¿QUÉ BENEFICIOS SE OBTIENEN AL MATRICULARSE EN UN TALLER LITERARIO?

Preguntas como esta, o tales como:
- ¿Es bueno matricularse en un taller literario?
- ¿Qué me aporta el matricularme en un taller literario?
- ¿Seguro que se puede aprender a escribir en un taller literario?

Preguntas similares y muchas más las he estado escuchando los últimos seis años, los que tiene de vida el taller.
A quienes me las hacían, bien por correo electrónico, bien por teléfono, traté de sacarles de dudas lo mejor que supe o pude.
He de decir que, como tallerista que fui durante más de ocho años en uno de los más antiguos aparecidos en la ciudad de Madrid, más dos cursos en una escuela de prestigio diré que:
1.- Los genios literarios, salvo muy raras excepciones no nacen, se hacen a base de esfuerzo y trabajo constante (al igual que cualquier trabajador en la disciplina que sea: para ser realmente bueno es preciso constancia y trabajo).
2.- En todas las universidades anglosajonas, los talleres literarios son una asignatura más en las facultades de letras.
3.- Cualquiera que sepa redactar medianamente bien, y que tenga inquietudes literarias, puede ser un magnífico alumno.
4.- A un taller literario hay que llegar con humildad y con el pensamiento de que se va a aprender, no creyéndose de entrada un Cervantes o mejor que el insigne alcalaíno porque será un pésimo alumno que no se dejará corregir, se aburrirá y entorpecerá las clases.
5.- Quizá este punto debí ponerlo en el 1º o 2º lugar. Escribir es: CORREGIR, CORREGIR, CORREGIR y CORREGIR, de tal modo que el texto quede pulido, tanto como una pista de patinaje por la que, el lector, deslice la vista y no se encuentre obstáculo alguno que le haga desechar la obra que tiene entre manos bien por aburrimiento, falta de comprensión, exceso de rimas...
6.- Y por último, para no aburrir como pongo más arriba, quien desee escribir, llegar a tener un estilo propio, debe leer mucho y bien, es decir: beber de los autores clásicos y contemporáneos pero no sólo ir a conocer el argumento, sino ver las figuras retóricas empleadas, el tono, el estilo, las formas de lenguaje... Es necesario hacer un estudio en profundidad e, incluso, intentar parecérsele (con los ejercicios de intertextualidad) y, cuando menos se lo espere, habrá llegado, si no a la cumbre, sí a empezar la escalada de esa montaña que, aunque parezca que no, se conseguirá con tesón.

Un saludo, Juana Castillo


jueves, 28 de febrero de 2013

Comentario: "LA ESTRELLA SOBRE EL BOSQUE" por Susana Simón Cortijo



Susana Simón
 COMENTARIO A LA ESTRELLA SOBRE EL BOSQUE
POR SUSANA SIMÓN CORTIJO

 
            Para empezar quiero comentar algo sobre el autor vienés, Stefan Zweig, que también se quitó la vida como el protagonista de su relato, aunque supongo que utilizaría otro sistema distinto.  En su biografía lo cuentan así:

El 22 de febrero de 1942, con 60 años, se suicidó en Petrópolis, Brasil, junto a su esposa, desesperados ante el futuro de Europa y su cultura (después de la caída de Singapur), pues creían en verdad que el nazismo se extendería a todo el planeta.

Qué pena, si hubieran esperado tres añitos más, se podrían haber dado cuenta de que no fue así.

            El relato es una maravilla de descripción con infinidad de detalles que consiguen envolver la historia y convertirla en un regalo literario con un final curioso y original.

            Lo malo que tienen los amores platónicos exagerados, es que pueden terminar mal, aunque no estoy segura de que sea el caso en esta historia.

            En estas frases del relato se comprende muy bien de qué tipo de amor se trata:

            Porque él no la sentía como realidad, sino como algo excelso, muy lejano, que bastaba con su reflejo de la vida.

            Un sueño, de seres como él, es como una barca sin timón que va a la deriva…, hasta que de pronto su quilla choca con una sacudida seca en una orilla desconocida.

            Cuando se entera que la condesa se marcha, él en su mente se va cerrando todas las puertas. Primero, seguirla: Buscar empleo como criado, etc., estar en la calle como mendigo…, al menos respirar el aliento de la misma ciudad. No tenía dinero suficiente. Segundo, si se quedaba: Como a través de un velo desgarrado vio de pronto su vida. Presintió lo miserable que sería de ahí en adelante. Sólo prefirió una salida, la peor para mi gusto, pero trágicamente romántica.

            Tiene un detalle en la última cena para la condesa, con sus pequeños ahorros compra cuatro tipos de flores distintas: Tulipanes, crisantemos (que mira qué casualidad, son las que tradicionalmente nosotros utilizamos para llevar a los cementerios), orquídeas y rosas, que a él por su colorido le sugerían palabras. Sin embargo no sabemos si produjo algún efecto en la condesa, esas flores en la mesa durante la cena. Si yo hubiera comido ahí me habría sabido todo a jardín, o sea, a la jardinera.

            Dónde sí hicieron efecto las flores fue en el estrecho habitáculo del tren, la pobrecita entre el repentino dolor de corazón y el vaho turbador y cálido de las flores, casi se asfixia.

            Y llegamos a la verdadera protagonista de la historia, la estrella. Él, tumbado en las vías, al verla en el cielo, pone ahí su deseo ardiente, para que la condesa sepa que alguien va a morir por ella, y la mujer desesperada por su asfixia, abre la ventanilla del tren y mira la estrella que les une al final, aunque ella con una tristeza llena de fuego y deseo que no sabe bien de dónde le viene. ¡Caray que romántico!

