me bloqueé. Quería pronunciar frases ingeniosas y ocurrentes para estar a su altura, pero no era capaz de hacerme comprender y no me salían las palabras. Me parecía haber aterrizado en ese mundo desde un planeta muy lejano; me puse nerviosa, me disculpé y salí corriendo de la habitación.
Raquel me encontró en el cuarto de baño, llorando como una imbécil y mirándome en el espejo, con esa cara regordeta, absurda y roja que tanto despreciaba. Quería abofetearme y arañarme, y lo habría hecho de haber estado sola. Sin duda, Raquel debió de pensar que era medio lela, pero no dijo nada, me sonrió como a una hermana, igual que había hecho al montarme en el coche, y me abrazó fuerte. Cuando se separó de mí, vi que también ella estaba llorando.
Siguió de sustituta hasta el final de curso, y yo seguí acompañándola a ver a Claudio cada vez que podía, que era casi siempre. Olga y Tatiana me dijeron que era una pelota y ya no les volví a dirigir la palabra. En realidad, nunca fueron mis amigas. Éramos distintas, y desde lo de Claudio me resultaban inmaduras, insensibles e intransigentes. Solo querían acostarse con chicos, y publicaban lo que hacían -o, mejor dicho, se lo inventaban- en un foro de Internet que ya entonces causaba furor.
Han pasado los años y, aunque me considero joven todavía, he aprendido a distinguir el amor de las relaciones, y también que la vida es demasiado larga y confusa para hacer promesas. No he vuelto a gozar de esa certeza absoluta y tan desconcertante como una emboscada. Con Claudio me volvía invisible, me hundía en aguas oscuras, y volaba sobre tierras de sueño, sin fuerzas para buscar un nido. Él me hablaba bajo, me preguntaba por los exámenes o me pedía que le acercara un vaso de agua. No he vuelto a sentir ese dolor ni esa necesidad de estar con alguien, ni a exponerme tanto. Ya solo me duelen los recuerdos.
En junio se puso peor. Prácticamente lo desahuciaron, y pasaba ya sus últimas semanas en casa, cuidado por una hermana que había vuelto a Madrid desde Ávila, donde trabajaba en una guardería. No tenían padres y sus familiares más cercanos eran dos tíos que vivían en México.
Aquellas últimas tardes fueron las peores de mi vida. Las recuerdo silenciosas e interminables, con un sabor seco y ese mareo que nos desarma cuando no corre el aire. Pero me acabé acostumbrando y, además, estaba Raquel, que me necesitaba más de lo que creía aunque no quisiera reconocerlo. Salía destrozada de allí y, antes de dejarme en el portal de casa, me invitaba a un refresco, y procuraba sacar a colación temas ligeros para olvidar el dolor reciente. A veces nos íbamos de compras, y poco a poco me hice amiga de su hermana Cristina, que estudiaba en otro instituto y era una chica despierta, guapa como ella, e inteligente. El día de su cumpleaños, le compré una pulsera muy bonita y, entre confidencias y el humo de sus primeros cigarrillos, me contó que Raquel y Claudio habían sido novios. “Ya lo sé. Tengo ojos en la cara”, dije, molesta. “Mi hermana lo dejó”, añadió.
No recuerdo haber llorado tanto como aquella noche. Lloraba de rabia y odiaba a Raquel por su estupidez. Volví a leer el poema de Blas de Otero que habíamos analizado en clase de Literatura: “Desolación y vértigo se juntan. Parece que nos vamos a caer, que nos ahogan por dentro. Nos sentimos solos, y nuestra sombra en la pared no es nuestra, es una sombra que no sabe, que no puede acordarse de quién es. Desolación y vértigo se agolpan en el pecho, se escurren como un pez, parece que patina nuestra sangre, sentimos que vacilan nuestros pies”.
Acabadas las clases, no me fui de vacaciones con mis padres. Les dije que me quedaría estudiando para recuperar en septiembre las asignaturas que me habían quedado, nada menos que seis.
Claudio murió el veintitrés de julio, de madrugada. Lo supe por el sonido del telefonillo, atroz y seco como mi garganta. “Baja”, musitó Raquel, que al aparcar había roto un faro trasero.
La última vez que lo vi, dos días antes, Claudio me dijo que fuera alegre, y que no me distrajera con pequeñeces ni me encadenara a los recuerdos. Me aconsejó que no perdiera el tiempo acumulando cosas. Que llorara cuanto quisiera y que aprendiera a decir “sí” y “no”. Que no fumara. Que viviera enamorada. “Ya lo estoy”, le corté. “¿En serio? Yo también estuve enamorado. Pero el amor se fue, como quien se va de una habitación de hotel, sin mirar atrás, sin remordimientos…, y ya no volvió. A veces pasa. Dime, ¿cómo se llama tu chico?”. “Nadie… es del instituto, Nico”, improvisé.
En el cementerio saludé a Abel y a Marga, y al profesor Bartolomé Requena, su maestro, que no paraba de llorar, como si se hubiera quedado huérfano. A la vuelta, se sentó detrás, y yo fui en el asiento delantero, junto a Raquel. Bartolomé recordó a una de sus discípulas, que años atrás, y después de pasar con brillantez el DEA, se fue a vivir a Londres con su novio, un ingeniero finlandés. “Marchó él unos días a Helsinki a ayudar a su padre en el campo y, trabajando en la finca que tenían, hubo un pequeño temblor de tierra, cayóse a una hondonada y murió”, narró con su particular forma de hablar; y yo pensé que esa era, precisamente, la clase de recuerdos que se despiertan cuando hay una desgracia y que tratan de convencernos de que es inútil intentar nada. “Ya no le interesó más la Filosofía”, se lamentó.