            Aprovecho para felicitar a mi amigo Luis Miguel que hoy cumple años y me parece que con cifra redonda.

            Muchos besos para todos.
 
 

martes, 26 de febrero de 2013

Comentario “LA ESTRELLA SOBRE EL BOSQUE”, de Stefan Zweig, por Elda López Martínez


Elda López (de rojo)


COMENTARIO “LA ESTRELLA SOBRE EL BOSQUE”
Este relato es un texto bello sobre un amor platónico con consecuencias trágicas, pero Stefan Zweig muestra el amor, la pasión, y la tragedia a través de imágenes placenteras y sosegadas que poco a poco llevan al desenlace final.
El protagonista, el camarero François de un hotel de la Riviera, se enamora apasionadamente de una clienta, la condesa Ostrovska, y ese amor surge cuando “su rostro descansó en ese momento a pocos centímetros  de las ondas dulcemente rizadas y perfumadas de su cabeza, y,  cuando instintivamente alzó la mirada devota, sus ojos turbados vieron  la suave y luminosa línea blanca con la que su cuello surgía de esa marea oscura y se perdía en el vestido rojo abullonado. Un llamarada color púrpura lo invadió”
Ese amor es un ensueño, amor de “fidelidad canina y desprovisto de deseos”, es un estado ilusorio que sólo se alimenta de sueños y no tiene en cuenta la realidad, y de forma servicial, pues el camarero se siente feliz sirviéndola, y el mayor placer es “después de la cena alisaba las arrugas del mantel delante de la silla de la condesa con dedos tan y dulces como quien acaricia las manos queridas plácidas de una mujer”.
El autor sigue describiendo el estado amoroso de François con imágenes muy explicativas. El enamorado sigue viviendo en el mundo imaginado y sin tener en cuenta la realidad, pero cuando ésta llega lo hace de una manera brutal, el portero del hotel le informa que la condesa se va Varsovia al día siguiente en el tren de las ocho.
Esta información desencadena, en el camarero una catarata de sentimientos que le asustan y toma conciencia de que la condesa se irá y él se quedará atrás. Al principio piensa en seguirla para seguir sirviéndola como criado, pero es pobre y sus ahorros no le dan para el billete de tren. Como es consciente de que un camarero no puede codearse con una condesa, se sume en un estado de desesperación hasta que encuentra la solución, y entonces entra en un estado sosegado y lleno de paz.
Como despedida François se gasta sus ahorros en flores y un jarrón que coloca delante del plato de la última cena de la condesa, y se va en busca de destino final. La descripción de Zweig de los sentimientos del camarero utilizando las imágenes del bosque que atraviesa hasta llegar a los raíles del tren, son muy bonitas y va mostrando al lector todas las sensaciones del enamorado.
De alguna manera el camarero cuando decide suicidarse intenta que la condesa sea culpable de su desgracia, pues ha decido tenderse sobre los raíles del tren para que el vagón de la condesa lo aplaste. De hecho la condesa presiente algún peligro y le entran ganas de detener el convoy. Después del atropello la condesa siente  “un dolor como el que tienen los niños asustados, cuando despiertan en la noche oscura e impenetrable y sienten que están por completos solos….”
El relato muestra que los sueños son maravillosos pero no se puede vivir sólo de sueños, porque la realidad termina imponiéndose y rompe de golpe ese estado de placidez. Incluso a veces uno se hace pequeñas ilusiones, como un momento de ocio placentero, y la realidad llega y nos  quita de un manotazo esa ilusión.
A veces habría que tratar de hacer realidad los sueños, en el caso del relato el camarero debería de haber hablado con la condesa, en vez de pensar que como ser inferior no le atendería, pues a lo mejor hablar con ella le hubiera servido para desahogarse y evitar la tragedia. De todas maneras hay un punto de crueldad en el enamorado, pues su deseo es que la condesa sufra por la muerte de él.
A lo mejor en el ser humano existe ese sentimiento de tratar de culpar a los demás de nuestros fracasos, antes de reconocer  que tal vez el error es propio y no de los otros. De todas maneras estamos ante un texto cuya lectura es un placer.
ELDA LÓPEZ MARTÍNEZ
FEBRERO 2013
 
 

domingo, 24 de febrero de 2013

"Pluma y Tintero" en Onda Latina

 
 
 
De nuevo estamos a punto de dar paso a otro día de radio.
Mañana, 25 de febrero, último lunes de mes, tenemos en "Onda Latina" nuestro encuentro literario, el tercer "Salón de lectura".
Comentaremos el relato de Stefan Zweig, "La estrella sobre el bosque", publicada, como podéis comprobar, en este blog. Aún estáis a tiempo de dejar vuestros comentarios para que sean leídos en las ondas.
Os esperamos, a las siete de la tarde,  en el 87.6 de la F.M. y/o a través de Internet en el enlace: www.ondalatina.com.es
Si mañana os es imposible, el martes, de 13 a 14 horas se repite el programa.
Y, si el martes lo perdéis de nuevo, podéis escucharlo (cuantas veces os apetezca) en el enlace a Ivoox que aparece en esta misma página.
Disfrutad de las últimas horas de este domingo y ¡hasta mañana! ¡Os esperamos!
 
 

sábado, 23 de febrero de 2013

La estrella sobre el bosque, relato de Stefan Zweig


La estrella sobre el bosque

 
 
Imágenes gratuitas de Internet
 
Stefan Zweig

Austria: 1881-1942

 
Un día, cuando el diligente y apuesto camarero François se inclinó sobre el hombro de la bella condesa polaca Ostrovska, sucedió algo extraño. Sólo duró un segundo y no fue un estremecimiento o un sobresalto, un temblor o una emoción. Y, sin embargo, fue uno de esos segundos que abarcan miles de horas y de días llenos de júbilo y tormento, como el vigor vehemente de los grandes y fragorosos robles con todas sus ramas que se mecen y sus copas que se inclinan está contenido en un solo granito de semilla. En ese segundo no sucedió nada visible. François, el dúctil camarero del gran hotel de la Riviera se inclinó aún más, para presentar con mayor comodidad la fuente al cuchillo indeciso de la condesa. Pero su rostro descansó ese momento a pocos centímetros de las ondas dulcemente rizadas y perfumadas de su cabeza, y, cuando instintivamente alzó la mirada devota, sus ojos turbados vieron la suave y luminosa línea blanca con la que su cuello surgía de esa marea oscura y se perdía en el vestido rojo oscuro abullonado. Una llamarada color púrpura lo invadió. Y el cuchillo vibró suavemente en la fuente, presa de un imperceptible temblor. Aunque en ese segundo François intuyó las graves consecuencias de este repentino hechizo, dominó hábilmente su agitación y siguió sirviendo con el entusiasmo reservado y un poco galante de un garçon de buen gusto. Alargó la fuente con movimiento medido al acompañante habitual de la condesa, un aristócrata maduro dotado de una imperturbable elegancia, que relataba cosas indiferentes con entonación refinadamente acentuada y en un francés cristalino. Luego se apartó de la mesa sin alterar su mirada y su gesto.

Estos minutos fueron el comienzo de un estado de ensueño muy extraño y ferviente, de un sentimiento tan impetuoso y exaltado que apenas le corresponde el término grave y noble de amor. Era ese amor, de fidelidad canina y desprovisto de deseos, que los seres humanos generalmente no experimentan en la flor de su vida, que sólo sienten las personas muy jóvenes o muy ancianas. Un amor sin reflexión, que sólo sueña y no piensa. Olvidó por completo ese injusto y, sin embargo, inalterable desprecio que incluso personas inteligentes y circunspectas manifiestan hacia seres humanos que visten el frac de camarero; no especuló sobre posibilidades y casualidades, sino que aumentó en su sangre esa extraña inclinación hasta que su profundidad escapó a toda burla y crítica. Su ternura no era la de las miradas secretamente alusivas y al acecho, la temeridad de los gestos atrevidos que de repente se desata, la pasión sin sentido de labios sedientos y manos temblorosas; era una aplicación silenciosa, un prevalecer de aquellos pequeños servicios que son tanto más excelsos y sagrados en su modestia cuanto que permanecen a sabiendas ocultos. Después de la cena alisaba las arrugas del mantel delante de la silla de la condesa con dedos tan tiernos y dulces como quien acaricia las manos queridas y plácidas de una mujer; colocaba las cosas en su proximidad con simetría devota, como si las dispusiera para una fiesta. Con el mayor cuidado llevaba las copas que habían tocado sus labios a su estrecha y poco aireada buhardilla y de noche las dejaba relucir a la luz perlada de la luna como si fueran joyas preciosas. Constantemente era, desde cualquier rincón, el secreto observador de sus movimientos y actividades. Bebía sus palabras como quien paladea lascivamente un vino dulce y de perfume embriagador. Y recogía las palabras y las órdenes ávido como los niños la rápida pelota en el juego. Así su alma embelesada introdujo en su pobre e indiferente vida un brillo cambiante y opulento. Nunca se le ocurrió la sabia necesidad de trasponer todo el episodio a las palabras frías y destructivas de la realidad de que el miserable camarero François amaba a una condesa exótica y eternamente inalcanzable. Porque él no la sentía como realidad, sino como algo excelso, muy lejano, que bastaba con su reflejo de la vida. Amaba el imperioso orgullo de sus órdenes, el ángulo dominante de sus cejas negras que casi se tocaban, el pliegue indómito alrededor de la boca fina, la gracia segura de sus gestos. La sumisión le parecía a François algo natural y sentía como dicha la proximidad humillante del servicio modesto, porque gracias a ella podía entrar tan a menudo en el círculo seductor que rodeaba a su amada.

Así despertó de repente en la vida de un hombre sencillo un sueño, como una flor de jardín noble y cuidadosamente criada, que florece en una carretera donde el polvo de los caminantes ahoga todos los brotes. Era el vértigo de un ser sencillo, un sueño embriagador y narcótico en medio de una vida fría y monótona. Y los sueños de seres como él son como barcas sin timón, que van a la deriva presas de una voluptuosidad fluctuante sobre aguas silenciosas y espejeantes, hasta que de pronto su quilla choca con una sacudida seca en una orilla desconocida.