Dejamos a Bartolomé en casa y, antes de arrancar de nuevo, busqué las palabras exactas para contarle a Raquel lo que había sentido y aún sentía por Claudio. Quería saber, también, por qué lo había dejado: aún era una niña y me faltaban las razones de la experiencia. Pero ella me puso un dedo en los labios, me sonrió, con la ternura que ya le conocía, y me dijo que no hacía falta hablar. “Lo sé todo, y él también lo sabía, puedes creerlo”. “¿Pero por qué vosotros…?” “Me convencí de que Claudio y yo no necesitábamos más o menos bondad en nuestra agonía, sino terminar y basta. Sí, lo he lamentado y he llorado y he querido morirme, pero imagino que para ninguno de los dos, de los tres, fue entonces el momento”.
PREMIOS LITERARIOS:
Primer premio en el certamen de relato joven de San Martín de Valdeiglesias (Madrid, 2008).
Primer premio en el certamen de relato «María Moliner» (Las Rozas, Madrid, 2008).
Primer premio en el certamen de relato «Antonio Espinosa» (Campillos, Jaén, 2007).
Primer premio en certamen de relatos de viajes «El País-Aguilar» (Madrid, 2007).
Primer premio en el certamen de relato «Fernando Quiñones» de Cádiz (2007).
Finalista en el certamen de relato del Museo Arqueológico de Córdoba (2007).
Finalista en el certamen de narrativa «Historias de la Historia» de Constantí (Tarragona, 2006).
Segundo premio en el certamen epistolar de Encinarejo de Córdoba (2006).
Seleccionado en el certamen Ciudad de Getafe (Madrid, 2004).
Finalista en el certamen de la Asociación Verbo Azul (Alcorcón, 2004).
Primer premio «Félix Francisco Casanova» (Tenerife, 2003).
Tercer premio en el certamen epistolar «Dime que me quieres» (Málaga, 2003).
Segundo premio en el certamen juvenil de Eibar (2003).
Primer premio en el certamen «C.M. Isabel de España», Madrid 2002.
Primer premio «Mensajero Club Joven» (Bilbao, 2002).
Finalista en el certamen epistolar «Carta a un maltratador» (Madrid, 2002).
Finalista en el certamen «Todos somos diferentes», Madrid 2001.
Primer premio en el certamen «Mari Puri Express» de Torrejón de Ardoz (Madrid, 2001).
Segundo premio en el certamen de relato corto de la Asociación «Los Rosales» (Madrid, 2001).
Accésit en «Jorge de Ortúzar» de Segovia (2000).
Finalista en «Juan Martín Sauras» de Andorra (Teruel, 2000).
Accésit en «Los sueños de cada uno» de Zamora (1999).
Accésit en ASCII de Madrid (1999).
POESÍA
Segundo premio en el certamen «Mqués. de Santillana» (Carrión de los Condes, 2005).
Finalista en el certamen «Merche Lanza» de Santander (2004).
Seleccionado en el certamen «Ciudad de Getafe» (Madrid, 2004).
Finalista en el certamen «Dionisia García» (Murcia, 2004).
Primer premio «Poeta García Gutiérrez» de Chiclana de la Frontera (2004).
Primer premio «Miguel Hernández» de Daya Nueva (Alicante, 2004).
Finalista en el certamen de la Asociación «Verbo Azul» (Alcorcón, 2004).
Finalista en el certamen de Peñaranda de Bracamonte (Salamanca, 2004).
Primer premio «Jóvenes talentos» de Majadahonda (2003).
Accésit en las Justas Poéticas de Dueñas (Palencia, 2003).
Primer premio de la Universidad Politécnica de Madrid, 2002.
Finalista en el certamen «José de Espronceda» (Almendralejo, Badajoz, 2002).
Primer premio «Poeta joven de La Encina» (Villanueva de la Cañada, 2002).
Premio «Blas de Otero» de la Universidad Complutense de Madrid, 2001.
Primer premio «Miguel Hernández» de la Asociación «Pueblo Unido» (Madrid, 2001).
Primer premio «Miguel Hernández» de Daya Nueva (Alicante, 2001).
NOVELA
Primer premio en certamen de novela corta «Antonio Espinosa» de Campillos (Jaén), 2007.
Primer premio en el certamen Hontanar de narrativa breve, Ponferrada, 2007.
Seleccionado en el certamen «Valentín García Yebra», Guadalajara 2003.
Finalista en el certamen «Valentín García Yebra», Guadalajara 2002.
1 comentario:
¿Qué decirte, Alberto, de tu relato?
Que me gustó muchísmo, bueno, ahí está el resultado: que por muy poquito no estuviste entre los tres primeros. De todos modos, después de leer tu biografía y tus logros, se puede decir que eres un "peso pesado" en esto de ganar en los concursos a los que te presentas.
Felicidades, espero que podamos gozar de algún que otro trabajo tuyo, si es que quieres compartirlo con todos nosotros.
Un saludo, Juana.
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