La realidad, sin embargo, es más fuerte y sólida que todos los sueños. Una noche el corpulento portero procedente del Waadtland le dijo a François al pasar: «La Ostrovska se marcha mañana en el tren de las ocho». Y luego añadió otros nombres sin importancia que él apenas escuchó. Porque esas palabras se habían transformado en su cerebro en un confuso remolino tumultuoso. Varias veces se pasó los dedos mecánicamente por la frente afligida, como si quisiera apartar un sedimento pesado, que allí reposaba y obnubilaba la razón. Dio unos pasos titubeantes. Inseguro y atemorizado cruzó delante de un alto espejo de marco dorado, del que le salió al encuentro un rostro mortalmente pálido y extraño. Los pensamientos no acudían a su mente, estaban por así decir aprisionados tras un muro oscuro y nebuloso. Casi inconsciente, descendió, agarrándose a la balaustrada, la amplia escalera hacia el jardín sumido en sombras, en el que los altos pinos se erguían solitarios como pensamientos sombríos. Su silueta intranquila dio unos inciertos pasos más, como el vuelo bajo y tambaleante de un ave nocturna enorme y oscura, y por fin se dejó caer en un banco, apoyando la cabeza en su frío respaldo. El silencio era absoluto. A su espalda, entre los arbustos redondeados, relucía el mar. Luces suaves y trémulas chispeaban sobre su superficie, y en el silencio se perdía la monótona cantinela murmurante de lejanos rompientes.

Y de pronto todo estaba claro, muy claro. Tan dolorosamente claro que François casi sonrió. Todo había acabado, sencillamente. La condesa Ostrovska se marcha a casa y el camarero François queda atrás en su puesto. ¿Acaso era tan raro? ¿No se marchaban al cabo de dos, tres o cuatro semanas todos los extranjeros que venían? Qué tontería no haberlo pensado antes. Porque todo estaba tan claro como para reír o llorar. Y sus pensamientos bullían y bullían. Mañana por la noche, en el tren de las ocho en dirección a Varsovia. A Varsovia..., horas y horas a través de bosques y valles, a través de colinas y montañas, a través de estepas y ríos y dinámicas ciudades. ¡Varsovia! ¡Qué lejos quedaba! No podía siquiera imaginar, aunque sí sentir en lo más profundo, esa palabra orgullosa y amenazadora, dura y lejana: Varsovia. Y él...

Durante un segundo aleteó una pequeña y fantástica esperanza. Podía seguirla. Y buscar empleo allí como criado, escribiente, cochero, esclavo; estar allí en la calle como mendigo, todo menos estar tan horriblemente lejos; al menos respirar el aliento de la misma ciudad, verla quizá pasar, ver su sombra, al menos, su vestido y su cabello negro. Ya surgían precipitadas visiones. Pero el momento era duro e implacable. François vio lo inalcanzable desnudo y claro. Calculó: cien o doscientos francos ahorrados, en el mejor de los casos. No bastaban ni para la mitad del camino. Y entonces ¿qué? Como a través de un velo desgarrado vio de pronto su vida, presintió lo pobre, miserable y fea que indefectiblemente sería de ahora en adelante. Años vacíos ejerciendo su profesión de camarero, torturado por un insensato deseo, esa ridiculez iba a ser su futuro. Lo recorrió un escalofrío. Y de pronto todas las cadenas de pensamientos confluyeron arrebatadas e imparables. Había únicamente una posibilidad.

Las copas de los árboles se mecían en una brisa apenas perceptible. La noche oscura y negra se alzaba amenazadora ante él. Entonces se alzó, seguro y sereno, del banco y se dirigió por la grava crujiente hacia el gran edificio que dormía en blanco silencio. Debajo de una de sus ventanas hizo un alto. Estaba ciega y sin un signo brillante de luz en el que se hubiera podido encender el deseo soñador. Ahora su sangre circulaba con latidos tranquilos, y se alejó como alguien al que ya nada confunde y engaña. En su cuarto se echó sin agitación alguna sobre la cama y durmió con un sueño denso y sin imágenes hasta la señal matutina del despertar.

Al día siguiente, su comportamiento se ciñó por completo a los límites de la deliberación meticulosamente definida y de la calma forzada. Con fría indiferencia cumplió con sus obligaciones, y sus gestos tenían una seguridad tan absoluta y tan despreocupada, que nadie hubiera imaginado detrás de la máscara falaz la amarga decisión. Poco antes de la hora de la cena, acudió con sus pequeños ahorros a la floristería más selecta y compró flores exquisitas que en su espléndido colorido le sugerían palabras: tulipanes del color del oro fogoso, que eran como la pasión; crisantemos blancos de amplia corola, como sueños luminosos y exóticos; finas orquídeas, las imágenes estilizadas del deseo, y unas soberbias rosas embriagadoras. Y luego compró un valioso jarrón de cristal con destellos opalescentes. Los pocos francos que aún le quedaban se los regaló al pasar, con un gesto rápido y distraído, a un niño que pedía limosna. Luego volvió al hotel. Con solemnidad melancólica colocó el jarrón con las flores delante del cubierto de la condesa, que dispuso por última vez con voluptuoso y minucioso esmero.

Llegó el momento de la cena. François sirvió la mesa como siempre: reservado, silencioso y competente, sin alzar los ojos. Sólo al final envolvió la silueta cimbreante y orgullosa de la condesa con una mirada infinita, que ella no percibió. Nunca le había parecido tan bella como en esta mirada última y libre de todo deseo. Luego se apartó con serenidad de la mesa, sin gesto alguno de despedida, y abandonó la sala. Como un huésped ante el que se inclinan los criados, atravesó los pasillos y descendió la elegante escalera de recepción hasta la calle: era evidente que en ese momento dejaba atrás su pasado. Delante del hotel se detuvo un segundo, indeciso; entonces empezó a caminar, bordeando iluminadas villas y amplios jardines, siempre adelante como un paseante ensimismado, sin saber adónde se dirigía.

Así vagó inciertamente hasta el anochecer en un estado de enajenación ensoñada. Ya no pensaba más en las cosas. Ni en las pasadas ni en las inevitables. Ya no le daba vueltas a la idea de la muerte, como sin duda en los últimos momentos el suicida circunspecto sopesa en la mano el brillante y amenazador revólver de profundo ojo y lo vuelve a dejar en la mesa. Hacía tiempo que se había sentenciado a sí mismo. Por su mente sólo pasaban imágenes en raudo vuelo, como golondrinas de viaje. Primero, los días de la juventud hasta aquella fatal hora de clase cuando una estúpida aventura lo propulsó violentamente desde la perspectiva de un futuro prometedor a la confusión del mundo. Luego los viajes incesantes, las dificultades por el sueldo, los proyectos, una y otra vez fracasados, hasta que la gran oleada negra, que llamamos el destino, quebró su orgullo y lo dejó abandonado en un puesto indigno. Muchos recuerdos multicolores pasaron revoloteando por su mente. Por fin relució el suave reflejo de los últimos días en sus sueños despiertos; y de nuevo abrieron violentamente la oscura puerta de la realidad que debía traspasar. Recordó que deseaba morir en ese mismo día.

Durante un rato recapacitó sobre los muchos caminos que conducen a la muerte, y comparó su respectiva amargura y su definitiva prontitud. Hasta que lo traspasó un pensamiento. En su sombría cavilación se le ocurrió un funesto símbolo: así como la condesa había arrasado inconsciente y destructivamente su vida, así debía arrollar también su cuerpo. Ella misma lo llevaría a cabo. Ella misma consumaría su obra. Y ahora sus pensamientos se aceleraron con increíble seguridad. En algo menos de una hora, a las ocho, salía el expreso que la llevaba a su encuentro. Se arrojaría debajo de sus ruedas, se dejaría destrozar por la misma fuerza arrebatadora que le arrancaba a la mujer de sus sueños. Se desangraría debajo de sus pies. Los pensamientos galopaban y se perseguían jubilosos. François ya conocía el lugar. Más arriba, al borde del bosque, donde las copas frondosas de los árboles oscurecían la última vista sobre la cercana bahía. Miró el reloj: los segundos y los latidos de su sangre casi marcaban el mismo ritmo. Era hora de ponerse en camino. Y ahora, de repente, sus pasos cansinos se volvieron elásticos y decididos, con ese ritmo duro y precipitado que el sueño mata en su avance. Agitado se precipitó en el esplendoroso crepúsculo del anochecer meridional hacia el lugar en el que, entre lejanas colinas cubiertas de bosque, el cielo aparecía incrustado como una línea color púrpura. Y corrió hasta llegar a las vías del tren, que relucían como dos líneas plateadas y le mostraban el camino. Lo condujeron por una ruta sinuosa hacia la altura, a través de perfumados y profundos valles, cuyos velos de niebla atenuaban plateados la luz cansina de la luna; lo condujeron ascendiendo a las colinas, desde las que se veía lo lejos que el mar vasto y nocturno refulgía con sus brillantes luces costeras. Y le mostraron por fin el profundo bosque mecido por el inquieto viento, que sumergió las vías en las sombras que se cernían.

Ya era tarde cuando François llegó con respiración entrecortada a la ladera oscura del bosque. Los árboles lo rodeaban lúgubres y negros. Sólo arriba, entre las copas transparentes, asomaba la luz temblorosa y pálida de la luna entre las ramas, que se quejaban cuando la ligera brisa de la noche las tomaba en sus brazos. De vez en cuando resonaban extrañas llamadas de lejanos pájaros nocturnos en el apretado silencio. Los pensamientos se le paralizaron por completo en esa aprensiva soledad. François sólo esperaba, esperaba y miraba fijamente si allá abajo, en la curva de la primera serpentina ascendente, asomaba la luz roja del tren. De vez en cuando consultaba nervioso el reloj y contaba los segundos. Luego volvía a prestar atención al lejano grito del tren. Pero era imaginación suya. El silencio era total. El tiempo parecía haberse congelado.

Por fin brilló allá abajo la luz. En ese segundo François sintió una sacudida en el corazón, aunque no hubiera podido decir si de temor o de alegría. Con un movimiento impetuoso se tiró sobre las vías. Al principio sólo sintió un instante el agradable frío de los raíles de hierro en su sien. Luego aguzó el oído. El tren aún estaba lejos. Podía tardar algunos minutos. Ahora no se oía nada excepto el susurro de los árboles en el viento. Los pensamientos saltaban confusos. Y, de pronto, uno que permaneció clavado como una dolorosa flecha en su corazón: que él moría por ella y que ella nunca lo sabría. Que ni la más pequeña ola de su vida encrespada había tocado la de ella. Que ella nunca sabría que una vida ajena había venerado la suya y se había destrozado contra ella.

Apenas perceptible y muy lejano se oía jadear por el aire casi quieto el golpeteo rítmico de la máquina que remontaba la pendiente. Pero el pensamiento seguía quemando con igual fuerza y atormentaba los últimos minutos del moribundo. El tren se aproximaba más y más con su estrépito metálico. Y entonces François abrió una vez más los ojos. Sobre él se extendía un cielo mudo de un azul casi negro y las copas intranquilas de unos árboles. Y sobre el bosque resplandecía una estrella blanca. Una estrella solitaria sobre el bosque... Los raíles empezaron a vibrar suavemente y a zumbar bajo su cabeza. Pero el pensamiento ardía como fuego en su corazón y en la mirada que abarcaba toda la intensidad y la desesperación de su amor. Todo el deseo y esta última dolorosa pregunta se volcaron en la estrella blanca y reluciente, que miraba benignamente sobre él. El tren se aproximaba más y más. Y el moribundo envolvió una vez más con una última e inefable mirada la estrella sobre el bosque. Luego cerró los ojos. Los raíles temblaron y vibraron, la marcha estrepitosa del presuroso tren se acercaba más y más y el bosque resonaba como grandes y martilleantes campanas. La tierra pareció tambalearse. Aún un aturdidor chirrido, un estruendo arremolinado, luego un estridente pitido, el grito de animal asustado del silbato del tren y la queja disonante de un freno inútil.


La bella condesa Ostrovska ocupaba en el tren un compartimiento reservado. Desde el inicio del viaje leía una novela francesa, mecida suavemente por el balanceo del vagón. El aire del estrecho habitáculo era sofocante y estaba cargado del denso perfume de muchas flores a punto de marchitarse. En las magníficas cestas de despedida los racimos de lilas blancas ya dejaban caer la cabeza, cansinas como frutas excesivamente maduras, las flores colgaban flácidas de sus tallos, y los cálices pesados y dilatados de las rosas parecían consumirse en la nube caliente de los aromas embriagadores. Un atosigante bochorno calentaba las pesadas oleadas de perfume, suspendidas perezosas incluso en la presteza acelerada del tren.

De pronto, la condesa dejó caer el libro con dedos fatigados. Ni ella misma sabía por qué. Una sensación misteriosa la invadió. Sintió una presión sorda y dolorosa. Un dolor repentino, inexplicable y angustioso se apoderó de su corazón. Creyó que iba a asfixiarse en el vaho turbador y cálido de las flores. Y ese aterrador dolor no cedía, sentía cada vibración de las ruedas veloces, la ciega marcha hacia delante la martirizaba indeciblemente La asaltó un deseo fulminante de parar el impulso acelerado del tren, de detenerlo ante el oscuro dolor hacia el que se precipitaba. Nunca en su vida había sentido su corazón atenazado por algo tan horrible, invisible y cruel como en esos segundos de dolor inconcebible y miedo inexplicable. Y esa sensación se hizo más y más acuciante, y más apretada la presión alrededor de su garganta. Como una plegaria surgió en ella el deseo de que el tren parara.

Ahí, de repente, un estridente silbato, el grito salvaje de aviso del tren y el quejido de los frenos con su lamentable chirrido. Y el ritmo ralentizado de las ruedas aladas, más y más lento, luego un tartamudeo mecánico y un golpe brusco. Con dificultad se acercó a la ventanilla para aspirar a bocanadas el aire fresco. El cristal descendió ruidosamente. Afuera siluetas negras, corriendo... Palabras al vuelo de múltiples voces: un suicida... Bajo las ruedas... Muerto... En pleno campo...

La condesa se estremece. Instintivamente su mirada se alza hacia el cielo alto y silencioso y hacia los árboles negros mecidos por el viento. Y sobre ellos una estrella solitaria sobre el bosque. La condesa siente su mirada como una lágrima refulgente. La contempla y de pronto siente una tristeza como nunca la ha sentido. Una tristeza llena de fuego y deseo, como nunca existió en su vida...

El tren reanuda lentamente su marcha. La condesa se reclina en la esquina de su butaca y lágrimas silenciosas se deslizan por sus mejillas. La angustia sorda ha desaparecido, ya sólo siente un profundo y extraño dolor, cuyo origen busca explicarse en vano. Un dolor como el que tienen los niños asustados, cuando despiertan en la noche oscura e impenetrable y sienten que están por completo solos...

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Nota.- Este relato será comentado por los alumnos en el taller literario, así como en el "Salón de Lectura" que llevaremos a cabo en Onda Latina, de 19 a 20 horas, el próximo lunes 25 de febrero. Podéis escucharnos en el enlace: www.ondalatina.com.es
Podéis dejar vuestros comentarios aquí, en el blog para ser leídos; en el correo del taller: plumaytintero@yahoo.es  o participar en directo por la radio.


 

viernes, 22 de febrero de 2013

Stefan Zweig, biobibliografía


Stefan Zweig




Stefan Zweig /ʃ'tɛfan tsvaɪk/ (Viena, Austria, 28 de noviembre de 1881 – Petrópolis, Brasil, 22 de febrero de 1942) fue un escritor austríaco de la primera mitad del siglo XX.

Sus obras fueron de las primeras en protestar contra la intervención de Alemania en la segunda guerra mundial.

Fue muy popular durante las décadas de 1920 y 1930. Escribió novelas, relatos y biografías, entre las más conocidas están las de María Estuardo y la de Fouché, una obra mitad biografía y mitad novela histórica muy interesante sobre un personaje que nadie ha enriquecido ni antes ni después de Zweig. Otra de sus biografías, la dedicada a María Antonieta,1 fue adaptada al cine en Hollywood.

Tras su suicidio en 1942, su obra fue perdiendo fama progresivamente.

No tiene parentesco ni con el escritor Arnold Zweig ni la escritora alemana Stefanie Zweig (nacida en 1932).

 

Biografía.- Zweig fue hijo de una familia judía acomodada: su padre, Moritz Zweig, fue un acaudalado fabricante textil; y su madre, Ida Brettauer Zweig, hija de una familia de banqueros italianos.

Estudió en la Universidad de Viena en la que obtuvo el título de doctor en filosofía. También realizó cursos sobre historia de la literatura, que le permitieron codearse con la vanguardia cultural vienesa de la época.

En este ambiente, hacia 1901, publicó sus primeros poemas, una colección titulada Silberne Saiten ("Cuerdas de plata"), mostrando la influencia de Hugo von Hofmannsthal y Rainer Maria Rilke.
 
En 1904, apareció su primera novela, género de especial frecuencia en su carrera.
 
Zweig desarrolló un estilo literario muy particular, que aunaba una cuidadosa construcción psicológica con una brillante técnica narrativa.
 
Además de sus propias creaciones en teatro, periodismo y ensayo, Zweig trabajó en traducciones de autores como Paul Verlaine, Charles Baudelaire y Émile Verhaeren.
 
En 1910, visitó La India y en 1912, Norteamérica. En 1913 se estableció en Salzburgo, donde habrá de vivir durante casi veinte años.
 
Durante la Primera Guerra Mundial, y luego de haber servido en el ejército austríaco por algún tiempo (como empleado de la Oficina de Guerra, pues había sido declarado como no apto para el combate) se exilió a Zúrich gracias a sus convicciones antibelicistas influenciadas por Romain Rolland, entre otros.

De este período es Jeremías, obra antibélica que escribió mientras estaba en el ejército, publicada durante su exilio en Suiza. Esta pieza teatral bíblica inspirada en la guerra europea fue exhibida en Nueva York hacia 1939.
 
De inmediato se radicó en Suiza, donde trabajó como corresponsal para la prensa libre vienesa, y produjo algunos trabajos en diarios húngaros. Gracias a sus amistades, entre las que estaban Hermann Hesse y Pierre-Jean Jouve pudo publicar sus visiones apartidistas sobre la turbulenta realidad europea de aquellos días. Conoció a Thomas Mann y a Max Reinhardt.
 
La solvencia económica de su familia le permitió su gran pasión: viajar; así adquirió la gran consciencia de tolerancia que ha quedado plasmada en sus obras, las primeras en protestar en contra de la intervención de Alemania en la guerra.
 
Después del armisticio de 1918 pudo retornar a Austria: volvió a Salzburgo, donde en 1920 se casó con Friderike Maria Burger von Winternitz, una admiradora de su obra, a quien había conocido ocho años antes.
 
Como intelectual comprometido, Zweig se enfrentó con vehemencia contra las doctrinas nacionalistas y el espíritu revanchista de la época. De todo eso escribió en una larga serie de novelas y dramas, en lo que fue el período más productivo de su vida. El relato histórico Momentos estelares de la humanidad, que publicó en 1927 se mantiene entre sus libros más exitosos.
 
En 1928, Zweig viajó a la Unión Soviética. Dos años después visitó a Albert Einstein en su exilio en Princeton. Zweig cultivaría la amistad de personalidades como Máximo Gorki, Rainer Maria Rilke, Auguste Rodin, y Arturo Toscanini.
 
En 1934, publicó su triple biografía Mental Healers, a la vez un ensayo sobre los orígenes de la Ciencia Cristiana (religión espiritualista fundada por Mary Baker Eddy) y el psicoanálisis.
 
Tras el aumento de la influencia nacional socialista en Austria, Zweig se trasladó un tiempo a Londres; ya por entonces se vio en dificultades para publicar en Alemania, pese a lo cual pudo escribir el libreto para Die schweigsame Frau, ópera del compositor Richard Strauss.
 
Definido como «no ario», fue defendido por Strauss, quien se negó a eliminar el nombre de Zweig como libretista del cartel de la obra Die Schweigsame Frau (La mujer silenciosa), estrenado en Dresde. Hitler rehusó ir al estreno, como estaba planeado, y poco tiempo después, tras sólo tres representaciones, la obra fue prohibida.
 
La religión judía no fue parte de su educación. En una entrevista sostuvo:
 
"Mi madre y mi padre eran judíos sólo por un accidente de nacimiento".
 
Sin embargo, una de sus novelas, El Candelabro Enterrado narra la historia de un judío, que hizo del objetivo de su vida el preservar la menorá.
 
Si bien sus ensayos en política fueron publicados por la casa Neue Freie Presse, cuyo editor literario era el líder sionista Theodor Herzl, Zweig nunca se sintió atraído por ese movimiento.
 
En 1934, inició viajes por Sudamérica.
 
En 1936, sus libros fueron prohibidos en Alemania por el régimen nazi.
 
En 1938, se divorció de su primera esposa. Al año siguiente se casó con Charlotte Elisabeth Altmann y, tras el inicio de la guerra, Zweig se trasladó a París. Poco después, viajó a Inglaterra, en donde obtuvo la ciudadanía. Vivió en Bath y Londres antes de viajar a los Estados Unidos, República Dominicana, Argentina y Paraguay, con motivo de un ciclo de conferencias.
 
En Argentina, recibió especial atención del periodista Bernardo Verbitsky, quien escribirá un ensayo acerca del visitante: Significación de Stefan Zweig (1942).
 
Después de la publicación de su Novela de ajedrez en 1941 se mudó a Brasil, donde escribió La tierra del futuro (1941). En esta obra, examina la historia, economía y cultura del país. Citando a Américo Vespucio, describe cómo los primeros navegantes europeos vieron al Nuevo Mundo:
 
"Si el paraíso existe en algún lado del planeta, ¡no podría estar muy lejos de aquí!"
 
En Petrópolis, junto a su esposa, desesperados ante el futuro de Europa y su cultura (después de la caída de Singapur), pues creían en verdad que el nazismo se extendería a todo el planeta, un 22 de febrero, se suicidaron. Zweig había escrito:
 
"Creo que es mejor finalizar en un buen momento y de pie una vida en la cual la labor intelectual significó el gozo más puro y la libertad personal el bien más preciado sobre la Tierra."
 
Su autobiografía El mundo de ayer, con publicación póstuma hacia 1944, es un panegírico a la cultura europea que consideraba para siempre perdida.
 
Obra
 
Trabajó durante más de veinte años en su Momentos estelares de la humanidad que retrata los 14 acontecimientos de la historia mundial más importantes desde su punto de vista.
 
Concedía particular importancia al ritmo del relato; en sus propias palabras:
 
"... el inesperado éxito de mis libros proviene, según creo, en última instancia de un vicio personal, a saber: que soy un lector impaciente y de mucho temperamento. Me irrita toda facundia, todo lo difuso y vagamente exaltado, lo ambiguo, lo innecesariamente morboso de una novela, de una biografía, de una exposición intelectual. Sólo un libro que se mantiene siempre, página tras página sobre su nivel y que arrastra al lector hasta la última línea sin dejarle tomar aliento, me proporciona un perfecto deleite. Nueve de cada diez libros que caen en mis manos, los encuentro sobrecargados de descripciones superfluas, diálogos extensos y figuras secundarias inútiles, que les quitan tensión y les restan dinamismo."
 
Si bien fue uno de los más conocidos y reputados escritores entre 1930 y 1940, desde su muerte y a pesar de la importancia de su obra, ha sido gradualmente olvidado.
 
Existen importantes colecciones de Zweig en la Biblioteca Británica y en la Universidad Estatal de Nueva York en Fredonia. La primera es el resultado de una donación de sus apoderados en mayo de 1986 e incluye una gran variedad de elementos de sorprendente rareza, entre ellos el catálogo de las obras mozartianas de propio puño y letra del compositor (Verzeichnis).
 
Zweig escribió novelas, historias cortas, ensayos (políticos o literarios), dramas y varias biografías, de las cuales la más famosa es la de María Estuardo. Fue publicada en alemán como Maria Stuart y en inglés como (The) Queen of Scots or Mary, Queen of Scotland and the Isles.
 
En algún momento, sus trabajos fueron publicados en los países anglosajones bajo el seudónimo de "Stephen Branch" (traducción literal de su apellido), en tiempos donde el sentimiento antigermánico estaba en su apogeo. Su biografía de la reina María Antonieta fue luego adaptada a una película de Hollywood protagonizada por la actriz de la Metro Goldwyn Mayer Norma Shearer en el papel principal.
 
Cabe destacar su especial aportación al estudio de Dostoievski, al que admiraba profundamente hasta considerarlo como uno de los más grandes escritores de la historia.
Títulos publicados

Teatro

 Thersite, 1907

 Les Guirlandes précoces, 1907

 Jeremias, 1916

 La casa al borde del mar, 1911

 
Poemas

 Cuerdas de plata, 1901

 Las primeras coronas, 1906
 

Ficción

 Ardiente secreto

 Caleidoscopio, conjunto de relatos breves.

 La estrella bajo el bosque, 1903

 Los prodigios de la vida, 1903

 En la nieve, 1904

 El amor de Erika Ewald, 1904

 La Marcha, 1904

 La Cruz

 Leporella

 Amok o el loco de Malasia, 1922

 Los ojos del hermano eterno, 1922

 La confusión de los sentimientos, 1926

 Carta de una desconocida, 1927

 Buchmendel, 1929

 Veinticuatro horas de la vida de una mujer, 1929

 La piedad peligrosa o La impaciencia del corazón 1939

 Novela de ajedrez, 1941 (Schachnovelle), su novela más famosa, sobre la neurosis obsesiva que un hombre desarrolla por el ajedrez durante su cautiverio en manos de la Gestapo.
 

Biografías

 Émile Verhaeren, 1910

 Fouché, el genio tenebroso, 1929

 La curación por el Espíritu, 1931 (en alemán: Heilung durch den Geist, 1931; en inglés "Mental Healers"). Es un corto trabajo en el que relaciona, y a la vez trata en forma individual, las biografías de Franz Mesmer, hipnotista del siglo XVIII, Mary Baker Eddy, fundadora de la Ciencia Cristiana, y Sigmund Freud, padre del psicoanálisis.

 María Antonieta, 1932

 María Estuardo, 1934

 Erasmo de Rotterdam, 1934

 Conquistador de los mares: la historia de Magallanes, 1938

 Romain Rolland: el hombre y su obra, 1921

 Paul Verlaine

 Balzac: La novela de una vida, 1920, publicado en forma individual o incluido en el libro en tres partes Tres Maestros: Balzac, Dickens, Dostoievski.

 Castellio contra Calvino, Conciencia contra Violencia

 Confusión: The Private Papers of Privy Councillor R. Von D

 Momentos estelares de la humanidad (1927)

 La lucha contra el demonio, Hölderlin, Kleist, Nietzsche

 Montaigne, libro póstumo inconcluso previo al suicidio.

 Tres poetas de su vida: Casanova, Stendhal, Tolstoi

 

Autobiografía

 El mundo de ayer, publicado tras su muerte.

 

No ficción

 Brasil: Un país de futuro

 Momentos estelares de la humanidad
 

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